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– Entonces, no seré yo quien lleve el ataúd a hombros -había dicho Martin, con voz tan débil que el médico tuvo que hacérselo repetir tres veces antes de comprenderle.

Esto justificaba la carretilla; nadie estaba dispuesto a cargar con los restos de Mary Carson a través del prado hasta el sepulcro. Y nadie lo lamentó, cuando las puertas de éste se cerraron y todos pudieron volver a respirar con normalidad.

Mientras los invitados se apretujaban en el gran comedor, para comer o fingir que comían, Harry Gough condujo a Paddy, a su familia, al padre Ralph, a la señora Smith y a las dos doncellas, a la sala. Ninguno de los que había venido al entierro tenía ganas de marcharse a casa, y por esto fingían comer. Querían estar aquí para ver la cara que pondría Paddy al volver, después de la lectura del testamento. Había que reconocer que ni él ni su familia se habían comportado, duiante el entierro, como personas conscientes de su elevada posición. Bondadoso como siempre, Paddy había llorado por su hermana, y Fee había mostrado su aspecto de costumbre, como si no le importara lo que fuese de ella.

– Paddy, quiero que impugne este testamento -dijo Harry Gough, después de leer, con voz dura e indignada, el asombroso documento.

– ¡La vieja bruja! -exclamó la señora Smith, que, aunque apreciaba al sacerdote, quería más a los Clea-ry, porque habían traído niños a su vida.

Pero Paddy meneó la cabeza.

– ¡No, Harry! No puedo hacerlo. La propiedad era de ella, ¿no? Tenía derecho a disponer de ella como quisiera. Si quiso que fuese para la Iglesia, que sea para la Iglesia. No le negaré que esto me ha contrariado un poco, pero yo soy un hombre corriente, y tal vez haya sido para bien. Creo que no me gustaría la responsabilidad de poseer una hacienda tan grande como Drogheda.

– ¡No lo comprende, Paddy! -dijo el abogado, en voz pausada y clara, como si diese la explicación a un niño-. No estoy hablando solamente de Drogheda. Drogheda es el capítulo menos importante de la herencia de su hermana. Ésta era accionista de un centenar de prósperas compañías, poseía fábricas de acero y minas de oro, era dueña de «Michard Limited», que tiene, para sus oficinas, un edificio de diez pisos en Sydney. ¡Era la mujer más rica de toda Australia! Es curioso que, hace menos de cuatro semanas, quiso que me pusiera en contacto con los directores de «Michard Limited», en Sydney, para saber el valor exacto de sus bienes. Al morir, ha dejado algo más de trece millones de libras.

– ¡Trece millones de libras! -exclamó Paddy, en el tono en que se cita la distancia de ja Tierra al Sol, como algo totalmente incomprensible-. Esto decide la cuestión, Harry. No quiero la responsabilidad de manejar tanío dinero.

– ¡No es ninguna responsabilidad, Paddy! ¿Todavía no lo comprende? ¡Estas grandes sumas de dinero se conservan por sí solas! No tendrá usted que cultivarlo ni recoger sus frutos; hay cientos de empleados que lo administran por usted. Impugne el testamento, Paddy, ¡por favor! Buscaré al mejor abogado de todo el país y lucharemos por usted, hasta llegar al Consejo Privado, si es preciso.

Comprendiendo de pronto que la cosa interesaba a su familia tanto como a él, Paddy se volvió a Bob y a Jack, que estaban sentados juntos, muy asombrados, en un banco de márbol florentino.

– ¿Qué decís vosotros, chicos? ¿Queréis reclamar los trece millones de libras de la tía Mary? Sólo si vosotros lo queréis, impugnaré el testamento.

– En todo caso, podremos seguir viviendo en Drog-heda. ¿No es eso lo que dice el testamento? -preguntó Bob.

Harry respondió:

– Nadie podrá echaros de Drogheda, mientras viva el último nieto de vuestro padre.

– Viviremos aquí, en la casa grande, tendremos a la señora Smith y a las doncellas para que cuiden de nosotros, y percibiremos un salario justo -dijo Pad-dy, como si le costase más creer en su buena suerte que en su mala fortuna.

– Entonces, ¿qué más queremos? ¿Estás de acuerdo, Jack? -preguntó Bob a su hermano.

– Por mí, conforme -repuso Jack.

El padre Ralph rebulló inquieto. No se había quitado los ornamentos de la misa de difuntos, ni se había sentado; como un negro y apuesto hechicero, permanecía de pie en la penumbra del fondo de la estancia, aislado, con las manos ocultas debajo de la negra casulla y el semblante inmóvil, latiendo en el fondo de sus remotos ojos azules un resentimiento horrorizado, asombrado. Ni siquiera tendría el anhelado castigo del furor o del desprecio; Paddy se lo entregaría todo en una bandeja de plata de buena voluntad, y aún le daría las gracias por librar a los Cleary de una carga tan pesada.

– ¿Y qué dicen Fee y Meggie? -preguntó el sacerdote a Paddy, con voz ronca-. ¿En tan poco aprecia a sus mujeres que no quiere preguntarles su opinión?

– ¿Fee? -preguntó ansiosamente Paddy.

– Lo que tú decidas estará bien, Paddy. A mí me da lo mismo.

– ¿Meggie?

– Yo no quiero sus trece millones de monedas de plata -dijo Meggie, mirando fijamente al padre Ralph.

Paddy se volvió al abogado.

– Bien, ya está decidido, Harry. No queremos impugnar el testamento. Que la Iglesia se quede con el dinero de Mary, y que le aproveche.

Harry se restregó las manos.

– ¡Maldita sea! ¡Me indigna ver cómo les estafan!

– Pues yo agradezco a Mary mi buena estrella -dijo amablemente Paddy-. Si no hubiese sido por ella, todavía estaría viviendo a duras penas en Nueva Zelanda.

Mientras salían de la estancia, Paddy detuvo al padre Ralph y le tendió la mano, en presencia de los fascinados invitados que se agolpaban en la puerta del comedor.

– Padre, le ruego que no piense que le guardamos el menor resentimiento. Mary no se dejó influir por nadie en toda su vida, fuese cura, hermano o marido. Le aseguro que siempre hizo su santa voluntad. Usted fue muy bueno con ella v también lo ha sido con nosotros. Nunca lo olvidaremos.

La culpa. La carga. El padre Ralph casi no se atrevía a aceptar aquella mano nudosa y manchada, pero el cerebro del cardenal triunfó. Asió febrilmente aquella mano y sonrió… angustiado.

– Gracias, Paddy. Puede tener la seguridad de que velaré para que nunca carezcan de nada.

Se marchó aquella misma semana, sin aparecer por Drogheda. Pasó los últimos días de su estancia empaquetando sus escasas pertenencias y visitando las casas del distrito donde vivían familias católicas; todas, menos Drogheda.

El padre Watkin Thomas, de origen gales, llegó para hacerse cargo de la parroquia del distrito de Gillanbone, mientras el padre Ralph de Bricassart se convertía en secretario particular del arzobispo Cluny Dark. Pero el trabajo del padre Ralph era ligero; tenía dos subsecretarios. Empleaba la mayor parte de su tiempo averiguando qué era exactamente lo que había poseído Mary Carson, y empuñando las riendas de su gobierno en interés de la Iglesia.

TRES

1929-1932

PADDY

8

Llegó 1929 y, con él, la fiesta de Año Nuevo que Angus MacQueen celebraba anualmente en Rudna Hu-nish, y los Cleary no se habían trasladado aún a la casa grande. No era algo que se hiciese de la noche a la mañana, pues había que empaquetar todos los artefactos caseros acumulados en siete años, y Fee había declarado que, al menos, había que terminar el arreglo del salón de la casa grande. Nadie tenía prisa, aunque todos esperaban con ilusión el día del traslado. En algunos aspectos, la casa grande no habría de resultar muy diferente: también carecía de electricidad, y las moscas eran igualmente numerosas. Pero, en verano, era diez grados más fresca que el exterior, debido al grueso de las paredes, y a la sombra que proyectaban los eucaliptos sobre el tejado. Además, el pabellón de baños era realmente lujoso, pues las tuberías que pasaban por detrás del gran horno de la.cocina contigua suministraban agua caliente durante todo el invierno, y toda esta agua era de lluvia. Aunque había que bañarse y ducharse en esta gran estructura, que tenía diez compartimientos separados, la casa grande y todas sus dependencias poseían retretes interiores con agua corriente, lo cual era una inaudita muestra de opulencia que los envidiosos habitantes de Gilly habían dado en llamar sibaritismo. Aparte del «Hotel Imperial», dos pubs, la casa rectoral católica y el convento, los retretes eran exteriores en todo el distrito de Gillanbone. Salvo en la mansión de Drogheda, gracias a su enorme número de tejados y cisternas para recoger el agua de lluvia. Las normas eran severas: no malgastar el agua y emplear desinfectante en abundancia. Pero, comparado con los agujeros en el suelo, esto era la gloria.