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– Menos mal que ese estúpido no vio nunca cómo un esquilador rajaba la panza de un cordero y la cosía con una aguja saquera -dijo, para consolar a la espantada señora O'Rourke-. No debe preocuparse por esto, señora Dominic. Los de la ciudad no saben cómo vive la otra mitad de la población y pueden permitirse el lujo de mimar a sus animales como si éstos fuesen niños. Pero aquí es diferente. Aquí, no verá usted nunca que deje de prestarse ayuda al hombre, la mujer o el niño, que la necesiten; en cambio, en la ciudad, los mismos que miman a sus animales hacen los oídos sordos a los gritos de socorro de los seres humanos.

Fee levantó la cabeza.

– Él tiene razón, señora Dominic -dijo-. Todos sentimos desprecio por lo que abunda demasiado. Aquí, son los corderos; en la ciudad, es la gente.

Sólo Paddy estaba en un campo lejano aquel día de agosto en que estalló la gran tormenta. Se apeó de su caballo, ató el animal a un árbol y se sentó debajo de un wilga a esperar que pasara la tempestad.

Sus cinco perros, temblando de miedo, se acurrucaron a su alrededor, mientras que los corderos que había tratado de llevar a otra dehesa se dividían en grupitos excitados y corrían desorientados en todas direcciones. Paddy se tapó los oídos con los dedos, cerró los ojos y rezó.

No lejos de donde se encontraba, con las colgantes hojas del wilga susurrando sobre su cabeza a impulso del vendaval, había una serie de troncos y tocones muertos, rodeados de altas hierbas. Y, en medio del blanco y esquelético montón, se erguía un grueso eucalipto, también muerto, apuntando a las negras nubes con su desnudo tronco de doce metros de altura, terminado en una punta mellada y afilada.

Un resplandor azul, tan intenso que hirió los ojos de Paddy a través de sus cerrados parpados, hizo que éste se pusiera en pie de un salto y cayese después de espaldas, como un juguete derribado por la onda expansiva de una enorme explosión. Al levantar la cara del suelo, pudo ver la apoteosis final del rayo que dibujaba temblorosas y brillantes aureolas purpúreas y azules-alrededor del eucalipto muerto; después, sin tener apenas tiempo de comprender lo que ocurría, vio que el fuego prendía en todas partes. La última gota de agua se había evaporado hacía tiempo de los tejidos de la marchita arboleda, y la hierba era alta y estaba seca como papel. Como una respuesta desafiante de la tierra al cielo, el árbol gigantesco lanzó un chorro de llamas a lo lejos; al mismo tiempo, el fuego prendió en los troncos y tocones -que le rodeaban, y, alrededor del centro, surgieron círculos de llamas que giraban y giraban a impulso del viento. Paddy no tuvo siquiera tiempo de llagar a su caballo.

El fuego prendió en el seco wilga, y estalló la resina acumulada en el meollo de éste. Dondequiera que mirase Paddy, había murallas sólidas de fuego; los árboles ardían furiosamente y, debajo de sus pies, rugía la hierba en llamaradas. Oyó los relinchos de su caballo y pensó que no podía dejar morir al animal atado e impotente. Un perro aulló, y su aullido se transformó en un grito de agonía casi humano. Por unos momentos, resplandeció y bailó como una antorcha viva, para derrumbarse al fin sobre la hierba ardiente. Más aullidos de los otros perros, que huían desesperados, quedaron envueltos en el incendio que, impulsado por el viento, avanzaba más de prisa que cualquier ser corredor o alado. Un meteoro llameante chamuscó los cabellos de Paddy, mientras éste decidía, en una fracción de segundo, la mejor manera de llegar hasta su caballo. Al bajar los ojos, vio una cacatúa grande que se estaba asando a sus pies.

De pronto, Paddy comprendió que había llegado el fin. No había manera de salir de aquel infierno, a pie o a caballo. Mientras pensaba esto, un árbol reseco que había detrás de él vomitó llamas en todas direcciones, al estallar la goma que había en su interior. La piel de los brazos de Paddy se arrugó y empezó a ennegrecerse, y sus cabellos se oscurecieron al fin, pero adquiriendo un nuevo brillo. Era una muerte indescriptible, pues el fuego trabajaba desde fuera hacia dentro. Él cerebro y el corazón son los últimos que dejan de funcionar. Con sus ropas ardiendo, Paddy corrió, chillando, chillando, a través de la hoguera. Y, en cada uno de sus gritos, estaba el nombre de su mujer.

Todos los demás hombres llegaron a Drogheda antes que la tormenta, metieron sus monturas en el corral y se encaminaron a la casa grande o a las cabanas de los peones. En el salón de Fee, brillantemente iluminado y con una buena fogata en la chimenea de mármol rosa y crema, hallábanse sentados los jóvenes Cleary, escuchando la tormenta, sin ganas de salir al exterior a contemplarla. El agradable y penetrante aroma de la leña de eucalipto que ardía en el hogar, combinada con el olor de los pasteles y bocadillos en el carrito del té, era demasiado seductor. Nadie esperaba que Paddy se atreviese a volver.

Cerca de las cuatro, las nubes se alejaron hacia el Este, y todos respiraron con inconsciente alivio, porque era imposible permanecer tranquilo durante una tormenta seca, aunque todos los edificios de Drogheda estaban provistos de pararrayos. Jack y Bob salieron al exterior para, según dijeron, respirar un poco de aire fresco, pero, en realidad, para expulsar su contenido aliento.

– ¡Mira! -dijo Bob, señalando hacia el Oeste.

Sobre los árboles que cercaban el Home Paddock, se elevaba una gran cortina de humo bronceado, con sus bordes desflecados por el fuerte viento.

– ¡Dios mío! -gritó Jack, entrando en la casa y corriendo al teléfono.

– ¡Fuego, fuego! -gritó a través del micrófono, y todos se volvieron a mirarle, boquiabiertos, y corrieron al exterior, a ver lo que pasaba-. ¡Un incendio en Drogheda! ¡Y muy grande!

Después, colgó el aparato; no tenía que decir más para que se enterasen los de la central de Gilly y todos los abonados que solían descolgar sus aparatos al primer timbrazo. Aunque no se había producido ningún incendio importante en el distrito de Gilly desde la llegada de los Cleary a Drogheda, todo el mundo sabía lo que había que hacer.

Los muchachos corrieron en busca de caballos y los mozos empezaron a salir de sus cabanas, mientras la señora Smith abría uno de los almacenes y empezaba a sacar docenas de cubos. El humo se veía hacia el Este y el viento soplaba de aquella dirección, lo cual significaba que el fuego avanzaba hacia la casa. Fee se quitó la larga falda y se puso unos pantalones de Paddy, y, después, corrió con Meggie hacia las caballerizas; serían necesarias todas las manos capaces de agarrar un cubo.

En la cocina, la señora Smith empezó a llenar el horno de leña, mientras las doncellas descolgaban grandes ollas de sus ganchos.

– Menos mal que ayer matamos un ternero -dijo el ama de llaves-. Aquí está la llave de la bodega, Minnie. Tú y Cat traed toda la cerveza y el ron que tenemos y mojad rebanadas de pan, mientras yo hago el estofado. Y de prisa, ¡de prisa!

Los caballos, asustados por la tormenta, habían olido el humo y eran difíciles de ensillar; Fee y Meggie sacaron los dos inquietos pura sangre de la caballeriza al patio, para manejarlos mejor. Cuando Meggie trataba de ensillar la yegua castaña, dos vagabundos llegaron corriendo por el camino que venía de la carretera de Gilly.