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Con el corazón atribulado, comprobaron que el fuego había empezado mucho más allá de lo que se imaginaban, en la dehesa de Wilga. Las nubes de tormenta debieron disimular el humo hasta que el fuego hubo avanzado un largo trecho. La tierra de la línea divisoria era asombrosa. A un lado de un claro, el suelo era negro, como el alquitrán; mientras que, al otro lado, el campo era como siempre había sido, amarillo y azul, triste bajo la lluvia, pero vivo. Bob se detuvo y retrocedió para hablar a los demás.

– Bueno, empezaremos aquí. Yo me dirigiré hacia el Oeste; es la dirección más probable y soy el más fuerte. ¿Tenéis todos muchas municiones? Bien. Si encontráis algo, disparad tres veces al aire, y los que los oigan, que respondan con un solo disparo. Después, esperad. El que haya hecho los tres disparos, seguirá repitiéndolos cada cinco segundos. Y los que los oigan responderán con uno cada vez.

»Tú, Jack, marcha hacia el Sur, siguiendo la línea del incendio. Tú, Hughie, ve hacia el Sudoeste. Mamá y Meggie irán hacia el Noroeste, y Stu, hacia el Norte, siguiendo la línea del fuego. Y marchad despacio, por favor. La lluvia no permite ver muy lejos, y, en algunos puntos, hay mucha leña quemada. Gritad con frecuencia; podría darse el caso de que él no pudiese veros, pero sí oíros. Pero, sobre todo, no disparéis a menos que encontréis algo, porque él no se llevó ningún arma, y si oyese un disparo y estuviese demasiado lejos para hacer oír su voz, sería horrible para él.

«Suerte, y que Dios os bendiga.»

Como peregrinos en la última encrucijada, se separaron bajo la persistente lluvia gris, alejándose más y más unos de otros, empequeñeciéndose, hasta desaparecer en las direcciones que les habían sido asigna nadas.

Stuart había avanzado menos de un kilómetro cuando advirtió un grupo de árboles calcinados muy cerca de la línea de demarcación del fuego. Había un pequeño wilga, tan oscuro y ensortijado como los cabellos de un negrito, y los restos de un gran tocón cerca del carbonizado lindero. Y entonces vio el caballo de Paddy, caído y con las patas abiertas, junto al tronco de un gran eucalipto, así como dos perros, bultitos negros y rígidos que apuntaban al cielo con las patas. Descabalgó, hundiéndose en el barro hasta los tobillos, y sacó el rifle de su funda. Sus labios se movieron, murmurando una oración, mientras avanzaba sobre el suelo resbaladizo y entre los troncos carbonizados. De no haber sido por el caballo y los perros, habría esperado que hubiese sido algún vagabundo el sorprendido por el fuego. Pero Paddy llevaba su caballo y cinco perros, mientras que los vagabundos iban a pie y les acompañaba un perro como máximo. Y estos terrenos se hallaban demasiado en el interior de Drog-heda para pensar en algún pastor o mozo de Bugela, procedente del Oeste. Más allá, había otros tres perros incinerados; cinco, en total. Sabía que no encontraría un sexto, y no lo encontró.

Y no lejos del caballo, oculto detrás de un leño, estaba lo que había sido un hombre. No había confusión posible. Brillando bajo la lluvia, aquella masa negra yacía boca arriba, y su espalda aparecía doblada como un arco grande, de modo que sólo tocaba el suelo con las nalgas y los hombros. Los brazos estaban abiertos y doblados en los codos como suplicando al cielo, y la carne había caído de los dedos, dejando al descubierto unos huesos calcinados como garras cerradas sobre nada. También las piernas se veían separadas y dobladas en las rodillas, y lo que quedaba de la cabeza miraba sin ojos al cielo.

Por un instante, la clara y lúcida mirada de Stuart se fijó en su padre y no vio el arruinado envoltorio, sino el hombre, tal como había sido en vida. Apuntó su rifle al cielo, disparó, cargó, hizo un segundo disparo, cargó de nuevo y disparó por tercera vez. Oyó débilmente, a lo lejos, un disparo de respuesta, y después, más débil y más lejano, otra detonación. Entonces pensó que el disparo más próximo debía ser de su madre y su hermana. Ellas estaban al Noroeste, y él, al Norte. Sin esperar a que pasaran los cinco minutos convenidos, introdujo otro cartucho en el cargador del rifle, apuntó hacia el Sur y disparó. Dejó transcurrir unos segundos antes de cargar de nuevo; hizo un segundo disparo, volvió a cargar e hizo fuego por tercera vez. Dejó el arma en el suelo y miró hacia el Sur, con la cabeza ladeada, escuchando. Esta vez, la primera respuesta le llegó del Oeste, de Bob; Ja segunda, de Jack o de Hughie, y la tercera, de su madre. Suspiró aliviado; no quería que las mujeres fuesen las primeras en llegar.

Por eso no vio al enorme jabalí salir de entre los árboles situados al Norte; pero lo olió. Grande como una vaca, avanzaba oscilando sobre sus cortas y vigorosas patas, con la cabeza agachada, hozando el quemado y mojado suelo. Los disparos le habían inquietado y, además, estaba herido. Los ralos pelos negros de un costado habían sido socarrados por el fuego, lo mismo que la piel, dejando una llaga en carne viva; lo que Stuart había olido, mientras miraba hacia el Sur, era el agradable olor de la piel de cerdo quemada, como la que exhala el cuarto delantero recién sacado del horno, tostado y quebradizo por debajo del arrancado colmillo. Sorprendido por el curioso dolor callado que parecía habitual en él, volvió la cabeza y tuvo la impresión de haber estado aquí con anterioridad, de que este lugar negro y mojado había permanecido grabado en un rincón de su cerebro desde el día mismo de su nacimiento.

Se agachó y agarró el rifle, recordando que no estaba cargado. El jabalí se encontraba completamente inmóvil, con sus ojillos rojos enloquecidos de dolor y sus grandes colmillos amarillos afilados y encorvados hacia arriba hasta formar un semicírculo. El caballo de Stuart piafó, al oler a la fiera; el enorme jabalí volvió la cabeza para observarle y, después, la bajó para embestir. Stuart vio su única oportunidad en el hecho de que el jabalí había desviado su atención hacia el caballo, y, rápidamente, abrió la recámara del rifle y buscó una bala en el bolsillo de su chaqueta. La lluvia seguía cayendo en torno suyo, amortiguando los otros sonidos con su monótono repiqueteo. Pero el animal oyó el ruido del cerrojo y, en el último momento, cambió la dirección de su embestida y atacó a Stuart. Éste lo tenía casi encima cuando disparó, acertándole en el pecho, pero sin conseguir detenerle. La bestia torció los colmillos hacia arriba y de costado, y le enganchó por la ingle. Stuart cayó, y la sangre brotó a raudales, como de un grifo abierto, y le empapó la ropa y se extendió por el suelo.

El jabalí, volviéndose torpemente al empezar a sentir los efectos de la bala, quiso embestirle de nuevo, vaciló, se tambaleó y cayó. Sus sesenta kilos se derrumbaron sobre Stu, aplastándole la cara sobre el barro pegajoso. Por un instante, el joven arañó el suelo, en un frenético y vano esfuerzo por liberarse. Había llegado, pues, lo que él había presentido siempre, la causa de que nunca hubiese esperado, ni soñado, ni planeado nada, prefiriendo permanecer sentado y observar la vida con tal intensidad que no había tenido tiempo de lamentarse del destino que le esperaba. Pensó: ¡Mamá, mamá! ¡Ya no podré estar contigo, mamá!, mientras el corazón estallaba dentro de su pecho.

– ¿Por qué no habrá seguido disparando Stu? -preguntó Meggie a su madre, mientras trotaban en la dirección de las dos primeras y triples ráfagas de disparos, desesperadas por no poder avanzar más de prisa sobre el barro.