Выбрать главу

– Supongo que pensó que ya le habíamos oído -dijo Fee. Pero, en lo más recóndito de su mente, recordaba la expresión de Stuart cuando se habían separado, y cómo le había estrechado una mano y cómo le había sonreído-. Ya no podemos estar lejos -añadió, obligando a su montura a pasar a un medio galope torpe y deslizante.

Pero Bob había llegado antes, y también Jack, y ambos detuvieron a las mujeres cuando éstas iban a recorrer el último trecho hasta el lugar donde había empezado el fuego.

– No sigas, mamá -le advirtió Bob, al desmontar ella.

Jack se había acercado a Meggie y la sujetaba entre sus brazos.

Los dos pares de ojos grises se volvieron a mirar, con más convencimiento que asombro o miedo, como si no necesitasen ninguna explicación.

– ¿Paddy? -preguntó Fee, en un tono de voz que no era suyo.

– Sí. Y Stu.

Ninguno de sus hijos se atrevió a mirarla.

– ¿Stu? ¡Stu! ¿Qué quieres decir? ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha pasado? No los dos… ¡No!

– A papá le alcanzó el fuego; está muerto. Stu debió de asustar a un jabalí, y éste le atacó. Stu disparó contra él, pero el animal le aplastó al morir. También ha muerto, mamá.

Meggie chillaba y se debatía, tratando de librarse de las manos de Jack; en cambio, Fee parecía haber quedado petrificada delante de Bob, y sus ojos empañados parecían bolitas de cristal opaco.

– Es demasiado -dijo al fin, y miró a Bob, mientras la lluvia se deslizaba por su cara y sus cabellos y se enroscaba en su cuello como hebras de oro dis- puestas a asfixiarla-. Deja que vaya a su lado, Bob. Son mi marido y mi hijo. No puedes, no tienes derecho a impedírmelo. Déjame acercarme.

Meggie se había calmado y permanecía abrazada a Jack, apoyando la cabeza sobre su hombro. Mientras Fee avanzaba entre las ruinas, sostenida por la cintura por un brazo de Bob, Meggie les miró, pero no hizo ningún movimiento para seguirles. Hughie apareció entre la lluvia gris; Jack señaló con la cabeza a su madre y a Bob.

– Acompáñales, Hughie, y quédate con ellos. Meggie y yo volveremos a Drogheda y traeremos la carreta. -Soltó a Meggie y la ayudó a montar en la yegua castaña-. Vamos, Meggie; pronto anochecerá. No podemos dejarles ahí toda la noche, y no se marcharán hasta que volvamos.

Era imposible llevar la carreta o cualquier otro vehículo con ruedas por aquel barrizal; por fin, Jack y Tom decidieron enganchar una plancha de hierro acanalada a dos caballos de tiro, y Tom los condujo montado en un caballo de labor mientras Jack cabalgaba en vanguardia con la lámpara más potente que había en Drogheda.

Meggie se quedó en la casa y se sentó frente a la chimenea del salón, mientras la señora Smith se esforzaba en persuadirla de que comiese algo y lloraba al ver el callado dolor de la joven, su manera de sufrir sin llorar. Al oír el picaporte, se volvió y fue a abrir la puerta, preguntándose quién podía ser, con este tiempo y este barro, y asombrándose de la rapidez con que circulaban las noticias entre unas casas separadas por tantos kilómetros.

El padre Ralph estaba en la galería, mojado y lleno de barro, en traje de montar e impermeable.

– ¿Puedo pasar, señora Smith?

– ¡Oh, padre, padre! -exclamó ella, arrojándose en sus asombrados brazos-. ¿Cómo lo ha sabido?

– La señora Cleary me telegrafió, una delicadeza que aprecié muchísimo. El arzobispo Di Contini-Verchese me concedió licencia para venir. ¡Menudo trago! ¿Me creerá si le c'igo que me repetí esto cien veces al día? Tomé el avión. Éste capotó al aterrizar e hincó de morro en el suelo, de modo que conocí lo que era éste antes de apearme. ¡Y cómo estaba Gilly! Dejé mi maleta al padre Wathy, en la casa rectoral, y le alquilé un caballo al posadero, el cual pensó que. estaba loco y apostó una botella de «Johnnie Walker», etiqueta negra, a que no podría llegar aquí a causa del barro. ¡Oh, señora Smith, no llore usted! El mundo no se vendrá abajo por un incendio, por muy fuerte que haya sido -dijo, sonriendo y dándole unas palmadas en los encorvados hombros-. Aquí me tiene usted, y ya ve que lo tomo a la ligera. Por consiguiente, haga usted lo mismo. ¡Y no llore, por favor!

– Entonces, ¿no lo sabe usted? -sollozó la mujer.

– ¿Qué? ¿Qué es lo que no sé? ¿Qué… ha sucedido?

– El señor Cleary y Stuart han muerto.

El sacerdote palideció; empujó al ama de llaves.

– ¿Dónde está Meggie? -gritó.

– En el salón. La señora Cleary está todavía en la dehesa con los cadáveres. Jack y Tom han ido a buscarlos. ¡Oh, padre! A veces, a pesar de mi fe, no puedo dejar de pensar que Dios es demasiado cruel. ¿Por qué tenía que llevarse a los dos?

Pero el padre Ralph sólo había esperado lo necesario para saber dónde estaba Meggie, y se dirigía ya al salón, arrastrando el impermeable y dejando un reguero de agua fangosa.

– ¡Meggie! -dijo, arrodillándose a un lado del sillón y asiendo las manos frías de la joven con las suyas mojadas.

Ella resbaló del sillón y se arrojó en sus brazos, apoyando la cabeza en la empapada camisa del sacerdote y cerrando los ojos, tan feliz en medio de su dolor que habría querido que este momento no acabase nunca. Él había venido; una demostración del poder que tenía ella sobre él, de que no había fracasado.

– Estoy chorreando, querida Meggie; te vas a mojar -murmuró él, sintiendo el roce de los cabellos de Meggie en su mejilla.

– No importa. Ha venido.

– Sí, he venido. Quería asegurarme de que estabais bien; tenía la impresión de que me necesitabais, y debía comprobarlo. ¡Oh, Meggie! Lo de tu padre y Stu… ¿Cómo ocurrió?

– A papá le atrapó el fuego, y Stu fue muerto por un jabalí, que cayó encima de él después de recibir un disparo. Jack y Tom han ido a buscarles.

Él no dijo más, sino que siguió sosteniéndola y meciéndola como a una niña pequeña, hasta que el calor del fuego secó en parte su camisa y sus cabellos, y notó que la rigidez de Meggie cedía un poco. Después, colocó una mano debajo del mentón de la chica, la obligó a levantar la cabeza y, sin pensarlo, la besó. Fue un impulso confuso, no nacido del deseo; más bien un ofrecimiento instintivo al ver lo que había en aquellos ojos grises; algo distinto de todo, como un nuevo ritual. Ella deslizó los brazos por debajo de los de él y cruzó las manos sobre su espalj da y él no pudo evitar un estremecimiento y ahogó una exclamación de dolor.

Ella retrocedió un poco.

– ¿Qué le pasa?

Con dedos firmes desabrochó la camisa húmeda del sacerdote y tiró de las mangas. Bajo la superficie de la lisa piel morena, una fea moradura se extendía entre ambos costados, por debajo de la caja torácica; ella contuvo el aliento.

– ¡Oh, Ralph! ¿Y ha cabalgado desde Gilly en este estado? ¡Cuánto debió dolerle! ¿Se encuentra bien? ¿No siente vahídos? ¡Tal vez se ha roto algo! -No; estoy bien y no me duele, de verdad. Estaba tan ansioso por llegar, de asegurarme de que todos estabais bien, que supongo que borré el dolor de mi.mente. Creo que, si hubiese hemorragia interna, me habría dado cuenta hace ya rato. Por Dios, Meggie, ¡no hagas eso!

Meggie había bajado la cabeza y pasaba delicadamente los labios por la lesión, mientras deslizaba sus manos hasta los hombros de él con una sensualidad deliberada que le asustó. Fascinado, horrorizado, queriendo liberarse a toda costa, él apartó la cabeza, pero lo único que consiguió fue que la joven volviese a sus brazos, como una serpiente enroscada que asfixiara su voluntad. Se olvidó del dolor, de la Iglesia y de Dios. Buscó su boca, forzó sus labios, estrechándola, incapaz de dominar el horrible impulso que crecía dentro de él. Ella le ofrecía el cuello, los hombros, donde la piel era fresca, suave y finísima como la seda. La condición humana gravitaba sobre él, como un peso enorme que le aplastaba el alma y liberaba el vino negro y amargo de los sentidos. Sintió ganas de llorar; la última pizca de deseo se extinguió bajo la carga del remordimiento que le embargaba, y desprendió los brazos de la joven de su desdichado cuerpo; entonces ella se sentó sobre los talones, con la cabeza agachada, mirando absorta las manos del sacerdote, que temblaban ahora apoyadas sobre las rodillas. Meggie, ¿qué me has hecho, qué me habrías hecho si te hubiese dejado?