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Este último comentario fue el más duro que se le oyó jamás sobre la administración de su hermana.

Ninguno de los presentes se había imaginado tener tanto dinero; permanecieron silenciosos, tratando de asimilar su buena suerte.

– Nunca gastaremos ni la mitad de ese dinero, Paddy -comentó Fee-. No ha dejado nada en que podamos gastarlo.

Paddy la miró cariñosamente. -Lo sé, mamá. Pero, ¿no es estupendo saber que nunca volveremos a pasar apuros de dinero? -carraspeó-. Y ahora, creo que mama y Meggie tendrán que echarnos una mano -siguió diciendo-. Yo fui siempre bastante torpe en cuestión de números; en cambio, mamá sabe sumar, restar, multiplicar y dividir como un profesor de aritmética. Por consiguiente, mamá llevará la contabilidad de Drogheda, en vez de hacerlo la oficina de Harry Gough. Yo no lo sabía, pero Harry tenia un empleado que cuidaba exclusivamente de las cuentas de Drogheda, y ahora falta un hombre en su personal, por lo cual no le importa traspasarnos esta labor. En realidad, fue él quien me sugirió que mamá podía ser una buena contable. Enviará a alguien de Gilly para instruirte debidamente, mamá. Por lo visto, es bastante complicado. Tendrás que llevar el libro Mayor, el de Caja, el Diario, donde hay que anotarlo todo, etcétera. Lo bastante para tenerte muy ocupada, pero sin necesidad de estropearte las manos cocinando y lavando la ropa, ¿no te parece?

Meggie estuvo a punto de gritar: Y yo, ¿qué? ¡Lavé y cociné tanto como mamá!

Fee sonreía ahora, por primera vez desde que se enteró de la noticia sobre Frank.

– Me gustará el trabajo, Paddy, me gustará de veras. Hará que me sienta parte de Drogheda.

– Bob te ensañará a conducir el «Rolls» nuevo, porque tendrás que ir a Gilly, al Banco y a visitar a Harry. Además, te gustará saber que puedes ir en el coche a cualquier parte, sin depender de ning_uno de nosotros. Aquí estamos demasiado aislados. Siempre había querido que las mujeres aprendieseis a conducir, pero, hasta ahora, no habíais tenido tiempo para ello. ¿De acuerdo, Fee?

– De acuerdo, Paddy -declaró ella, satisfecha. -Y ahora, Meggie, vamos a hablar de ti. Meggie dejó el calcetín y la aguja, y miró a su padre con una mezcla de curiosidad y de resentimiento, segura de lo que iba a decir éclass="underline" su madre estaría ocupada con los libros; por consiguiente, ella tendría que cuidar de la casa y de sus alrededores.

– No me gusta verte convertida en una señorita ociosa y caprichosa, como algunas de las hijas de ganaderos a quienes conocemos -dijo Paddy, con una sonrisa que borró todo signo de crítica en sus palabras- Por tanto, voy a hacerte trabajar de firme, Meggie. Pondré a tu cuidado los prados interiores: Borehead, Creek, Carson, Winnemurra y North Tank. Y también cuidarás del Home Paddock. Serás responsable de los caballos, tanto de los que trabajen como de los que se queden en el cprral. Naturalmente, en las temporadas de clasificar los rebaños y de parir las ovejas, trabajaremos todos juntos, pero el resto del tiempo te las arreglarás tú sola. Jack puede enseñarte a manejar los perros y a usar un látigo. Todavía eres como un chico alborotado; por consiguiente, pensé que te gustaría más trabajar en los prados que quedarte rondando por la casa -terminó, sonriendo ampliamente.

El resentimiento y la aprensión habían huido por la ventana mientras él hablaba; volvía a ser papá, que la adoraba y pensaba en ella. ¿Cómo había podido dudar de él? Estaba tan avergonzada de sí misma que tuvo ganas de clavarse la aguja en la pierna, pero también estaba demasiado contenta para pensar demasiado rato en castigarse, y, además, habría sido una manera muy extravagante de expresar su remordimiento.

Su cara se iluminó. -¡Oh, papá! ¡Será estupendo! -¿Y yo, papá? -preguntó Stuart. -Las mujeres ya no te necesitan en la casa; por tanto, volverás a los prados, Stu. -Está bien, papá.

Miró a Fee, vehemente, pero no dijo más. Fee y Meggie aprendieron a conducir el nuevo «Rolls-Royce» que había recibido Mary Carson una semana antes de su muerte, y Meggie aprendió también a manejar los perros, mientras Fee aprendía teneduría de libros.

Si no hubiese sido por la continuada ausencia del padre Ralph, al menos Meggie habría sido completamente feliz. Esto era lo que siempre había deseado hacer: correr a caballo por las dehesas y hacer el trabajo propio de los ganaderos. Sin embargo, la añoranza del padre Ralph persistía; el recuerdo de aquel furtivo beso era como un sueño, como un tesoro, como algo mil veces sentido. Pero el recuerdo no remediaba la realidad; por más que quisiera, no podía evocar la verdadera sensación, sino sólo una sombra de ella, parecida a una tenue y triste nube. Cuando les escribió para hablarles de Frank, su esperanza de que esto le sirviese de pretexto para visitarles se vino al suelo. Describía el viaje a la cárcel de Goulburn para visitar a Frank sopesando las palabras, evitando referirse a la tristeza que le había producido y a la agravación de la psicosis de Frank. En realidad, había tratado en vano de que le recluyesen en el manicomio de Morisset para delincuentes enfermos mentales, pero nadie le había escuchado. Por consiguiente, se limitaba a dar una imagen idealizada de Frank, resignado a purgar sus pecados contra la sociedad, y, en un pasaje fuertemente subrayado, le decía a Paddy que Frank no tenía la menor idea de que ellos estuviesen enterados de lo sucedido. Él había asegurado a Frank que se había enterado por los periódicos de Sydney, y que procuraría que su familia no lo supiera nunca. Al oír esto, decía, Frank había parecido muy aliviado, y no habían vuelto a hablar del tema.

Paddy habló de vender la yegua castaña del padre Ralph. Meggie empleaba para su trabajo en el campo el caballo capón que antes montaba por placer, pues tenía la boca más delicada y era de temperamento más sumiso que las resabiadas yeguas o los toscos capones de los corrales. Los caballos de las dehesas eran inteligentes y raras veces pacíficos. Ni siquiera la total ausencia de garañones hacía que fuesen más amables.

– ¡Oh, papá, por favor! ¡Yo puedo montar también la yegua castaña! -suplicó Meggie-. ¿Qué pensaría el padre Ralph si, después de lo bueno que ha sido con nosotros, volviese un día y se encontrase con que habíamos vendido su caballo?

Paddy la miró reflexivamente.

– Meggie, no creo que el padre vuelva por aquí.

– ¡Pero puede volver! ¡Nunca se sabe!

Sus ojos, tan parecidos a los de Fee, eran irresistibles para él; no podía herir más a su pequeña.

– Está bien, Meggie, guardaremos la yegua; pero empléala regularmente, lo mismo que al capón, pues no quiero tener caballos gordos en Drogheda, ¿sabes?

Hasta entonces, ella había rehuido emplear la montura del padre Ralph; pero, a partir de entonces, usó alternativamente los dos animales, para que ambos se mantuviesen en forma.

Era una gran cosa que la señora Smith, Minnie y Cat, les hubiesen tomado tanta simpatía a los gemelos, pues, con Meggie en las dehesas y Fee sentada horas y horas delante de su escritorio en el salón, los dos pequeños lo pasaban muy bien gracias a aquéllas. Enredaban continuamente, pero con tanto regocijo y tan constante buen humor, que nadie podía estar mucho tiempo enfadado con ellos. Por la noche, en su casita, la señora Smith, convertida al catolicismo desde antiguo, se arrodillaba y daba gracias al cielo con desbordante fervor. No había tenido hijos propios que alegrasen su hogar en vida de Rob, y, durante muchos años, la casa grande había estado vacía de niños, y sus ocupantes tenían prohibido mezclarse con los habitantes de las casitas de los pastores junto al torrente. Pero, cuando llegaron los Cleary, que eran de la estirpe de Mary Carson, hubo al fin niños en la casa. Y los había especialmente ahora, con Jims y Patsy como moradores permanentes en la misma.