Ella tenía los hombros caídos, como si la carga fuese demasiado pesada, pero levantó la cabeza para mirarle a la cara.
– No tema que sueñe con usted. Sé que es un sacerdote.
– No creo que me equivocase al elegir mi vocación. Satisface en mí una necesidad, como no podría hacerlo ningún ser humano, ni siquiera tú.
– Lo sé. He podido verlo cuando dice misa. Tiene usted poder. Supongo que debe sentirse como Nuestro Señor.
– ¡Puedo sentir todas las respiraciones contenidas en la iglesia, Meggie! Así como muero cada día, renazco cada mañana al decir la misa. Pero, ¿es porque soy un sacerdote elegido de Dios, o porque oigo aquellas respiraciones contenidas y sé el poder que tengo sobre todas las almas presentes?
– ¿Importa esto? Es así.
– Probablemente, a ti no te importe, pero a mí, sí. Dudo, dudo.
Ella cambió de tema, pasando a lo que más le interesaba.
– No sé lo que haré sin usted, padre. Primero, Frank, y ahora, usted. Lo de Hal es diferente; sé que está muerto y que nunca volverá. ¡Pero usted y Frank siguen vivos! Siempre me estaré preguntando cómo están, lo que hacen, si están bien, si podría yo hacer algo para ayudarles. Incluso tendré que preguntárme si continúan -vivos, ¿no?
– Yo sentiré lo mismo, Meggie, y estoy seguro de que lo propio le ocurre a Frank.
– No. Frank nos ha olvidado… Y usted también nos olvidará.
– Nunca podré olvidarte, Meggie, mientras viva. Y, para mi castigo, voy a vivir muchos, muchos años. -Se levantó, hizo que ella se pusiera en pie y la abrazó, ligera y afectuosamente-. Creo que esto es la despedida, Meggie. Ya no volveremos a estar solos.
– Si no fuese usted sacerdote, padre, ¿se casaría conmigo?
El tratamiento le molestó.
– ¡No me llames siempre así! Mi nombre es Ralph.
Con lo que dejó su pregunta sin contestación.
Aunque la sujetaba con sus brazos, no tenía la menor intención de besarla. La cara levantada hacia él era casi invisible, porque la luna se había ocultado y estaba muy oscuro. Pudo sentir el contacto de los pequeños senos sobre la parte baja de su propio pecho; una sensación curiosa, turbadora, aumentada por el hecho de que ella, como si estuviese acostumbrada a abrazar a los hombres, se había asido a su cuello y lo estrechaba.
Él no había besado nunca a nadie como amante, ni quería hacerlo ahora; y tampoco Meggie lo deseaba, pensó. Un beso cariñoso en la mejilla, un corto abrazo, como los que pediría a su padre si éste se marchara. Era una niña sensible y orgullosa; el desapasionado examen de sus sueños debió dolerle en lo más profundo. Sin duda estaba tan ansiosa como él de acabar con esta despedida. ¿Le consolaría saber que su dolor era mucho más amargo que el de ella? Al inclinar la cabeza para acercarla a su mejilla, ella se puso de puntillas y, más por accidente que por intención deliberada, sus labios se rozaron. Él se echó atrás, como si hubiese probado el veneno de una serpiente, y después, adelantó la cabeza para decir algo ante la boca cerrada de la joven, que se entreabrió al querer ésta contestar. El cuerpo de ella pareció perder todos sus huesos, hacerse fluido, derretirse en la oscuridad; él la tenía asida por la cintura con un brazo, y, con la otra mano, le sujetaba la nuca, obligándola a tener la cabeza alta, como temeroso de que se alejase en este instante, antes de que él pudiese captar y catalogar la presencia inverosímil que era Meggie. Meggie, y no Meggie, demasiado extraña para ser familiar, pues su Meggie no era una mujer, no sentía como una mujer, no podría ser nunca una mujer para él. Como él no podía ser un hombre para ella.
Este pensamiento se impuso a sus embotados sen tidos; desprendió los brazos de ella de su cuello, la apartó y trató de ver su cara en la oscuridad. Pero, ahora, la joven tenia la cabeza baja y no quería mirarle.
– Ya es hora de que nos vayamos de a quí, Meggie -dijo.
Sin decir palabra, Meggie se volvió a su caballo, montó en él y le esperó; en realidad, era él quien la esperaba.
El padre Ralph había tenido razón. En aquella época del año, Drogheda estaba llena de rosas, y, ahora, éstas inundaban la casa. A las ocho de la mañana, casi no quedaba un capullo en el jardín. Los primeros asistentes al entierro empezaron a llegar poco después de que la última rosa hubiese sido arrancada de la planta; en el comedor pequeño, se hallaba preparado un ligero desayuno, a base de café y de panecillos recién salidos del horno y untados con mantequilla. Cuando hubiesen depositado a Mary Car-son en el panteón, se serviría una comida más sólida en el gran comedor, para fortalecer a los invitados antes de emprender el largo viaje de regreso. El rumor había circulado; la eficacia del servicio de información de Gilly era indudable. Mientras los labios urdían frases convencionales, las mentes y los ojos especulaban, deducían, sonreían taimadamente.
– He oído decir que vamos a perderle, padre -dijo la señorita Carmichael, con malévola intención.
Él no había parecido nunca tan remoto, tan desprovisto de sentimientos humanos, como aquella mañana, con su alba sin encajes y su triste casulla negra con una cruz de plata. Como si actuase sólo con su cuerpo y su alma estuviese muy lejos de allí. Pero miró distraídamente a la señorita Carmichael, pareció salir de su ensimismamiento y sonrió, con auténtico regocijo.
– Los caminos del Señor son imprevisibles, señorita Carmichael -contestó, y se volvió para hablar a otra persona.
Nadie habría podido imaginar lo que pasaba por su mente; era el próximo enfrentamiento con Paddy a raíz del testamento, su miedo de ver la ira de Paddy y su necesidad de la ira y el desprecio de Paddy.
Antes de empezar la misa de difuntos, se volvió a sus feligreses; el lugar estaba atestado de gente, y olía tanto a rosas que las ventanas abiertas no lograban disipar su penetrante fragancia.
– No voy a hacer un largo panegírico -empezó, con su clara dicción, casi de Oxford, ligeramente matizada de acento irlandés-. Todos ustedes conocían bien a Mary Carson. Fue un pilar de la comunidad, un pilar de la Iglesia, a la que amaba más que nadie.
Algunos juraban después que, al llegar a este punto, los ojos del cura tenían una expresión burlona, mientras otros afirmaban, con igual energía, que estaban velados por un auténtico y profundo dolor.
– Un pilar de la Iglesia, a la que amaba más que nadie -repitió, todavía con más claridad, pues no era de los que se echaban atrás-. En sus últimos momentos, estuvo sola, y, sin embargo, no lo estuvo. Porque, en la hora de la muerte, Nuestro Señor Jesucristo está con nosotros, dentro de nosotros, llevando la carga de nuestra agonía. Ni los más grandes ni los más humildes mueren solos, y la muerte es dulce. Hoy nos hemos reunido aquí para rezar por su alma inmortal, para que aquella a la que amamos en vida obtenga la recompensa eterna que merece. Oremos.
El ataúd de confección casera estaba tan cubierto de rosas que no se veía en absoluto, y descansaba sobre una carretilla construida por los chicos con varias piezas del equipo de la finca. Pero, aun así, con las ventanas abiertas de par en par y con el intenso aroma de las rosas, los presenten olían a cadaverina. El médico se había ido también de la lengua.
– Cuando llegué a Drogheda, estaba tan corrompida que se me revolvió el estómago -le había dicho a Martin King, antes de llegar-. Nunca había compadecido a nadie como compadecí entonces a Paddy Cleary, no sólo porque le han birlado Drogheda, sino también porque tenía que meter en el ataúd aquel montón de podredumbre.