En sus idas y venidas de la casa a la cocina, Meggie observaba el incendio, pasmada y aterrorizada. Tenía, a su manera, una belleza que no era de este mundo, que venía de los cielos, de soles tan lejanos que su luz llegaba fría, de Dios y del diablo. El frente se había extendido hacia el Este; ahora estaban completamente rodeados, y Meggie podía captar detalles que el confuso holocausto del frente no permitía ver. Había formas negras y anaranjadas y rojas y blancas y amarillas; la negra silueta de un árbol muy alto aparecía revestida de una capa anaranjada, temblorosa y brillante; ascuas rojas saltaban y hacían piruetas en el aire, como fantasmas traviesos; los corazones exhaustos de los árboles quemados tenían pulsaciones amarillas, y se produjo una rociada de chispas carmesíes al estallar un eucalipto, y llamas blancas y anaranjadas brotaron súbitamente de algo que se había resistido, pero que cedía al fin. ¡Oh, sí! Un bello espectáculo en la noche, que ella recordaría mientras viviese.
Un súbito aumento de la velocidad del viento hizo que todas las mujeres se encaramasen al tejado envueltas en sacos mojados, pues todos los hombres estaban en el Home Paddock. Amparándose en sus sacos mojados, chamuscándose las manos y las rodillas a pesar de aquéllos, apagaban las brasas que habían caído en el tejado, temerosos de que la chapa de hierro cediese bajo los tizones y éstos cayesen sobre las armazones de madera. Pero lo peor del incendio estaba a quince kilómetros al Este, en Beel-Beel.
La casa solariega de Drogheda se hallaba a menos de cinco kilómetros del borde oriental de la propiedad, que era el más próximo a Gilly. Beel-Beel colindaba por allí, y más allá, más hacia el Este, se encontraba Narrengang. Cuando el viento alcanzó velocidades de sesenta a noventa kilómetros por hora, todo el distrito supo que nada, salvo la lluvia, podría impedir que el incendio durase varias semanas y asolara cientos de kilómetros de tierras de primera calidad.
Las casas de la orilla del torrente habían soportado las más furiosas arremetidas del fuego, gracias a Tom, que, como loco, llenaba el coche cuba, rociaba las casas con la manguera, volvía a llenar aquél y volvía a rociar éstas. Pero, cuando aumentó el ventarrón, el fuego prendió en las casas, y Tom se retiró, llorando.
– Más bien debería arrodillarse y dar gracias a Dios de que el viento no aumentase cuando teníamos el frente del incendio por el lado oeste -le dijo Martin King-. De haber sido así, habría desaparecido la casa grande, y nosotros corí ella. ¡Dios mío! ¡Ojalá estén bien los de Beel-Beel!
Fee le ofreció una copa grande llena de ron; Martin King no era joven, pero había luchado sin descanso y dirigido las operaciones con mano maestra.
– ¡Qué cosa más tonta! -replicó Fee-. Cuando parecía que todo estaba perdido,,,sólo se me ocurría pensar en las cosas más raras. No pensaba en la muerte, ni en mis hijos, ni en esta hermosa casa convertida en ruinas. Sólo podía pensar en mi cesta de costura, en mi labor de punto sin terminar, en la caja de botones extraños que vengo guardando desde hace años, en unos pasteles en forma de corazón que Frank me confeccionó años atrás. ¿Cómo podría sobrevivir sin estas cosas? Pequeneces, ¿sabe?, pero que no pueden remplazarse ni comprarse en una tienda.
– En realidad, eso les ocurre a la mayoría de las mujeres. Las reacciones de la mente son muy curiosas. Recuerdo que, en 1905, mi esposa volvió a la casa, sólo para buscar un trozo de bordado que estaba haciendo, mientras yo corría detrás de ella gritando como un loco. -Hizo un guiño-. Pudimos salir a tiempo, aunque perdimos la casa. Cuando construí la nueva, lo primero que hizo fue terminar aquel bordado. Era uno de aquellos tapetitos anticuados, ya sabe. Y en él se leía: «Hogar, Dulce Hogar.» -Dejó la copa vacía y meneó la cabeza, pensando las rarezas de las mujeres-. Tengo que marcharme. Gareth Davies nos necesitará en Narrengang, y, si no me equivoco, también nos necesitará Angus en Rudna Hu-nish.
Fee palideció.
– ¡Oh, Martin! ¿Tan lejos?
– Se ha dado la alarma, Fee. Booroo y Bourke están reclutando gente.
El fuego siguió avanzando hacia el Este durante otros tres días, ensanchándose cada vez más; de pronto, cayó una fuerte lluvia que duró casi cuatro días y apagó hasta la última brasa. Pero había recorrido más de ciento cincuenta kilómetros, dejando un surco ennegrecido de más de treinta de anchura, que atravesaba Drogheda y seguía hasta el Mmite de la última propiedad oriental del distrito de Gillanbone: Rudna Hunish.
Hasta que empezó a llover, nadie había esperado que llegase Paddy, al que creían a salvo al otro lado de la zona quemada, aunque separado de ellos por el suelo calcinado y por los árboles que aún ardían. Si el fuego no hubiese cortado la línea telefónica, pensó Bob, sin duda les habría llamado Martin King, pues era lógico que Paddy se hubiese dirigido al Oeste para refugiarse en la casa solariega de Bugela. Pero cuando, después de seis horas de lluvia, siguió Paddy sin dar señales de vida, empezaron a inquietarse. Durante casi cuatro días, se habían estado diciendo que no había motivo para alarmarse, que sin duda, al ver cortado el camino de regreso, había decidido esperar para volver directamente a casa.
– Ya debería estar aquí -dijo Bob, paseando arriba y abajo en el salón, mientras los otros le observaban.
Lo irónico del caso era que la lluvia había traído un aire helado, y una vez más ardía el fuego en la chimenea de mármol.
– ¿Qué piensas, Bob? -preguntó Jack.
– Pienso que ya es hora de que salgamos en su busca. Puede estar herido, o es posible que tenga que hacer a pie el largo camino de regreso. El caballo pudo asustarse y derribarlo, y quién sabe si estará tendido en algún lugar, sin poder andar. Tenía comida para la noche, pero no para cuatro días, aunque no puede haberse muerto de hambre en tan poco tiempo. Bueno, de momento no debemos excitarnos demasiado; por consiguiente, no voy a llamar a los hombres de Narrengang. Pero, si no le hemos encontrado antes de la noche, iré a ver a Dominic, y mañana movilizaremos todo el distrito. ¡Si al menos esos imbéciles de la compañía telefónica reparasen la línea…!
Fee estaba temblando, y su mirada era febril, casi salvaje.
– Me pondré unos pantalones -dijo-. No puedo quedarme aquí esperando.
– ¡Quédate en casa, mamá! -le suplicó Bob.
– Si está herido, Bob, puede hallarse en cualquier parte y en malas condiciones. Enviaste los hombres a Narrengang, y somos muy pocos los que quedamos para la búsqueda. Yo iré con Meggie, y, entre las dos, podremos hacer frente a cualquier cosa que encontremos; en cambio, si no acompaño a Meggie, ésta tendrá que ir con uno de vosotros y de poco servirá, aparte de que también yo puedo ayudar.
Bob cedió.
– Está bien. Puedes montar el capón de Meggie; ya lo hiciste cuando el incendio. Que cada cual lleve un rifle y muchos cartuchos.
Cruzaron el torrente y se adentraron en el paisaje asolado. Nada verde o castaño quedaba en parte alguna; sólo una vasta extensión de negros carbones empapados en agua y que todavía humeaban incomprensiblemente después de muchas horas de lluvia. Las hojas de todos los árboles aparecían enroscadas en flaccidos colgajos, y, en los que habían sido prados, podían ver, aquí y allá, pequeños bultos negros, que eran corderos atrapados por el fuego, o un ocasional bulto más grande, que había sido un cerdo o un ternero. Las lágrimas se mezclaron con la lluvia sobre sus rostros.
Bob y Meggie cabalgaban en vanguardia; Jack y Hughie, en el centro, y Fee y Stuarf cerraban la marcha. Para Fee y Stuart, era un viaje tranquilo; se consolaban al sentirse juntos, sin hablar, gozando de su mutua compañía. A veces, los caballos se juntaban o se separaban a la vista de algún nuevo horror, pero esto no parecía impresionar a la última pareja de jinetes. El barro hacía que su marcha fuese lenta y pesada, pero la hierba quemada formaba una especie de estera sobre el suelo que servía de apoyo a las pezuñas de los caballos. Y a cada paso esperaban ver aparecer a Paddy sobre el lejano y plano horizonte, pero pasaba el tiempo y no daba señales de vida.