El invierno había sido seco, y no llegaban las lluvias de verano. La hierba, que había sido lozana y llegaba hasta las rodillas, empezó a secarse bajo el ardiente sol, hasta hacerse quebradizo el tallo de cada hoja. Para mirar sobre los prados, había que entornar los párpados y bajar el ala del sombrero calado sobre la frente, pues la hierba parecía de azogue, y pequeñas espirales giraban velozmente entre chispeantes espejismos azules, trasladando hojas muertas y hierbas rotas desde un montón agitado a otro no menos bullicioso.
¡Qué sequedad! Incluso los árboles estaban secos, y sus cortezas se desprendían en rígidas y frágiles tiras. Todavía no había peligro de que los corderos se muriesen de hambre -la hierba duraría al menos otro año, tal vez más-, pero a nadie le gustaba verlo todo tan seco. Siempre cabía la posibilidad de que no lloviese el año próximo, o el siguiente. En los años buenos se recogían de diez a quince pulgadas; en los malos, menos de cinco, y, a veces, casi nada en absoluto.
A pesar del calor y de las moscas, a Meggie le gustaba vivir en la dehesa, cabalgar en la yegua castaña detrás de un ruidoso rebaño de corderos, mientras los perros yacían tumbados en el suelo, sacando la lengua, engañosamente distraídos. Que se apartase un solo cordero del apretado hato, y el perro más próximo saldría disparado cenrto un rayo vengativo, dispuesto a hincar sus afilados dientes en una pata de la res.
Meggie cabalgó delante del rebano, con; una sensación de alivio después de respirar polvo durante varios kilómetros, y abrió la puerta del cercadoí Esperó pacientemente a que los perros, satisfechos de esta oportunidad de mostrarle lo que eran capaces de hacer, mordieran y empujaran a los corderos. Esto era más fácil que encerrar el ganado vacuno, pues los bóvidos solían embestir y cocear, y a veces mataban a algún perro descuidado; entonces, el hombre debía estar preparado para intervenir y manejar el látigo, aunque a los perros les gustaba el peligro.
En todo caso, Meggie no cuidaba del ganado vacuno, sino que lo hacía Paddy personalmente.
Los perros fascinaban a Meggie; su inteligencia era fenomenal. La mayor parte de los perros de Dro-gheda eran kelpies, de pelo castaño y patas, pecho y cejas amarillentos, pero también había azules de Queensland, más grandes, de pelambrera de un tono gris azulado con manchas negras, y numerosas variedades fruto del cruce entre ambas razas. Las hembras en celo eran apareadas científicamente y asistidas durante el embarazo y el parto; los cachorros, después de destetados y de haber crecido lo suficiente, eran probados en la dehesa, guardándose o vendiéndose los buenos, y sacrificándose los malos.
Meggie silbó a los perros, cerró la puerta del cercado y emprendió el regreso a casa a lomos de la yegua castaña. Cerca de allí había una gran arboleda, de las especies llamadas Stringybark, Ironbark y Black box, con algún Wilga ocasional en la parte de afuera. Ella se resguardó a la sombra, complacida, y, como le sobraba tiempo, miró extasiada a su alrededor. Los árboles estaban llenos de loritos australianos, que chillaban y silbaban imitando a los pájaros cantores; los pinzones volaban de rama en rama, y dos cacatúas de cresta de azufre, inclinada a un lado de la cabeza, la observaban con ojos chispeantes; los aguzanieves correteaban por el suelo en busca de hormigas, meneando sus absurdas rabadillas, y los cuervos graznaban tristemente y sin descanso. El ruido que los pajarracos emitían era el más lúgubre del repertorio de la pradera, absolutamente desprovisto de alegría, desolado y en cierto modo terrorífico, pues hablaba de carne podrida, de carroña, de moscas de los cadáveres. Imposible imaginar que un cuervo cantase como un ave canora; su grito y su función estaban perfectamente adaptados.
Desde luego, había moscas por todas partes; Meggie llevaba un velo sobre el sombrero, pero sus brazos desnudos eran fácil presa de aquéllas, y la yegua castaña no paraba de oxearlas con la cola, mientras su piel se estremecía constantemente. A Meggie le sorprendía que, a pesar del pelo y del grueso pellejo, pudiesen sentir los caballos algo tan delicado e ingrávido como una mosca. Éstas bebían el sudor, y por eso atormentaban tanto a los caballos y a los hombres; pero había algo que los humanos no les permitían hacer, y por esto se valían de los corderos para el más íntimo objetivo de depositar sus huevos, cosa que hacían en el cuarto trasero de la res o donde la lana era más húmeda y sucia.
El zumbido de las abejas llenaba el aire, y rebullían las brillantes y rápidas libélulas en busca de los canalillos de agua, poblados de mariposas de brillantes colores y de moscardones diurnos. El caballo hizo girar con la pezuña un leño podrido, y Meggie lo observó y sintió un escalofrío. Estaba lleno de gusanos, gordos, blancos y repugnantes, de piojos de la madera y de babosas, de grandes arañas y ciempiés. Surgían conejos de los matorrales, e inmediatamente volvían atrás, levantando nubéculas de polvo y atisbando después, tembloroso el hocico. Más lejos, un equidno apareció en busca de hormigas y se asustó al ver a Meggie. Cavando tan de prisa que sus patas armadas de fuertes garras se ocultaron en pocos segundos, empezó a desaparecer bajo un pesado tronco. Su frenesí era divertido; las afiladas púas se habían aplanado sobre su cuerpo para facilitar la entrada en el suelo, mientras volaban los terrones por el aire.
Meggie salió de la arboleda al camino principal que llevaba a la casa. Una bandada de cacatúas grises se había posado sobre el polvo; buscaban insectos y larvas, y, al acercarse ella, se elevaron en masa. Meggie se sintió como sumergida bajo una ola de un rosa magenta, pues, al pasar las alas y los pechos sobre su cabeza, el gris se convirtió mágicamente en un color rosado vivo. Y pensó: si tuviese que marcharme mañana, para no volver, soñaría en Drogheda como envuelta en una nube de cacatúas de color rosa… La sequía debe aumentar allá a lo lejos, porque los canguros acuden cada vez en mayor número.
En efecto, una gran manada de canguros, quizá de dos mil individuos, se alarmó al ver volar las cacatúas, interrumpió su plácido apacentamiento y se alejó a toda velocidad, con sus largos y ágiles saltos que devoraban las leguas más de prisa que cualquier otro animal, salvo el emú. Los caballos no podían seguirles.
Entre estos deliciosos intermedios de observación de la Naturaleza, Meggie pensaba, como siempre, en Ralph. En su interior, nunca había catalogado lo que sentía por él como un antojo de colegiala; lo llamaba sencillamente amor, como decían los libros. Sus síntomas y sus sentimientos no se diferenciaban en nada de los de una heroína de Ethel M. Dell. Ni le parecía justo que una barrera tan artificial como su condición de sacerdote pudiese interponerse entre ella y lo que quería de él, que era tenerle como marido. Vivir con él como vivía papá con mamá, en perfecta armonía y adorándola él como papá adoraba a mamá. Nunca le había parecido a Meggie que su madre hiciera gran cosa para ganarse la adoración de su padre, y, sin embargo, éste la adoraba. En cuanto a Ralph, pronto vería que vivir con ella era mucho mejor que vivir solo, pues todavía no había llegado a comprender que el sacerdocio de Ralph era algo que éste no podía abandonar en modo alguno. Sí; sabía que estaba prohibido tener a un sacerdote por esposo o por amante, pero se había acostumbrado a salvar esta dificultad despojando a Ralph de su carácter religioso. Su superficial educación católica no había llegado a profundizar en la naturaleza de los votos sacerdotales, y ella no había sentido la necesidad de estudiarla por su cuenta. Poco inclinada a rezar, Meggie cumplía las leyes de la Iglesia sólo porque vulnerarlas significaba arder en el infierno por toda la eternidad.