El padre Ralph volvió a guardar silencio, contemplando la mesa sin verla. Evocaba la imagen del joven sacerdote al que acababa de 'amonestar, la mirada atormentada de sus ojos al darse cuenta de que ni siquiera le permitirían despedirse de la joven. ¡Dios mío! ¿Qué habría sucedido, si hubiesen sido él y Meg-gie? Eran cosas que podían disimularse una temporada, si uno era discreto, o incluso siempre, si se limitaban las relaciones a las vacaciones anuales. Pero si uno dejaba que una mujer entrase en serio en su vida, su descubrimiento era inevitable.
Había veces en que sólo arrodillándose en el mármol de la capilla del palacio arzobispal, hasta que se quedaba rígido por el dolor físico, podía vencer la tentación de tomar el próximo tren para Gilly y Drogheda. Se había dicho mil veces que esto no era más que un efecto de su soledad, que echaba de menos el calor humano que había conocido en Drogheda. Se decía que nada había cambiado cuando, cediendo a una flaqueza momentánea, había correspondido al beso de Meggie; que su amor por elia pertenecía aún al reino de la fantasía y de la ilusión, que no había adquirido un carácter absorbente y turbador, diferente del de sus primeros sueños. Pues no podía admitir que algo hubiese cambiado, y debía seguir pensando en Meggie como en una niña, rechazando todas las visiones que pudiesen contradecirlo.
Pero estaba equivocado. El dolor no se desvanecía, sino que parecía empeorar, y de una manera más fría, más perversa. Antes, su soledad había sido una cosa impersonal; nunca había podido decirse que la presencia de otro ser en su vida podría remediarla. Pero, ahora, la soledad tenía un nombre: Meggie, Meggie, Meggie, Meggie…
Al salir de su ensoñación, se encontró con que el arzobispo Di Contini-Verchese le estaba mirando sin pestañear, y aquellos ojos grandes y negros estaban llenos de una sabiduría mucho más peligrosa que la de los vivos ojillos redondos de su actual superior. Demasiado inteligente para pretender que aquella atenta inspección era sólo casual, el padre Ralph dirigió a su futuro señor una mirada tan penetrante como la recibida de éste; después sonrió débilmente y se encogió de hombros, como diciendo: Todos tenemos alguna tristeza, y no es pecado recordar un dolor.
– Dígame una cosa, padre -preguntó, en tono suave, el prelado italiano-: Los bienes que usted administra, ¿se han visto afectados por la súbita crisis económica?
– Hasta ahora, no tenemos motivos de preocupación. Eminencia. «Michard Limited» no se ve fácilmente afectada por las fluctuaciones del mercado. Supongo que aquellos que invirtieron sus fortunas más descuidadamente que la señora Carson serán los que sufrirán mayores pérdidas. Desde luego, la explotación de Drogheda resultará más perjudicada; el precio de la lana está bajando. Sin embargo, la señora Carson era demasiado inteligente para comprometer su dinero en empresas rurales; prefería la solidez del metal. Aunque, a mi manera de ver, el momento actual es excelente para comprar inmuebles, y no sólo haciendas en el campo, sino también casas y edificios en las ciudades importantes. Los precios han alcanzado un nivel ridiculamente bajo, pero no pueden mantenerse así por tiempo indefinido. Si comprásemos ahora, creo que estaríamos a salvo de toda pérdida en años venideros. La depresión terminará algún día.
– Así es -confirmó el legado pontificio.
El padre De Bricassart no era sólo un diplomático, sino también un buen hombre de negocios. Desde luego, convenía que Roma no le perdiese de vista.
9
Corría el año 1930, y Drogheda conoció muy bien la depresión. Los hombres andaban en busca de trabajo en toda Australia. Los que podían dejaban de pagar el alquiler y se entregaban a la vana tarea de buscar trabajo cuando no lo había en ninguna parte. Las mujeres y los hijos tenían que arreglarse solos; vivían en refugios de las tierras municipales y hacían cola ante las cocinas de caridad; sus maridos y padres se habían marchado sin rumbo fijo. Los hombres envolvían unos cuantos objetos personales en una manta, ataban ésta y se la cargaban a la espalda, y así empezaban a recorrer caminos, con la esperanza de conseguir al menos comida, si no trabajo, en las haciendas que cruzaban. Valía más trotar por las tierras remotas que dormir en Sydney.
El precio de los alimentos era muy bajo, y Paddy llenó hasta rebosar las despensas y los almacenes de Drogheda. Todos podían estar seguros de que les llenarían las alforjas en Drogheda. Lo extraño era que el desfile de vagabundos cambiaba constantemente; después de comer caliente y de cargar provisiones para el camino, ninguno de ellos intentaba quedarse, sino que seguían en busca de algo que no sabían lo que era. No todos los lugares eran tan hospitalarios y generosos como Drogheda, y esto hacía más difícil comprender por qué no querían quedarse los camínantes. Tal vez el tedio y el absurdo de no tener un hogar, ni un sitio adonde ir, les impulsaba en su vagabundeo. Los más conseguían sobrevivir; algunos morían y, si alguien los encontraba, eran enterrados antes de que los cuervos y los jabalíes dejasen pelados sus huesos. Aquélla era una región inmensa v solitaria.
Stuart volvía a estar permanentemente en la casa, y la escopeta no se hallaba nunca lejos de la puerta de la cocina. Ahora resultaba fácil encontrar buenos pastores, y Paddy tenía nueve mozos anotados en sus libros y que se alojaban en las barracas del campo; por consiguiente, Stuart no hacía falta en las dehesas. Fee dejó de tener el dinero a la vista, y Stuart construyó, para guardarlo, un armario disimulado detrás del altar de la capilla. Pocos vagabundos eran mala gente. Los hombres malos preferían quedarse en las ciudades y en los pueblos grandes, pues la vida en los caminos era demasiado pura, demasiado solitaria, y ofrecía un escaso botín a los malvados. Sin embargo, nadie censuró a Paddy por preocuparse de las mujeres; Drogheda era una mansión famosa, capaz de atraer a los pocos indeseables que andaban por los caminos.
Aquel invierno trajo fuertes tormentas, algunas secas y otras húmedas, y en la primavera y el verano siguientes cayeron lluvias tan abundantes que la hierba de Drogheda creció más alta y lozana que nunca.
Jims y Patsy seguían sus lecciones por correspondencia en la mesa de cocina de la señora Smith, y hablaban de lo que sería Riverview, cuando llegase el momento de ingresar en el internado. Pero la señora Smith se ponía tan husca y triste cuando oía hablar de esto, que los chicos aprendieron a no hablar de su marcha de Drogheda cuando ella podía oírles.
Volvió el tiempo seco; las hierbas altas se secaron por completo y se volvieron plateadas y crujientes en un verano sin lluvia. Avezados, después de vivir diez años en las llanuras negras, a las alternativas de sequías e inundaciones, los hombres se encogían de hombros y se dedicaban a las tareas cotidianas, como si fuesen éstas lo único importante. Y era verdad: lo esencial era sobrevivir entre un año bueno y el siguiente, por mucho que lardase éste en llegar. Nadie podía predecir la lluvia. Había un hombre llamado Iñigo Jones, en Brisbane, que no era torpe en las predicciones meteorológicas a largo plazo, fundándose en un nuevo concepto de la actividad de las manchas solares; pero, en las llanuras negras, nadie daba mucho crédito a lo que decía. Bien estaba que las novias de Sydney y Melbourne le pidiesen sus horóscopos; los hombres de los llanos seguirían aferrados a su viejo escepticismo.
Durante el invierno de 1932, volvieron las tormentas secas, junto con un frío muy intenso, pero la hierba fresca conservó un mínimo de polvo y las moscas fueron menos numerosas que de costumbre. En cambio, fue mala cosa para los corderos recién esquilados, que temblaban lastimosamente. La señora de Dominic O'Rourke, que vivía en una casa de madera no demasiado elegante, gustaba de recibir visitantes de Sydney; y uno de los números más interesantes de su programa era visitar la mansión de Drogheda, para mostrar a sus invitados que también había, en las llanuras negras, algunas personas que vivían agradablemente. Y el tema de la conversación derivaba siempre hacia aquellos corderos pellejudos y con aspecto de ratas ahogadas, que tendrían que hacer frente al invierno sin los vellones de lana de doce o quince centímetros que tendrían al llegar los calores del verano. Pero, como dijo gravamente Paddy a uno de los visitantes, esto hacía que la lana fuese mejor. Y lo que importaba era la lana, no el cordero. Poco después de hacer esta declaración, se publicó en el Sydney Morning Herald una carta pidiendo la pronta aprobación de una ley que terminase con la llamada «crueldad del ganadero». La pobre señora O'Rourke se quedó horrorizada; en cambio, Paddy se rió hasta que le dolieron las costillas.