Una rampa subía hasta las grandes puertas de la nave destinada al esquileo de las reses; por consiguiente, subieron por ella y depositaron la almadía y su carga en el gran edificio vacío, que olía a alquitrán, a sudor, a lana y a estiércol. Envueltas en sendos impermeables, Minnie y Cat bajaron de la casa grande para el primer velatorio y se arrodillaron a uno y otro lado de la almadía, haciendo repicar las cuentas de sus rosarios y elevando y bajando la voz en cadencias demasiado conocidas para tener que esforzar la memoria.
La casa se estaba llenando de gente. Duncan Gordon había llegado de Each-Uisge; Gareth Davies, de Narrengang; Horry Hopeton, de Beel-Beel; Edén Car-michael, de Barcoola. El viejo Angus MacQueen había detenido uno de los renqueantes trenes de mercancías locales y había viajado junto al maquinista hasta Gilly, donde había pedido prestado un' caballo a Harry Gough y cabalgado en él hasta Drogheda. En total, había hecho más de trescientos kiiómetros sobre suelo embarrado.
– Estoy hecho cisco, padre -dijo Horry al sacerdote, más tarde, cuando los siete estaban sentados en el comedor pequeño, ante unas empanadas de carne y de ríñones-. El fuego atravesó mi finca de un extremo a otro, y apenas si dejó un cordero vivo o un árbol en pie. Afortunadamente, los últimos años fueron buenos y podré comprar nuevos rebaños, y, si sigue lloviendo, la hierba volverá a crecer rápidamente. Pero que Dios nos libre de otro desastre en los diez próximos años, porque entonces ya no tendría reservas para hacerle frente.
– No creas que me ha ido a rní mucho mejor, Horry -dijo Gareth Davies, cortando un buen pedazo de la ligera y esponjosa empanada de la señora Smith, con visible satisfacción; porque ningún desastre era capaz de cortar por mucho tiempo el apetito de un ganadero de las tierras negras, y él necesitaba comer para enfrentarse con el presente-. Calculo que he perdido la mitad de mis pastizales y tal vez dos tercios de mis corderos; mala suerte. Padre, necesitamos sus oraciones.
– Sí -dijo el viejo Angus-. Yo no he perdido tanto como Horry y Garry, padre, pero tampoco he salido muy bien librado. Sesenta mil acres y la mitad de mis corderitos. Son estas cosas, padre, las que hacen que me arrepienta de haberme marchado de Skye cuando era joven.
El padre Ralph sonrió.
– Es un arrepentimiento pasajero, Angus, y usted lo sabe. Salió de Skye por la misma razón que yo salí de Clunamara. Era demasiado pequeño para usted.
– A que sí. El brezo no arde tan bien como el eucalipto, ¿verdad, padre?
Sería un entierro extraño, pensó el padre Ralph, mirando a su alrededor; las únicas mujeres presentes serían las de Drogheda, porque todos los que habían venido eran varones. Él había preparado una buena dosis de láudano para Fee, cuando la señora Smith la hubo desnudado, secado y depositado en la cama grande que había compartido con Paddy, y, al negarse ella a tomarlo, llorando histéricamente, le había sujetado la nariz y se lo había hecho engullir a viva fuerza. Era curioso: no había pensado que Fee se derrumbase de este modo. La droga actuó de prisa, porque Fee no había comido nada en veinticuatro horas. Al ver que dormía profundamente, se sintió más tranquilo. Meggie podía esperar; en aquel momento, estaba en la cocina, ayudando a la señora Smith a preparar comida. Todos los muchachos se habían acostado, tan rendidos que apenas si habían podido quitarse la ropa mojada antes de caer exhaustos en el lecho. Cuando Minnie y Cat terminaron su turno en el velatorio exigido por la costumbre, dado que los cadáveres yacían en lugar profano, Gareth Davies y su hijo Enoch las remplazaron; los otros harían turnos sucesivos de una hora y, mientras tanto, comían y charlaban entre ellos.
Ninguno de los jóvenes se había reunido con los mayores en el comedor. Estaban todos en la cocina, con la aparente intención de ayudar a la señora Smith, pero, en realidad, para ver a Meggie. Y el padre Ralph, al advertirlo, se sintió disgustado y aliviado al mismo tiempo. En resumidas cuentas, Meggie debería escoger entre ellos su marido; era algo inevitable. Enoch Davies tenía veintinueve años, era un «gales negro», lo cual quería decir que tenía los cabellos y los ojos muy negros, y era además muy guapo; Liam O'Rourke tenía veintiséis años, y su cabello era rubio claro y sus ojos azules, como los de su hermano Rory, de veinticinco; Connor Carmichael parecía calcado de su hermana, aunque arrogante; el preferido del padre Ralph era Alastair, nieto del viejo Angus, y que era el que más se acercaba a Meggie por su edad, pues tenía veinticuatro años, y era dulce y amable; tenía los hermosos ojos azules escoceses de su abuelo y los cabellos prematuramente grises, característicos de su familia. Ojalá se enamorase Meggie de uno de ellos se casara con él y tuviese los hijos que tan desesperadamente deseaba. ¡Oh, Dios mío, Dios mío! Si me hiciese esta gracia, sufriría de.buen grado el dolor de amarla como la amo; sí, lo sufriría de buen grado…
No había flores sobre los ataúdes, y los jarrones de la capilla estaban vacíos. Los capullos que habían sobrevivido al terrible calor de dos noches atrás habían sucumbido a la lluvia y yacían en el barro como mariposas muertas. Ni una flor de centaurea, ni una rosa temprana. Y todos estaban cansados, cansadísimos. Lo estaban los que habían cabalgado muchos kilómetros -«ara demostrar el afecto que sentían por Paddy, y los que habían traído los cadáveres, y las que no habían cesado un instante de cocinar y de limpiar. Y también lo estaba el padre Ralph, que parecía moverse en sueños, mirando alternativamente el rostro contraído y desesperado de Fee, y el de Meggie, cuya expresión era una mezcla de dolor y de ira, y el duelo colectivo de Bob, Jack y Hughie…
No hizo ningún panegírico; Martin King dirigió unas breves y conmovedoras palabras a los reunidos, y el sacerdote dijo inmediatamente la misa de difuntos. Había traído el cáliz, las formas y la estola, pues todos los sacerdotes los llevaban consigo cuando iban a consolar o a auxiliar a alguien, pero no había traído sus ornamentos, ni los había en la casa. Pero el viejo Angus se había detenido en la casa rectoral de Gilly, al pasar por allí, y traído los negros ornamentos para la misa de réquiem envueltos en un impermeable sobre la silla de su caballo. Por consiguiente, estaba debidamente revestido, mientras la lluvia tamborileaba en los cristales de las ventanas y repicaba sobre las planchas de hierro del tejado, a una altura de dos pisos.
Después salieron de allí bajo la triste lluvia, cruzaron el prado tostado y chamuscado por el calor del incendio, y llegaron al cementerio de muros blancos. Esta vez había voluntarios dispuestos a cargar con las vulgares cajas rectangulares, patinando y resbalando en el barro, tratando de ver adonde iban entre la lluvia que golpeaba sus ojos. Y las campanitas de la tumba del cocinero chino repicaban tristemente: Hi-Sing, Hi-Sing, Hi-Sing.
Pronto hubo terminado todo. Los visitantes partieron a lomos de sus caballos, con las espaldas encorvadas bajo los impermeables, algunos contemplando afligidos la perspectiva de su ruina, otros dando gracias a Dios por haberles librado del fuego y de la muerte. Y el padre Ralph empaquetó sus cosas, sabiendo que debía marcharse antes de que fuese demasiado tarde.
Fue a ver a Fee, que estaba sentada delante de su escritorio, contemplando sus manos en silencio.