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– Buenas noches, Paddy.

Fee retiró los platos de la mesa y descolgó de la pared una gran cuba de hierro galvanizada, qué colocó en el extremo opuesto de la mesa donde trabajaba Frank, y, levantando la enorme olla de hierro de encima del fogón, la llenó de agua caliente. El agua fría que había en una vieja lata de petróleo sirvió para enfriar el baño hirviente; Fee cogió jabón de una cestita de mimbre y empezó a lavar y aclarar los platos, apilándolos después junto a una taza.

Frank trabajaba en la muñeca sin levantar la cabeza, pero, al ver que crecía el montón de platos, se levantó en silencio, fue a buscar un trapo y empezó a secarlos. Yendo de la mesa a la alacena, trabajaba con facilidad nacida de una larga costumbre. Era un juego furtivo y temeroso, pues la norma más severa de Paddy era la adecuada distribución de los deberes. Las tareas de la casa 'eran cosas de mujeres, y punto final. Ningún miembro varón de la familia tenía que intervenir en tales menesteres. Pero todas las noches, cuando Paddy se había acostado, Frank ayudaba a su madre, para lo cual ésta retrasaba el fregado de los platos hasta que oían caer al suelo las zapatillas de Paddy. Cuando Paddy se había quitado las zapatillas, nunca volvía a la cocina.

Fee miró cariñosamente a Frank.

– No sé cómo me las arreglaría sin ti, Frank. Pero no deberías hacerlo. Por la mañana estarás muy cansado.

– No te preocupes, mamá. No me moriré por secar unos cuantos platos. Y es muy poco, para hacerte la vida más llevadera.

– Es mi tarea, Frank. La hago con gusto.

– Quisiera que fuésemos ricos, para que pudieras tener una criada.

– ¡Eso es una tontería! -Se secó con el trapo las manos enrojecidas y se las llevó a los costados, suspirando. Miró a su hijo con ojos un tanto preocupados, como percibiendo su amargo descontento, más profundo que la reacción normal de un trabajador contra su suerte-. No tengas ideas de grandeza, Frank. Sólo causan disgustos. Pertenecemos a la clase trabajadora, y esto significa que no seremos ricos ni tendremos criadas. Conténtate con lo que eres y lo que tienes. Cuando dices esas cosas, ofendes a papá, y él no se lo merece. Lo sabes muy bien. No bebe, no juega, y trabaja muy duro para nosotros. No se guarda un penique. Nos lo da todo.

Los musculosos hombros del chico se encogieron con impaciencia, y se endureció su cara morena.

– Pero, ¿qué hay de malo en querer salir de esta vida arrastrada? No veo ninguna maldad en desear que tengas una criada.

– ¡Es malo, porque no puede ser! Sabes que no tenemos dinero para darte estudios, y, si no puedes estudiar, ¿qué otra cosa puedes ser, sino un obrero manual? Tu acento, tu ropa y tus manos demuestran que trabajas para vivir. Pero no es ninguna deshonra tener callos en las manos. Como dice papá, cuando un hombre tiene las manos callosas, es que es honrado.

Frank se encogió de hombros y no habló más. Una vez guardados los platos en su sitio, Fee cogió el cesto de costura y se sentó en la silla de Paddy junto al fuego, mientras Frank volvía a la muñeca.

– ¡Pobrecita Meggie! -dijo de pronto.

– ¿Por qué?

– Hoy, cuando aquellos diablillos maltrataban su muñeca, no hacía más que llorar como si todo el mundo se hubiese hecho pedazos. -Contempló la muñeca, que volvía a tener su cabellera-. ¡Agnes! ¿De dónde diablos sacaría este nombre?

– Tal vez me oyó hablar de Agnes Fortescue-Smythe.

– Cuando le devolví la muñeca, miró dentro de la cabeza y casi se muere del susto. Algo en sus ojos la espantó; no sé qué le sucedió.

– Meggie está siempre viendo visiones.

– Es una lástima que no tengamos dinero para enviar a los pequeños al colegio. Son muy listos.

– ¡Oh, Frank! Si los deseos fuesen caballos, los pordioseros no irían a pie -dijo su madre, con voz cascada. Se pasó una mano ligeramente temblorosa sobre los ojos, y clavó la aguja de hacer media en una bola de lana gris-. No puedo hacer nada más. Estoy tan cansada que no veo bien.

– Ve a acostarte, mamá. Yo apagaré las lámparas.

– En cuanto haya apagado el fuego.

– Lo haré yo.

Se levantó de la mesa y colocó cuidadosamente la elegante muñeca detrás de un bote de la alacena, donde estaría a salvo. No temía que los chicos intentasen otra tropelía; le tenían más miedo a él que a su padre, pues Frank tenía muy mal genio. Nunca lo demostraba cuando estaba con su madre o con su hermana, pero todos los chicos lo habían sufrido alguna vez.

Fee lo observaba, con el corazón dolorido; en Frank había algo fiero y desesperado, un halo que anunciaba tormenta. ¡Si al menos Paddy y él se llevasen mejor! Pero nunca pensaban igual, y discutían continuamente. Quizá Frank se preocupaba demasiado de ella, quizás era el niño mimado de mamá. Ella tenía la culpa, desde luego. Pero esto era una prueba de su corazón cariñoso, de su bondad. Sólo quería hacerle la vida un poco más fácil. Y de nuevo deseó que Meg-gie se hiciese mayor, para quitar este peso de los hombros de Frank.

Cogió una lamparita de encima de la mesa, pero volvió a dejarla y se acercó a Frank, agachado delante del horno, apilando la leña y trajinando con la llave reguladora. Su blanco brazo estaba surcado de venas hinchadas, y sus manos delicadas estaban tan manchadas que nunca podía llevarlas limpias del todo. Alargó tímidamente su mano y apartó con suavidad los negros cabellos de los ojos de su hijo; era lo más lejos que se atrevía a llegar en sus caricias.

– Buenas noches, Frank, y gracias.

Las sombras oscilaron y bailaron delante de la luz que avanzaba, al cruzar Fee sin ruido la puerta que conducía a la parte delantera de la casa.

Frank y Bob compartían el primer dormitorio. Fee abrió la puerta silenciosamente y levantó la lámpara, iluminando la cama grande del rincón. Bob yacía sobre la espalda, con la boca abierta, estremeciéndose y temblando como un perro; ella se acercó a la cama y le hizo volverse sobre un costado, para que la pesadilla que sufría no fuese de mal en peor. Después, se quedó mirándole un momento. ¡Cuánto se parecía a Paddy!

Jack y Hughie estaban casi entrelazados en la habitación contigua. ¡Menudos bribones estaban hechos! Siempre pensando en hacer alguna travesura, pero sin malicia. Trató en vano de separarlos y de poner un poco de orden en la ropa de la cama, pero las dos cabezas pelirrojas se negaron a separarse. Fee suspiró y renuncio. No comprendía cómo podían estar tan frescos después de dormir de aquella manera, pero, al parecer, les sentaba bien.

La habitación donde dormían Meggie y Stuart era un cuartito oscuro y triste para dos niños pequeños; estaba pintado de un turbio color castaño con el suelo de linóleo también castaño, y no tenía ningún cuadro en las paredes. Era como los demás dormitorios.

Stuart se había vuelto boca abajo y resultaba completamente invisible, salvo por el culito envuelto en el camisón y que estaba donde hubiese debido estar la cabeza. Fee descubrió que tenía la cabeza pegada a las rodillas y se asombró, una vez más, de que no se hubiese asfixiado. Deslizó una mano entre las sábanas y dio un respingo. ¡Se había orinado otra vez! Bueno, tendría que esperar hasta la mañana, y sin duda la almohada estaría entonces también mojada. Siempre hacía lo mismo: se colocaba al revés y volvía a orinarse. Bueno, un solo meón entre cinco niños no estaba mal.

Meggie estaba hecha un ovillo, con el dedo pulgar en la boca y los rubios cabellos extendidos a su alrededor. La única niña. Fee le echó solamente una rápida mirada antes de salir; no había ningún misterio en Meggie; era hembra. Fee sabía cuál sería su suerte, y no la envidiaba ni la compadecía. Los chicos eran diferentes; eran como milagros, varones surgidos al-químicamente del cuerpo femenino. Era duro no tener a nadie que ayudase en la casa, pero valía la pena. Los hijos eran el mayor título de gloria de Paddy, entre sus semejantes. El hombre que criaba hijos era un hombre de verdad.