A primeros de diciembre, el padre Ralph había en viado a Paddy un cheque de cinco mil libras, para que fuese tirando, según decía la carta; y Paddy lo había entregado a Fee, con una exclamación de asombro.
– Creo que no gané tanto dinero en toda mi vida de trabajo -dijo.
– ¿Qué voy a hacer con esto? -preguntó Fee, mirando el cheque y después a su marido, con ojos chispeantes-. ¡Dinero, Paddy! Al fin tenemos dinero, ¿te das cuenta? ¡Oh! No me importan los trece millones de libras de tía Mary, pues no hay nada real en esas enormes cantidades. En cambio, ¡esto es real! ¿Qué voy a hacer con ello?
– Gástalo -contestó simplemente Paddy-. ¿Quizás unos cuantos vestidos nuevos para los chicos y para ti? ¿O deseas comprar algo para la casa grande? No creo que necesitemos nada más.
– Tampoco yo, ¿no te parece raro? -Fee se levantó de la mesa del desayuno y llamó a Meggie con imperioso ademán-. Vamos, chica; iremos a echar un vistazo a la casa grande.
Aunque habían pasado tres semanas, desde los frenéticos siete días que siguieron a la muerte de Mary Carson, ninguno de los Cleary había vuelto a acercarse a la casa grande. Pero, ahora, la visita de Fee compensó sobradamente su anterior renuencia. Pasaba de una habitación a otra, seguida de Meggie, la señora Smith, Minnie y Cat, más animada de lo que jamás la hubiese visto la asombrada Meggie. No paraba de hablar consigo misma: esto es espantoso, aquello era horrible, ¿carecía Mary de buen gusto, o no distinguía los colores?
Fee se detuvo más tiempo en el salón, observándolo con ojos expertos. Sólo la sala grande de recepciones le superaba en tamaño, pues tenía doce metros de largo por diez de ancho y cuatro y medio de alto. Era una curiosa mezcla de la mejor y la peor decoración, con su pintura de un color crema que se había vuelto amarillo y que no contribuía en absoluto a resaltar las magníficas molduras del techo o los paneles tallados de Tas paredes. Los enormes balcones, que llegaban al techo y se sucedían ininterrumpidamente en el lado que daba a la galería, iban acompañados de pesadas cortinas de terciopelo castaño, que sumían en la penumbra las delicadas sillas pardas, dos asombrosos bancos de malaquita y otros dos igualmente preciosos de mármol florentino, y una enorme chimenea de mármol crema con vetas de un rosa fuerte. Sobre el pulido suelo de teca, había tres alfombras Aubusson, colocadas con precisión geométrica, y una araña de dos metros pendía del techo de una gruesa cadena.
– Hay que felicitarla, señora Smith -dijo Fee-. Todo esto es francamente horrible, pero no puede estar más limpio. Yo haré que pueda cuidar de cosas que valgan la pena. Esos preciosos bancos, sin nada que los realce… ¡qué vergüenza! Desde el primer día que vi esta habitación, deseé convertirla en algo tan admirable que todos quisieran entrar en ella, y tan cómodo que todos desearan quedarse.
El escritorio de Mary Carson era un horror Victoriano; Fee se acercó a él y al teléfono colocado encima de él, contempló desdeñosamente la lúgubre madera.
– Mi escritorio quedará muy bien aquí -dijo-. Empezaré por este salón, y sólo cuando esté listo nos trasladaremos de la casa del torrente. Al menos tendremos un sitio donde podamos reunimos sin sentirnos tristes.
Se sentó y descolgó el teléfono. Mientras su hija y las sirvientas formaban un gru-pito asombrado, empezó a dar instrucciones a Harry Gough. Mark Foys enviaría muestras de tapicería con el Correo de la noche; Nock y Kirbys, muestras de pintura; Frace Brothers, muestras de papeles para las paredes, y estas y otras tiendas de Sydney, catálogos especialmente preparados para ella, describiendo sus estilos de mobiliario. Harry rió y le aseguró que tendría un decorador competente y un equipo de pintores capaces de realizar el meticuloso trabajo que exigía Fee. ¡Bien por la señora Cleary! Echaría para siempre a Mary Carson de la casa.
Terminada su conferencia telefónica, ordenó que fuesen descolgadas inmediatamente las cortinas pardas. Pronto quedaron convertidas en un montón de desperdicios, bajo la inspección personal de Fee, que se encargó también de prenderles fuego.
– No las necesitamos -dijo-, y no quiero que carguen con ellas los pobres de Gillanbone. -Sí, mamá -dijo Meggie, petrificada. -No quiero cortinas aquí -decidió Fee, sin preocuparse de la flagrante vulneración de las costumbres decorativas de la época-. La galería es lo bastante ancha para impedir que entre el sol directamente; por tanto, ¿para qué necesitamos cortinas? Quiero que este salón se vea.
Llegaron los materiales, y también los pintores y el tapicero; Meggie y Cat se subieron a escaleras para limpiar los cristales más altos de las ventanas, mientras la señora Smith y Minnie cuidaban de los bajos, y Fee marchaba de un lado a otro, observando todo con ojos de águila.
Todo quedó terminado en la segunda semana de enero, y, de algún modo, circuló la noticia en las esferas sociales. La señora Cleary había convertido el salón de Drogheda en un palacio, ¿y no sería una delicada atención que la señora Hopeton, la señora King y la señora O'Rourke, fueran a visitarla a la casa grande?
Nadie negó que el resultado de los esfuerzos de Fee se había traducido en una belleza absoluta. Las alfombras Aubusson, de color crema, con sus pálidos ramos de rosas rojas y rosadas y de verdes hojas, habían sido distribuidas como al azar sobre el reluciente suelo. Las paredes y el techo habían sido pintados de color crema, y todas las molduras,- doradas para darles mayor realce; en cambio, los grandes espacios lisos y ovalados de los paneles habían sido revestidos de seda negra con ramos de rosas iguales a los de las alfombras, dando la impresión de lujosas pinturas japonesas sobre un fondo de crema y oro. La araña Waterford había sido bajada, de modo que su colgante inferior quedaba apenas a dos metros del suelo; sus inumerables prismas habían sido lavados y mostraban ahora un brillo irisado, y la gran cadena de bronce había sido sujetada a la pared, en vez de subirla de nuevo al techo. Sobre esbeltas mesi-tas de crema v oro, veíanse lámparas Waterford, junto a ceniceros Waterford y jarrones Waterford, llenos de rosas rojas y de té; todos los grandes y cómodos sillones habían sido tapizados de seda color crema pálido y colocados en grupitos que invitaban a la intimidad, junto a largos sofás; en un rincón, hallábase la antigua y exquisita espineta, con un enorme jarrón de rosas rojas y de té colocado encima de ella. Sobre la chimenea, pendía el retrato de la abuela de Fee, en su abombado traje de pálido color rosa, y, frente a aquél, en la pared del fondo, un retrato todavía más grande de una joven y pelirroja Mary Carson, que, con su rígido traje negro según la moda de la época, se parecía a la reina Victoria en su juventud.
– Muy bien -dijo Fee-, ahora podemos abandonar la casa del torrente. Las otras habitaciones las arreglaré cuando tenga tiempo. ¡Oh! ¿No es estupendo tener dinero y una casa en la que gastarlo?
Unos tres días antes del traslado, y tan temprano que el sol no se había levantado todavía, los gallos del gallinero cantaban alegremente.