Выбрать главу

Cerró despacio la puerta de su dormitorio y dejó la lámpara sobre el tocador. Con ágiles dedos, desabrochó los doce botoncitos que iban desde el cuello alto de su vestido hasta las caderas; después, sacó los brazos de las mangas. También sacó los brazos de las mangas del camisolín, y, sujetando éste sobre el pecho, se introdujo en un largo camisón de franela. Sólo entonces, pudorosamente cubierta, se quitó el camisolín, el pantalón y el flojo corsé. Se deshizo el apretado moño de cabellos dorados y dejó las horquillas en una concha encima del tocador. Pero ni siquiera los cabellos, por hermosos, tupidos, brillantes y lisos que fuesen, podían gozar de libertad. Fee levantó los codos sobre la cabeza, se llevó las manos a la nuca y empezó a trenzarlos rápidamente. Después se volvió necia la cama, conteniendo inconscientemente la respiración; pero Paddy dormía, y ella suspiró aliviada. Y no era que fuese mala cosa, cuando Paddy estaba de humor, porque era un amante tímido, cariñoso y considerado. Pero, hasta que Meggie tuviese siquiera seis o siete años, sería muy duro tener más hijos.

2

Cuando los Cleary iban a la iglesia los domingos, Meggie tenía que quedarse en casa con uno de los chicos mayores, esperando el día en que fuese lo bastante mayor para ir ella también. Paddy opinaba que los niños pequeños sólo debían estar en su casa, y esta norma se aplicaba incluso a la casa del Señor. Cuando Meggie fuese ya a la escuela y pudiera confiarse en que se estaría quieta, podría ir a la iglesia. Pero no antes. Por consiguiente, todas las mañanas de domingo permanecía junto a la aulaga de la entrada, desolada, mientras su familia se apretujaba en el viejo calesín y el hermano encargado de cuidar de ella fingía que era una suerte librarse de ir a misa. El único Cleary que se alegraba de no ir con los demás era Frank.

La religión era parte integrante de la vida de Paddy. Cuando se había casado con Fee, la jerarquía católica lo había aprobado a regañadientes, porque Fee pertenecía a la Iglesia anglicana, y, aunque había abandonado su fe por Paddy, se había negado a adoptar la de él. Era difícil decir por qué, como no fuese porque los Armstrong eran viejos pioneros de antigua raigambre anglicana, mientras que Paddy era un pobre inmigrante del otro bando. Mucho antes de que llegasen los primeros colonos «oficiales», los Armstrong estaban ya en Nueva Zelanda, y esto era una credencial en la aristocracia colonial. Desde el punto de vista de los Armstrong, sólo podía decirse que Fee había realizado una lamentable mésalliance.

Roderick Armstrong había fundado el clan de Nueva Zelanda de una manera muy curiosa.

Todo había empezado con un acontecimiento que tendría amplias repercusiones imprevistas en la Inglaterra del siglo xvm: la guerra de la Independencia americana. Hasta 1776, más de mil pequeños delincuentes británicos eran enviados anualmente a Virginia y a las Carolinas, vendidos y sometidos a una servidumbre no mejor que la esclavitud. La justicia británica de aquella época era severa e inflexible; el homicidio, el incendio provocado, el misterioso delito de «personificar egipcios» y el hurto de más de un chelín, eran castigados con la horca. Los delitos menos graves significaban la deportación a las Améri-cas por toda la vida del delincuente.

Pero cuando, en 1776, se cerraron las Américas, Inglaterra se encontró con que no tenía dónde meter una población penal que aumentaba rápidamente. Las cárceles estaban llenas a rebosar, y el exceso se embutía en podridas carracas atracadas en los estuarios de los ríos. Algo había que hacer, y se hizo. Muy a regañadientes, porque significaba gastar unos miles de libras, se ordenó al capitán Arthur Phillip que zarpase con rumbo a la Gran Tierra del Sur. Corría el año 1787. Su flota de once barcos transportaba más de mil convictos, además de los marineros, los oficiales navales y un contingente de infantes de marina. No fue ninguna odisea en busca de la libertad. A finales de enero de 1788, a los ocho meses de zarpar de Inglaterra, la flota llegó a Botany Bay. Su Loca Majestad Jorge III había encontrado un nuevo vertedero para sus condenados: la colonia de Nueva Gales del Sur.

En 1801, cuando sólo tenía veinte años, Roderick Armstrong fue condenado a deportación perpetua. Ulteriores generaciones de Armstrong insistieron en que procedía de una familia noble de Somerset que había perdida su fortuna a causa de la Revolución americana, y en que no había cometido ningún delito, pero nadie se esforzó demasiado en averiguar los antecedentes del ilustre antepasado. Se limitaron a vivir a la sombra de su gloria y de su prestigio improvisado.

Fueran cuales fueren sus orígenes y su posición en la sociedad inglesa, el joven Roderick Armstrong era un sujeto de cuidado. Durante todo el terrible viaje de ocho meses hasta Nueva Gales del Sur, se mostró como un preso rebelde y difícil, tanto más molesto para los oficiales del barco cuanto que se negaba a morir. Cuando llegó a Sydney, en 1803, su comportamiento empeoró aún más, motivo por el cual fue enviado a la isla de Norfolk, a una cárcel para tipos rebeldes. Pero su conducta no mejoró. Le mataron de hambre; le e/icerraron en una celda tan pequeña que no podía tenderse ni sentarse; le azotaron hasta despellejarlo; le encadenaron a una roca en el mar, hasta que casi se ahogó. Y él se burlaba de ellos aunque no era más que un manojo de huesos envuelto en un sucio pellejo, sin un diente en las encías ni un centímetro de piel sana, animado por un fuego interior de ira y desafío que nada parecía poder apagar. Al empezar cada día, se juraba que no iba a morir, y, al terminar cada jornada, se reía satisfecho de seguir con vida.

En 1810, fue enviado a Van Diemen's Land, encadenado en una cuadrilla con la misión de abrir una carretera, en una región de suelo duro como el hierro, más allá de Hobart. A la primera oportunidad, empleó su pico para abrir un agujero en el pecho del soldado que mandaba la expedición; él y otros diez penados asesinaron a otros cinco soldados, arrancándoles la carne de los huesos, centímetro a centímetro, hasta que murieron chillando de dolor. Pues tanto ellos como los guardias eran bestias, criaturas elementales cuyos sentimientos se habían atrofiado hasta convertirse en algo infrahumano. Roderick Armstrong era tan incapaz de escapar dejando a sus verdugos con vida o matándolos rápidamente, como de aceptar su condición de preso.

Con el ron, el pan y el tasajo que quitaron a los soldados, los once hombres se abrieron camino a través de kilómetros de bosque frío y húmedo, hasta llegar a la estación ballenera de Hobart, donde robaron una falúa y se lanzaron al mar de Tasmania, sin comida, ni agua, ni velas. Cuando la falúa atracó en la salvaje costa occidental de la isla de Sur, en Nueva Zelanda, Roderick Armstrong y otros dos hombres seguían con vida. Él no habló nunca de aquel increíble viaje, pero se rumoreó que los tres habían sobrevivido matando y comiéndose a sus compañeros más débiles.

Esto ocurrió nueve años después de haber sido deportado de Inglaterra. Todavía era joven, pero parecía tener sesenta años. Cuando llegaron a Nueva Zelanda los primeros colonos oficialmente autorizados, en 1840, había roturado tierras para él en el rico distrito de Canterbury de la isla de Sur, se había «casado» con una mujer maorí y tenía trece hermosos hijos medio polinesios. Y en 1860, los Armstrong eran aristócratas coloniales, que enviaban a sus hijos varonesa colegios distinguidos de Inglaterra y demostraban sobradamente, con su astucia y su facilidad de adquirir cosas, que eran verdaderos descendientes de un hombre curioso y formidable. James, nieto de Rode-rick, había engendrado a Fiona en 1880, como única hembra entre un total de quince hijos.

Si Fee notaba la falta de los más austeros ritos protestantes de su infancia, no lo dijo nunca. Toleraba las convicciones religiosas de Paddy, asistía a misa con él y cuidaba de que sus hijos adorasen a un Dios exclusivamente católico. Pero, como nunca se había convertido, faltaban algunos pequeños matices, como la acción de gracias antes de las comidas y las oraciones al irse a la cama, que es lo que constituye la santidad de cada día.