– ¡Fuego, señora, fuego! ¿Tienen un par de caballos disponibles? ¡Dennos unos cuantos cubos!
– Allí, en los corrales. ¡Dios mío! ¡Ojalá ninguno de los nuestros se encuentre allí! -deseó Meggie, que no sospechaba dóndo estaba su padre.
Los dos hombres agarraron los cubos que les ofrecía la señora Smith. Bob y los hombres se habían marchado hacía cinco minutos. Los dos vagabundos les siguieron, y, en último lugar, Fee y Meggie galoparon torrente abajo, lo vadearon y corrieron en dirección al humo.
Detrás de ellas, Tom, el jardinero, acabó de llenar el coche-cuoa, bombeando agua del caudal, y puso el motor en marcha. Desde luego, nada que no fuese un fuerte chaparrón podía dominar un incendio de tales dimensiones, pero podían necesitarle para remojar los odres y la gente que los llevaba. Mientras ponía primera para que el vehículo remontase la empinada orilla del torrente, miró un momento atrás para observar la vacía casa del mayoral y las dos casitas desocupadas detrás de aquélla; eran el único punto flaco de la gran mansión, el único lugar donde había cosas combustibles lo bastante próximas a los árboles de la orilla opuesta del torrente para extender a ellos el incendio. El viejo Tom miró hacia el Oeste, meneó la cabeza con súbita decisión y, cruzando de nuevo el torrente, remontó la orilla opuesta con su vehículo. No podrían detener el fuego en la dehesa; tendrían que volver. Aparcó en lo alto de la quebrada, justamente al lado de la casa del mayoral, conectó la manguera con el depósito y empezó, a remojar el edificio; después, pasó a las dos casas más pequeñas y las roció igualmente. Era lo más útil que podía hacer: mantener aquellos tres edificios tan mojados que el fuego no pudiese prender en ellos.
Mientras Meggie cabalgaba al lado de Fee, la amenazadora nube de humo crecía por el Oeste y el olor del incendio se hacía cada vez más penetrante. Oscurecía; los animales que huían del fuego pasaban en número creciente por la dehesa; canguros y cerdos salvajes, corderos y bueyes aterrorizados, emús y goannas, y miles de conejos. Bob dejaba las puertas abiertas, observó ella, al ir de Borehead a Billa-Billa; todas las dehesas de Drogheda tenían un nombre. Pero los corderos eran tan estúpidos que se daban de cabeza en una valla y se quedaban allí, sin ver la puerta que tenían a un metro de distancia.
El fuego había avanzado quince kilómetros cuando se acercaron a él, y se estaba extendiendo también lateralmente, en un frente que crecía a cada instante. Al ver que el fuerte viento y las hierbas secas lo propagaban de arboleda en arboleda, detuvieron sus asustadas y jadeantes monturas, y miraron desatentadamente hacia el Oeste. Era inútil tratar de detener aquí el incendio; ni un ejército habría podido conseguirlo. Tenían que volver a la marfsión y defenderla, si podían. El frente tenía ya ocho kilómetros de anchura; si no espoleaban sus cansadas monturas, podían verse alcanzados y rebasados por él. Mala cosa para los corderos, sí, muy mala. Pero no podían hacer nada.
El viejo Tom estaba todavía rociando las casas del torrente cuando ellos vadearon el poco profundo cauce.
– ¡Bravo, Tom! -gritó Bob-. Aguanta hasta que el calor sea demasiado fuerte, pero no esperes al ultimo momento. Nada de heroísmo temerario; tú eres más importante que unos trozos de madera y de cristal.
Los alrededores de la casa grande estaban llenos de automóviles, y más faros oscilaban y resplandecían en la carretera de Gilly. Un nutrido grupo de hombres les estaba esperando, cuando llegó Bob a los corrales de los caballos.
– ¿Es muy grande, Bob? -preguntó Martin King.
– Temo que demasiado para poder atajarlo -respondió tristemente Bob-. Calculo que tendrá unos ocho kilómetros de anchura, y, con este viento, avanza casi a la velocidad de un caballo al galope. No sé si podremos salvar la casa, pero pienso que Horry debería aprestarse a defender la suya. El recibirá el golpe siguiente, pues no veo manera de detener el fuego.
– Bueno, la verdad es que hacía tiempo que no habíamos tenido un gran incendio. El último estalló en 1919. Organizaré un grupo para ir a Beel-Beel, pero somos muchos y aún llegarán más. Gilly puede movilizar casi quinientos hombres para luchar contra un incendio. Algunos de nosotros nos quedaremos aquí para ayudar. Afortunadamente, estoy muy al oeste de Drogheda; es cuanto puedo decir.
Bob hizo una mueca.
– ¡Vaya un consuelo, Martin!
Martin miró a su alrededor.
– ¿Dónde está su padre, Bob?
– Al oeste del fuego, tal vez en Bugela. Fue a Wüga a buscar unas cuantas ovejas para la reproducción, y Wilga está al menos a ocho kilómetros del lugar donde empezó el fuego, si no me equivoco.
– ¿No hay otros hombres en peligro?
– No, gracias a Dios.
En cierto modo, esto era como una guerra, pensó Meggie, al entrar en la casa: movimientos calculados, abastecimiento de comida y de bebida, conservación del ánimo y del valor. Y la amenaza de un desastre inminente. Iban llegando más hombres, que se reunían con los que estaban ya en el Home Pad-dock talando los árboles que habían crecido junto a la orilla del torrente y eliminando todas las hierbas altas del perímetro. Meggie recordó que, al llegar a Drogheda, había pensado que el Home Paddock habría podido ser mucho más bonito, pues, comparado con las arboledas que lo circundaban, aparecía triste y desnudo. Ahora comprendía la razón. El Home Paddock no era más que una gigantesca defensa circular contra el fuego.
Todos hablaban de los incendios que había padecido Gilly en sus setenta y pico de años de existencia. Aunque pareciese extraño, el fuego no solía constituir una amenaza importante durante las sequías prolongadas, pues no había hierba suficiente para alimentarlo. Era en épocas como ésta, un año o dos después de las fuertes lluvias que hacían crecer ubérrima la hierba, cuando se producían en Gilly los grandes incendios, que a veces calcinaban cientos de kilómetros cuadrados.
Martin King se había puesto al frente de los trescientos hombres que se habían quedado para defender Drogheda. Era el ganadero más veterano del distrito y había combatido incendios desde hacía cincuenta años.
– Tengo ciento cincuenta mil acres en Bugela -dijo-, y, en 1905, me quedé sin un cordero y sin un árbol. Tardé quince años en recobrarme, y hubo un tiempo en que pensé que no lo conseguiría, pues ni la lana ni los bueyes se cotizaban mucho en aquella época.
El viento seguía ululando y el olor a chamusquina flotaba por todas partes. Había caído la noche, pero el cielo' por occidente resplandecía con fulgor maligno, y el humo empezaba a hacerles toser a todos. Poco después, vieron las primeras llamas, grandes lenguas de fuego que brotaban y se elevaban en espiral a treinta metros de altura, penetrando en el humo, y a sus oídos llegó un rugido parecido al de una multitud sobrexcitada en un campo de fútbol. Los árboles que limitaban el Home Paddock por el Oeste se encendieron formando una capa sólida de fuego, y Meggie, que lo observaba petrificada desde la galería de la casa, pudo ver unas siluetas de pigmeos recortadas sobre aquélla, corriendo y saltando como almas angustiadas en el infierno.
– ¡Meggie! ¿Quieres entrar y guardar estas fuentes en la alacena? Esto no es una merienda en el campo, ¿sabes? -dijo la voz de su madre, y ella entró de mala gana.
Dos horas más tarde, la primera tanda de hombres agotados llegó tambaleándose en busca de algo de comer y de beber, para recobrar fuerzas y seguir luchando. Para esto habían trabajado las mujeres de la casa, para asegurarse de que habría estofado y pan, y té y ron y cerveza en abundancia, incluso para trescientos hombres. En un incendio, todos hacían lo más adecuado a sus condiciones, y, por consiguiente, las mujeres cocinaban para que los hombres conservasen su superior fuerza física. Las cajas de bebidas se vaciaban y eran sustituidas por otras; negros de hollín y jadeantes de fatiga, los hombres nacían un alto en su tarea para beber copiosamente y meterse grandes pedazos de pan en la boca, despachar un plato de estofado cuando se había enfriado un poco, y tragar una última copa de ron antes de volver a la lucha contra el fuego.