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– ¡Esos desgraciados! -dijo Fee, mientras envolvía con periódicos viejos sus piezas de porcelana-. No sé qué se imaginan que habrán hecho para estar tan contentos. No tengo un solo huevo para el desayuno, y todos los hombres están en casa hasta que nos hayamos trasladado. Tendrás que ir al gallinero, Meggie, pues yo tengo demasiado trabajo. -Miró una hoja amarillenta del Sydney Moming Herald y gruñó al ver un anuncio de un corsé de talle de avispa-. No sé por qué se empeña Paddy en que nos manden todos los periódicos, si nadie tiene tiempo de leerlos. Se amontonan ahí, sin darnos tiempo a quemarlos en el horno de la cocina. ¡Mira éste! Es de antes de venir nosotros a esta casa. Bueno, al menos me servirá para envolver las cosas.

Era estupendo ver a su madre tan animada, pensó Meggie, mientras bajaba la escalera de atrás y cruzaba el patio cubierto de polvo. Aunque todos esperaban con ilusión el momento de ir a vivir en la casa grande, mamá parecía ansiarlo con toda su alma, como si recordase lo que era vivir en una gran mansión. ¡Qué habilidad tan grande la suya! ¡Y qué gusto tan exquisito tenía! Algo que nadie había advertido con anterioridad, pues no había tiempo ni dinero para demostrarlo. Meggie se congratuló, excitada; papá había ido al joyero de Gilly y se había gastado una parte de las cinco mil libras en un collar de perlas auténticas y unos pendientes de perlas, también auténticas, pero con pequeños brillantes, para mamá. Se los regalaría el primer día que comiesen en la casa grande. Y ahora que había visto ella la cara de su madre sin su acostumbrada expresión adusta, estaba impaciente por ver la que pondría cuando recibiese las perlas. Desde Bob hasta los gemelos, esperaban ansiosamente aquel momento, porque papá les había mostrado el grande y plano estuche de cuero, y lo había abierto para que viesen las lechosas y opalescentes bolitas sobre el negro forro de terciopelo. La nueva animación de su madre les había conmovido profundamente; era como presenciar el inicio de una lluvia bienhechora. Hasta ahora, nunca habían comprendido del todo lo desgraciada que debió de sentirse durante los años anteriores.

El gallinero era muy grande, y había en él cuatro gallos y más de cuarenta gallinas. Por la noche, ocupaban un destartalado cobertizo, con perchas de varias alturas en el fondo, y con cestas llenas de paja, para la puesta, alrededor del suelo pulcramente barrido. Pero, durante el día, las aves paseaban cloqueando por un amplio recinto alambrado. Cuando Meggie abrió la puerta del gallinero y entró, todas se agruparon afanosamente a su alrededor, creyendo que iba a darles comida; pero, como Meggie sólo las alimentaba por la tarde, se rió de su tonto frenesí y se dirigió al cobertizo.

– Sinceramente, sois un puñado de inútiles -amonestó severamente a las gallinas, señalando las cestas-. Sois cuarenta, ¡y sólo habéis puesto quince huevos! Insuficientes para el desayuno, por no hablar del pastel. Bueno, voy a deciros algo, de una vez para siempre: si no ponéis remedio a esto, os espera el tajo a todos, no sólo a las damas, sino también a los amos y señores del gallinero; por consiguiente, menead la cola y empezad a poner huevos, y esto sí que no va para ustedes, caballeros.

Llevando cuidadosamente los huevos en su delantal, volvió cantando a la cocina.

Fee estaba sentada en la silla de Paddy, mirando fijamente una hoja del Smith's Weekly, pálido el semblante y temblorosos los labios. Meggie pudo oír el ruido de los hombres trajinando en el interior y las risas de los gemelos de seis años, Jims y Patsy, en su camastro, pues no se les permitía levantarse hasta que se habían marchado los hombres.

– ¿Qué pasa, mamá? -preguntó Meggie.

Fee no respondió; siguió sentada, mirando al frente, con gotas de sudor sobre el labio superior, paralizados los ojos por un dolor desesperadamente racional, como si reuniese en su interior todos los recursos que poseía para no gritar.

– ¡Papá, papá! -gritó, asustada, Meggie.

El tono de su voz hizo que Paddy acudiese en seguida, abrochándose la camiseta de franela y seguido de Bob, Jack, Hughie y Stu. Meggie señaló a su madre sin decir palabra.

Paddy sintió que el corazón le subía a la garganta. Se inclinó sobre Fee y asió una de sus flaccidas muñecas.

– ¿Qué tienes, querida? -preguntó, en el tono más cariñoso que jamás le hubiesen oídos sus hijos, aunque éstos comprendieron, de algún modo, que era el que empleaba con ella cuando nadie podía oírle.

Ella pareció reconocer aquella voz especial lo suficiente para salir de su desmayo, y sus grandes ojos verdes se fijaron en el rostro de él, tan cariñoso, tan amable, aunque ya no fuese joven.

– Aquí -dijo, señalando una gacetilla casi al pie de la página.

Stuart se había colocado detrás de su madre y apoyado ligeramente una mano en su hombro; antes de empezar a leer el artículo, Paddy miró a su hijo a los ojos, aquellos ojos que tanto se parecían a los de Fee, y asintió con la cabeza. Lo que despertaba sus celos contra Frank no podría provocarlos nunca contra Stuart; como si su amor por Fee les uniese más, en vez de separarlos.

Paddy leyó en voz alta, pausadamente, en un tono que cada vez se hacía más triste. El titular decía: Boxeador condenado a cadena perpetua.

Francis Armstrong Cleary, de veintiséis años, boxeador profesional, ha sido condenado hoy por el tribunal del distrito de Goulburn, por el homicidio de Ronald Albert Cumming, de treinta y dos años, jornalero, en el pasado mes de julio. El jurado dictó su veredicto después de sólo diez minutos de deliberación, y recomendó – la pena más severa que pudiese aplicar el tribunal. El señor juez, Fitz-Hugh Cunneally, declaró que el caso no ofrecía duda. Cumming y Cleary habían discutido violentamente en el bar del «Harbor Hotel», el 23 de julio. La misma noche, más tarde, el sargento Tom Beardsmore de la Policía de Goulburn, acompañado de dos agentes, se presentó en el «Harbor Hotel» a requerimiento del propietario de éste, señor James Ogilvie. En el patio de atrás del hotel, la Policía sorprendió a Cleary en el momento en que estaba pateando la cabeza del inconsciente Cumming. Tenía los puños manchados de sangre y con mechones de cabellos de Cumming. Al ser detenido, Cleary estaba borracho, pero lúcido. Fue acusado de lesiones graves, pero esta acusación se convirtió en la de homicidio, al morir Cumming el día siguiente, a consecuencia de lesiones cerebrales, en el hospital del distrito de Goulburn.

El letrado defensor, señor Arthur Whyte, pidió la absolución, alegando enajenación mental, pero cuatro peritos médicos dictaminaron inequívocamente que, de acuerdo con las leyes MeNaughton, Cleary no podía considerarse demente. Al dirigirse al jurado, el juez Fitz-Hugh Cunneally dijo que no se trataba de una cuestión de culpabilidad o de inocencia, pues la culpa era evidente, pero que les pedía que decidiesen con calma su recomendación de severidad o clemencia, pues se atendría a ella. Al condenar a Cleary, el juez Fitz-Hugh Cunneally, calificó su acción de «salvaje e inhumana» y lamen tó que, por haber sido cometido el crimen en estado de embriaguez y sin premeditación, no pudiese condenarle a morir en la horca, ya que consideraba las manos de Cleary un arma tan mortal como una pistola o un cuchillo. Cleary ha sido condenado a trabajos forzados a perpetuidad, sentencia que habrá de cumplir en el presidio de Goulburn, institución exclusivamente destinada a los presos violentos. Al serle preguntado si tenía algo que decir, Cleary respondió: «No lo digan a mi madre.»

Paddy buscó la fecha en la parte superior de la hoja: 6 de diciembre de 1925.

– Sucedió hace tres años -declaró con desaliento.

Nadie le respondió ni se movió, pues nadie sabía lo que había que hacer; desde delante de la casa, llegó la risa alegre de los gemelos, que estaban hablando a gritos.

– «No… lo digan… a mi madre» -repitió tristemente Fee-. ¡Y nadie lo hizo! ¡Oh, Dios mío! ¡Mi pobre, mi pobre Frank!