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– Meggie, yo te quiero y siempre te querré. Pero soy sacerdote, no puedo… Sencillamente, ¡no puedo!

Ella se levantó rápidamente, se arregló la blusa y se le quedó mirando, torcidos los labios en una sonrisa que sólo acentuaba el fracasado dolor que se reflejaba en sus ojos.

– Está bien, Ralph. Voy a ver si la señora Smith puede prepararle algo de comer; después, le traeré linimento del que empleamos en los caballos; es maravilloso para las contusiones; yo diría que calma el dolor mucho más que los besos.

– ¿Funciona el teléfono? -consiguió preguntar él.

– Sí. Han tendido una línea provisional, aprovechando los árboles, y la han conectado hace un par de horas.

Pero sólo después de unos minutos de haberse ma-chado Meggie, pudo serenarse lo bastante para sentarse al escritorio de Fee.

– Una conferencia, por favor. Soy el padre De Bricassart y llamo desde Drogheda… ¡Oh! Hola, Do-reen, veo que todavía sigue en su puesto. Me alegro de oír su voz. En Sydney, uno nunca sabe quién le contesta; es siempre la misma voz monótona y cansada. Deseo hablar urgentemente con el Excelentísimo Señor Legado Pontificio en Sydney. Su número es XX-2324. Y, mientras espero la conferencia con Sydney, póngame con Bugela, Doreen.

Apenas si tuvo tiempo de contarle lo ocurrido a Martin King, antes de que le pusieran en comunicación con Sydney, pero una sola frase era suficiente. Gracias a sus palabras y a los curiosos que las habrían escuchado a lo largo de la línea, pronto se sabría todo en Gilly, y los que se aventurasen a cabalgar sobre el barrizal estarían presentes en el entierro.

– ¿Excelencia? Soy el padre De Bricassart… Sí, gracias; llegué bien, pero el avión se hundió en el barro hasta el fuselaje, y tendré que volver en tren… Barro, Excelencia, ¡ba-rro! No, Excelencia; aquí, cuando llueve, se interrumpen todas las comunicaciones. Tuve que hacer a caballo el trayecto de Gillanbone a Drogheda; es la única manera de viajar, cuando llueve… Por esto le he llamado, Eminencia. Mi presencia era necesaria aquí. Tal vez fue un presentimiento… Sí, han ocurrido cosas terribles. Padraic Cleary y su hijo Stuart han muerto; el primero pereció en el incendio, y el segundo fue atacado por un jabalí… Un ja-ba-lí, Excelencia, un puerco salvaje…

Pudo oír una serie de exclamaciones ahogadas de los que escuchaban a lo largo de la línea, y sonrió sin ganas. Uno no podía gritarles que colgasen sus aparatos -era la única diversión informativa que podía ofrecer Gilly a sus ciudadanos ansiosos de noticias-, pero, si hubiesen dejado de entremeterse, Su Excelencia Reverendísima habría podido oírle mucho mejor.

– Si me lo permite, Eminencia, me quedaré para presidir el entierro y asegurarme de que la viuda y los demás hijos están bien… Sí, Eminencia, muchas gracias. Regresaré a Sydney lo antes que pueda.

La telefonista escuchaba también; él apretó la palanca y volvió a hablar inmediatamente.

– Doreen, póngame de nuevo con Bugela, por favor.

Habló unos minutos con Martin King y decidieron que el entierro se celebraría al cabo de dos días ya que estaban en agosto y el frío era intenso. Muchas personas querrían asistir, a pesar del barro, y acudirían a caballo, pero la empresa era larga y pesada. Meggie volvió con el linimento, pero no se ofreció para darle la friega, sino que le entregó el frasco sin pronunciar palabra. Después le dijo secamente que la señora Smith le serviría una cena caliente, en el comedor pequeño, dentro de una hora; por consiguiente, tenía tiempo de tomar un baño. Él advirtió, con disgusto, que Meggie se sentía en cierto modo defraudada, pero no comprendía cómo podía pensar así, ni cómo le había juzgado. Ella sabia lo que era él. ¿A qué venía su enojo?

Amanecía el día gris cuando la pequeña cabalgata llegó al torrente y se detuvo. Aunque el agua no rebasaba sus márgenes, el Gillan se había convertido en un verdadero río, de rápida corriente y casi diez metros de profundidad. El padre Ralph, montado en su yegua castaña, hizo que ésta lo cruzase a nado, y se reunió con la comitiva. Llevaba la estola al cuello y los instrumentos de su sagrada misión en una alforja. Mientras Fee, Bob, Jack, Hughie y Tom, permanecían de pie a su alrededor, levantó la lona y se dispuso a ungir los cadáveres. Después de haber visto a Mary Carson, nada podía impresionarle; sin embargo, no vio nada repugnante en Paddy y en Stu. Ambos aparecían negros, cada cual a su manera; Paddy, a causa del fuego, y Stu, de la asfixia. Pero el sacerdote los besó con amor y respeto.

Durante más de veinticinco kilómetros, la plancha de hierro, tirada por los caballos, se había arrastrado y saltado sobre el suelo, dejando profundas huellas en el barro que serían aún visibles años más tarde, incluso después de brotar la hierba nueva. Pero parecía que no podían seguir adelante; el turbulento torrente les cerraba el camino de Drogheda, que sólo estaba a un kilómetro y medio de allí. Contemplaron las copas de los eucaliptos, claramente visibles a pesar de la lluvia.

– Tengo una idea -dijo Bob, volviéndose al padre Ralph-. Usted es el único que tiene un caballo en buenas condiciones, padre; debería hacerlo usted. Los nuestros sólo podrían cruzar una vez el torrente, pues están agotados por el barro y el frío. Vaya a buscar unos cuantos bidones vacíos de cuarenta y cuatro galones, y cierre bien las tapas, para que no haya ninguna filtración. Suéldelas, si es necesario. Necesitaremos doce bidones, aunque, si no encuentra tantos, podemos pasar con diez. Átelos y cruce de nuevo el torrente, remolcándolos. Después, los sujetaremos debajo de la plancha de hierro, y ésta flotará como una balsa.

El padre Ralph obedeció sin replicar; por su parte, no habría podido ofrecer una idea mejor. Dominic O'Rourke, de Dibban-Dibban, había llegado con dos de sus hijos; dadas las distancias, era un vecino bastante próximo. Cuando el padre Ralph les explicó lo que había que hacer, pusieron todos manos a la obra, buscando bidones vacíos en los cobertizos; vaciando los que, consumido ya el petróleo, habían sido llenados de avena y de salvado para las reses; buscando tapaderas y soldando a los bidones las que no estaban oxidadas y parecía que resistirían los embates de las aguas. La lluvia seguía cayendo sin cesar. Todavía continuaría un par de días.

– Siento tener que pedirle esto, Dominic, pero cuando lleguen los del grupo, estarán medio muertos de fatiga. El entierro será mañana, y, aunque el empresario de pompas fúnebres de Gilly tuviese tiempo de hacer los ataúdes, no podrían transportarlos sobre el barrizal. ¿Podría construirlos alguno de ustedes? Yo sólo necesito un hombre que me acompañe para cruzar el torrente.

Los hijos de O'Rourke asintieron con la cabeza; no querían ver lo que el fuego le había hecho a Paddy, ni lo que el jabalí le había hecho a Stu.

– Nosotros lo haremos, papá -se ofreció Liam.

Arrastrando los bidones detrás de sus caballos, el padre Ralph y Dominic O'Rourke llegaron al torrente y lo cruzaron.

– ¡Voy a decirle una cosa, padre! -gritó Dominic-. jNo tendremos que cavar fosas en el barrizal! Yo solía pensar que la vieja Mary se había pasado de la raya al construir un panteón de mármol en su cementerio para Michael; pero, si estuviese aquí en este momento, ¡le daría un beso!

– Tiene usted toda la razón -le gritó el padre Ralph.

Ataron los bidones debajo de la plancha de hierro, seis a cada lado, sujetaron firmemente la lona y condujeron los agotados caballos de tiro a través del torrente, arrastrando la cuerda que serviría para remolcar la balsa. Dominic y Tom iban montados a horcajadas sobre los grandes animales y, al llegar a lo alto de la margen del lado de Drogheda, se detuvieron a mirar atrás; los que se habían quedado en la otra orilla engancharon la almadía improvisada y la empujaron hacia el torrente. Cuando empezó a flotar la balsa, los caballos de tiro echaron a andar, arengados por Tom y Dominic. La balsa osciló y saltó peligrosamente, pero flotó lo bastante para ser izada al otro lado; y, en vez de perder tiempo en desmontar los bidones, los dos postillones de ocasión espolearon sus monturas camino arriba, en dirección a la casa grande, ya que la plancha de hierro se deslizaba mejor sobre aquéllos que sin ellos.