Aparte de aquella única excursión a Wahine, hacía dieciocho meses, Meggie no se había alejado nunca de casa más allá del henil y la fragua de la hondonada. La mañana de su primer día de escuela, se excitó tanto que vomitó el desayuno y tuvieron que llevarla a su habitación para lavarla y cambiarle la ropa. Y tuvo que quitarse el lindo vestido nuevo azul marino, con cuello blanco de marinero, y ponerse aquel horrible trajecito pardo abrochado hasta el cuello, que parecía que iba a ahogarla.
– ¡Por el amor de Dios, Meggie, la próxima vez que te marees, avisante] No te quedes ahí sentada hasta que es demasiado tarde, ¡pues ya tengo bastantes cosas que lavar aparte de esto! Ahora tendrás que apresurarte, porque, si llegas después de sonar la campana, seguro que la hermana Ágatha te da unos buenos azotes. Pórtate bien, y fíjate en tus hermanos.
Bob, Jack, Hughie y Stu, saltaban de un lado a otro delante de la puerta, cuando al fin salió Meggie, empujada por Fee, con los bocadillos de jalea del almuerzo en un viejo saquito de mano.
– Vamos, Meggie, ¡llegaremos tarde! -gritó Bob, echando a andar por el camino.
Meggie corrió detrás de las pequeñas figuras de sus hermanos.
Era un poco más de las siete de la mañana, y el sol, suave, se había elevado en el horizonte hacía varias horas; el rocío se había secado sobre la hierba, salvo en los lugares umbríos. La carretera de Wahine no era más que un camino de tierra con rodadas a ambos lados: dos cintas de un rojo oscuro, separadas por una ancha franja de hierba verde y brillante. Lirios blancos y capuchinas anaranjadas florecían profusamente entre las altas hierbas de ambos lados del camino, donde las pulcras vallas de madera de las propiedades colindantes impedían el paso a los intrusos.
Bob, cuando iba a la escuela, caminaba siempre por encima de las vallas de la derecha, llevando la mochila sobre la cabeza, en vez de colgársela a la espalda. La valla de la izquierda pertenecía a Jack, y esto permitía que los tres Cleary más pequeños dominasen el camino propiamente dicho. En la cima de la larga y empinada cuesta que tuvieron que subir desde la fragua, y donde el camino de Robertson se juntaba con la carretera de Wahine, se detuvieron un momento, jadeando, recortando las cinco rubias cabezas sobre el nuboso y esponjoso cielo. Ahora venía lo mejor, la cuesta abajo; se agarraron de las manos y galoparon sobre la herbosa orilla, hasta que ésta se desvaneció en una confusión de flores. Ansiaban tener tiempo para deslizarse bajo la valía del señor Chap-man y rodar desde allí como pelotas.
Había ocho kilómetros desde la casa de los Cleary hasta Wahine, y, cuando Meggie vio los postes del telégrafo a lo lejos, las piernas le temblaban y llevaba caídos los calcetines. Con el oído atento a ía campana, Bob la miró con impaciencia, mientras la pequeña avanzaba fatigosamente, tirando de su pantalón y lanzando, de vez en cuando, gemidos de desconsuelo. Bajo su mata de pelo, tenía la cara colorada y, al mismo tiempo, curiosamente pálida. Bob suspiró, pasó su mochila a Jack y se enjugó las manos en los costados de los pantalones.
– Vamos, Meggie, te llevaré a cuestas el resto del camino -declaró con voz ruda y mirando a sus hermanos, para que no creyesen que se estaba ablandando.
Meggie subió a la espalda de su hermano, lo necesario para cruzar las piernas alrededor de su cintura y apoyar la cabeza sobre el flaco hombro, como si éste fuese un cojín. Ahora podría contemplar Wahine con toda comodidad.
No había gran cosa que ver. Poco más que un pueblo grande, Wahine se extendía, bajando, a ambos lados de una carretera alquitranada. El mayor edificio era el hotel local, de dos pisos, con una marquesina que daba sombra al camino y unos postes que la sostenían a lo largo de la cuneta. Le seguía en dimensiones el almacén general, provisto también de marquesina y de dos bancos largos de madera, al pie de los atestados escaparates, para que pudiesen descansar los transeúntes. Había un asta de bandera en la fachada de la logia masónica, y una raída Unión Jack ondeaba en su extremo a impulso de la fuerte brisa; y, detrás de aquélla, se veía una caballeriza y una bomba de gasolina junto al abrevadero. El único edificio que realmente llamaba la atención era una tienda peculiar, pintada de azul, nada británica; todas las demás casas aparecían pintadas de color castaño. La escuela pública y la iglesia anglicana eran contiguas y estaban precisamente enfrente de la iglesia del Sagrado Corazón y de la escuela parroquial.
Cuando los Cleary pasaban a toda prisa por delante del almacén general, sonó la campana de la iglesia católica, seguida del más fuerte tañido de la gran campana de la escuela pública. Bob inició un trote, y todos los hermanos entraron en el patio enarenado, donde unos cincuenta niños formaban en fila delante de una monja diminuta armada con una vara más larga que ella. Sin que se lo dijesen, Bob colocó a sus hermanos a un lado, apartados de las filas infantiles, y se quedó mirando la vara.
El convento del Sagrado Corazón tenía dos pisos, pero, como estaba bastante alejado de la carretera y rodeado por una cerca, no se advertía fácilmente aquella circunstancia. Las tres monjas de la orden de la Merced que formaban el personal docente vivían en el piso superior, con una cuarta monja que hacía de gobernanta y que nunca se dejaba ver; en la planta baja, estaban las tres grandes aulas donde se impartía la enseñanza. Una ancha y sombreada galería discurría alrededor del edificio rectangular; los días de lluvia, los niños podían sentarse en ella durante el tiempo de recreo y el destinado a almorzar, pero, los días de sol, tenían absolutamente prohibido poner los pies en ella. Varias grandes higueras daban sombra a una parte del espacioso jardín, y, detrás del colegio, el terreno descendía suavemente hasta un círculo de hierba eufemísticamente llamado «campo de criquet», porque no era ésta la principal actividad que se desarrollaba en aquella zona.
Haciendo caso omiso de las disimuladas risas de los niños que formaban las filas, Bob y sus hermanos permanecieron completamente inmóviles, mientras los alumnos entraban en el edificio, al son de La Fe de Nuestros Padres, que la hetmana Catherine tocaba en el diminuto piano de la escuela. Sólo cuando hubo desaparecido el último niño cesó la hermana Agatha en su rígida actitud; arrastrando majestuosamente su pesada falda de sarga sobre la arena, se acercó al lugar donde esperaban los Cleary.
Meggie estaba boquiabierta, porque era la primera vez que veía una monja. La visión era realmente extraordinaria; tres trozos de humanidad, que eran la cara y las dos manos de la hermana Agatha, y una toca y un peto blancos y almidonados que resplandecían sobre los pliegues de una ropa negrísima, ceñida en su mitad por un ancho cinturóil de cuero con una anilla dé hierro de la que pendía un grueso rosario de cuentas de madera. La piel de la hermana Agatha estaba siempre colorada, debido al exceso de limpieza y a la presión del afilado borde de la toca sobre la cara, que, por descarnada, difícilmente podía considerarse como tal; además, tenía mechones de pelillos en el mentón, cruelmente apretado por la parte inferior de la toca. Sus labios quedaban completamente invisibles, comprimidos en una sola línea de concentración impuesta por la dura tarea de ser esposa de Cristo en un rincón de tierra colonial de turbulentas estaciones, después de haber hecho sus votos en una apacible abadía de Killarney hacía más de cincuenta años. A ambos lados de la nariz, tenía dos pequeñas marcas carmesíes, producidas por el implacable pellizco de sus lentes con montura de acero, detrás de los cuales atisbaban unos ojos recelosos, pálidos, azules y severos.
– Bueno, Robert Cleary, ¿por qué habéis llegado tarde? -ladró la hermana Agatha, en tono seco y con reminiscencias irlandesas.
– Lo siento, hermana -respondió tontamente Bob, sin apartar sus ojos verdiazules de la oscilante vara.