– Sí.
– ¿Y a todos por igual? ¿0 aprecia a algunos más que a otros?
Pero el padre Ralph era al menos tan astuto como su superior, y llevaba con él tiempo más que suficiente para saber cómo funcionaba su cerebro. Por consiguiente, respondió a la delicada pregunta con engañosa sinceridad, truco que, según había descubierto, apagaba inmediatamente los recelos de Su Excelencia. Porque la sutil mentalidad de éste no había llegado a comprender que la franqueza declarada podía ser más mendaz que cualquier evasiva.
– Les quiero a todos, pero, como usted dice, a algunos más que a otros. Y, sobre todo, a la joven Meg-gie. Siempre me sentí especialmente obligado con ella, pues su familia está tan dominada por los varones que fácilmente se olvidan de su existencia.
– ¿Cuántos años tiene esa Meggie?
– No lo sé exactamente. Supongo que alrededor de los veinte. Le hice prometer a su madre que descuidara un poco sus libros a fin de acompañar a su hija a algún baile y de hacer que conozca a algunos jóvenes. De no hacerlo así, Meggie malgastaría su vida en Drogheda, y sería una lástima.
Sólo había dicho la verdad, y el inefable y sensible olfato del arzobispo lo comprendió inmediatamente. Aunque sólo tenía tres años más que su secretario, su carrera dentro de la Iglesia no había tropezado con los obstáculos de la de Ralph, y, en muchos aspectos, se sentía infinitamente más viejo de lo que nunca sería éste; el Vaticano le extraía a uno parte de su esencia vital, si uno se exponía a ello muy temprano, y Ralph poseía esencia vital en abundancia.
Aflojando un poco su vigilancia, siguió observando a su secretario y reanudó el interesante juego de averiguar exactamente cuál era el punto flaco del padre Ralph de Bricassart. Al principio, había estado seguro de que era la carne, en una u otra dirección. La asombrosa belleza de su rostro y de su cuerpo tenían que hacerle forzosamente blanco de muchos deseos, demasiados para permitirle conservar su inocencia o su ignorancia. Y, con el paso del tiempo, había descubierto o.ue había acertado a medias; el hombre estaba alerta, esto era indudable; pero, al mismo tiempo, empezó a convencerse de que su inocencia era auténtica. Por consiguiente, no era la carne lo que inquietaba al padre Ralph. Había puesto al sacerdote en contacto con homosexuales hábiles e irresistibles para cualquier nomosexuai, y el resultado había sido nulo. Le había observado en compañía de las mujeres más hermosas del país, y el resultado había sido el mismo. Ni una pizca de interés o de deseo, incluso cuando no podía advertir que le observaban. Pues el arzobispo no vigilaba siempre personalmente, y, cuando empleaba delegados, éstos no pertenecían a su secretaría.
Había empezado a pensar que la debilidad del padre Ralph era el orgullo como sacerdote y la ambición; unas facetas de la personalidad que comprendía bien, como lo tenían todas las grandes instituciones perpetuas. Circulaban rumores en el sentido de que el padre Ralph había robado su herencia a aquellos mismos Cleary a los que decía querer tanto. Si esto era así, la cosa había valido la pena. ¡Y cómo habían brillado sus maravillosos ojos azules cuando él había mencionado Roma! Tal vez había llegado el momento de probar otro gambito. Adelantó perezosamente un peón convencional, pero sus ojos tenían una expresión astuta bajo sus párpados entornados.
– Mientras estaba usted ausente, tuve noticias del Vaticano, Ralph -dijo, moviendo ligeramente a la gata-. Eres egoísta, Saba; haces que se me entumezcan las piernas.
– ¿Sí? -dijo el padre Ralph, hundiéndose en su sillón y esforzandose en mantener los ojos abiertos.
– Podrá acostarse en seguida, pero no antes de oír mis noticias. Hace algún tiempo, envié una comunicación personal y privada al Santo Padre, y hoy he recibido una respuesta de mi amigo el cardenal Monte-verdi… Me pregunto si será descendiente del músico del Renacimiento. Nunca me acuerdo de preguntárselo, cuando le veo. ¡Oh, Saba! ¿Por qué te empeñas en clavar las uñas cuando estás contenta?
– Le escucho. Eminencia; todavía no me he dormido -dijo, sonriendo, el padre Ralph-. No es extraño que le gusten tanto los gatos. También disfruta usted jugando con su presa. -Chasqueó los dedos-. ¡Saba! ¡Déjale y ven conmigo! Es un antipático.
La gata saltó inmediatamente de la falda morada, cruzó la alfombra y saltó delicadamente sobre las rodillas del cura, meneando la cola y oliendo, entusiasmada, aquel extraño olor a caballo y a barro. Los ojos azules de Ralph sonrieron a los castaños del arzobispo, y ambos los tenían medio cerrados, pero absolutamente alerta.
– ¿Cómo lo consigue? -preguntó el arzobispo-. Los gatos no suelen hacer caso a las llamadas; sin embargo, Saba le obedece como si le diese usted caviar y valeriana. Es un animal ingrato.
– Le escucho. Eminencia.
– Y me castiga por hacerle esperar, quitándome el gato. Está bien, usted gana. ¿Acaso pierde alguna vez? He aquí una pregunta interesante. Bueno, tengo que felicitarle, mi querido Ralph. En el futuro, llevará usted mitra y báculo, y le llamarán su Ilustrísima el obispo De Bricassart.
¡Sus ojos se han abierto de par en par!, observó el arzobispo, satisfecho. Y es que, por una vez, el padre Ralph no había tratado de ocultar o disimular sus verdaderos sentimientos. Estaba entusiasmado.
CUATRO
LUKE
10
Era sorprendente lo de prisa que se recobraba la tierra; al cabo de una semana, verdes brotes de hierba asomaban ya sobre el pegajoso cenagal, y a los dos meses, los árboles quemados echaban hojas. Si la gente era dura y resistente, era porque la tierra no les permitía ser de otra manera; los débiles de corazón o los que carecían" de paciente fanatismo no duraban mucho tiempo en el Gran Noroeste. Pero i›a-sarían años antes de que se borrasen las cicatrices. Muchas capas de corteza tendrían que crecer y caer en jirones antes de que los troncos volviesen a ser blancos o rojos o grises, y algunos árboles no se regenerarían en absoluto, sino que permanecerían negros y muertos. Y, durante años, esqueletos en desintegración salpicarían la llanura, hasta que, con el paso del tiempo, quedaran gradualmente cubiertos por el polvo y enterrados por nuevas y pequeñas pezuñas. Y, cruzando Drogheda hacia el Oeste, permanecerían los profundos surcos que conocían la historia los mostrarían a otros caminantes que la ignoraban, hasta que al fin el relato quedaría incorporado al folklore de las llanuras negras.
Drogheda perdió tal vez una quinta parte de sus pastos y unos 25.000 corderos, poca cosa para una explotación que, en los recientes años buenos, había contado con unas 125.000 cabezas. De nada servía echarle la culpa a un destino cruel o a la ira de Dios, según quisieran llamar los afectados a aquel desastre natural. Lo único que podía hacerse era evitar más pérdidas y empezar de nuevo. En todo caso, no había sido ésta la primera vez, ni nadie pensaba que sería la última.
Pero ver los jardines de la mansión de Drogheda tostados y yermos en primavera, resultaba sumamente doloroso. Habrían podido sobrevivir en la sequía, gracias a los depósitos de agua de Michael Carson; pero en un incendio no sobrevivía nada. Ni siquiera florecieron las wistarias, cuyos capullos empezaban a formarse cuando se produjo el incendio. Los rosales estaban calcinados, y los pensamientos, muertos; las plantas de mostaza tenían un color sepia pajizo; las fucsias de los rincones sombreados se habían marchitado irremediablemente; los jacintos y los olorosos guisantes estaban secos y habían perdido su aroma. El agua de los depósitos que se había gastado durante el incendio fue compensada por la fuerte lluvia subsiguiente, y todos los moradores de Drogheda dedicaron sus problemáticos ratos de ocio a ayudar al viejo Tom a replantar los jardines.