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Bob decidió continuar la política de Paddy de aumentar el personal en Drogheda, y contrató otros tres mozos para cuidar del ganado. Mary Carson había preferido no tener trabajadores fijos, aparte de los Cleary, y tomar obreros eventuales para ¡as épocas en que había que marcar los corderos, esquilarlos o cuidar de las crías; pero Paddy pensaba que los hombres rendían mucho más si sabían que tenían un empleo permanente, y, a la larga, venía a ser lo mismo. La mayoría de aquellos trabajadores tenían los pies inquietos y no permanecían mucho tiempo en el mismo lugar.

Las nuevas casas, construidas más lejos del torrente, estaban habitadas por hombres casados, y el viejo Tom tenía una nueva vivienda de tres habitaciones, a la sombra de un pimentero, detrás de las caballerizas, y cloqueaba gozoso, con orgullo de propietario, cada vez que entraba en ella. Meggie seguía cuidando de algunas dehesas interiores, y su madre continuaba con los libros.

Fee continuaba la tarea de Paddy de comunicar con el ahora obispo Ralph, y, fiel a su manera de ser, sólo le informaba de lo referente a la administración de la hacienda. Meggie deseaba ardientemente ver sus cartas, leerlas con anhelo, pero Fee no le daba oportunidad de hacerlo, pues las guardaba en una caja de acero en cuánto se había enterado a fondo de su contenido. Desaparecidos Paddy y Stu, no había manera de llegar hasta Fee. En cuanto a Meggie, Fee olvidó la promesa que le había hecho al padre Ralph, apenas éste hubo vuelto la espalda. Meggie respondía a las invitaciones a bailes o fiestas con corteses excusas, y Fee, que lo advertía, nunca la reprendió ni le dijo lo que debía hacer. Liam O'Rourke aprovechaba la más mínima oportunidad para presentarse en Drog-heda, y Enoch Davies, telefoneaba constantemente, lo mismo que Connor Carmichael y Alastair MacQueen. Pero Meggie los despachaba siempre rápidamente, hasta el punto de que todos llegaron a desesperar de atraer su interés.

El verano fue muy lluvioso, pero sin que los aguaceros provocasen desbordamientos; sólo mantenían el suelo perpetuamente enfangado y hacían que el largo Brawon-Darling bajase muy ancho, profundo y caudaloso. Cuando llegó el invierno, siguió lloviendo esporádicamente; las nubes pardas eran de agua, no de polvo. Y la marcha de los vagabundos, provocada por la depresión, se interrumpió, porque era sumamente difícil caminar por las tierras negras en tiempo lluvioso, y el frío, añadido a la humedad, hacía que menudeasen las pulmonías entre los que no podían dormir a cubierto.

Bob estaba preocupado, y empezó a decir que, si el tiempo continuaba así, podía producirse una epidemia de glosopeda en el ganado; los merinos sometidos a una humedad excesiva del suelo eran propensos a enfermar de las pezuñas. El esquileo había sido casi imposible, pues los esquiladores no querían tocar lana mojada, y, a menos que el barro se secase antes de la época de parir las ovejas, muchos corderillos morirían a causa de la humedad y del frío.

El teléfono dio dos timbrazos largos y uno corto, que era la señal correspondiente a Drogheda; Fee contestó y se volvió.

– Bob, es de AML y F, para ti.

– Hola, Jimmy, soy Bob… Sí, muy bien… ¡Oh, bravo! ¿Buenas referencias…? Bien, que venga a verme… Si es tan bueno como dices, puedes anunciarle que probablemente tendrá el empleo; pero tengo que verle; no compro nada sin ver antes la muestra, y no me fío de las referencias… Bueno, gracias. Adiós.

Bob se sentó de nuevo.

– Va a venir un nuevo ganadero; un buen tipo, según Jimmy. Ha estado trabajando en el oeste de.los llanos de Queensland, por Longreach y Charleville. Cuidando ganado. Buenas referencias y todo lo demás.

Excelente jinete, acostumbrado a desfogar caballos. Fue anteriormente esquilador, y bueno, según Jimmy, sacaba más de doscientas cincuenta al día. Pero esto me da que pensar. ¿Por qué quiere un buen esquilador trabajar por el sueldo de un conductor de ganado? No es corriente cambiar las tijeras por la silla de montar. Pero tal vez le guste la dehesa, ¿no?

En el transcurso de los años, Bob había adquirido acento australiano y arrastraba las palabras, pero lo compensaba abreviando sus frases. Rayaba ya en la treintena, y, para disgusto de Meggie, no daba señales de haberse encaprichado de ninguna de las chicas casaderas que había conocido en las pocas fiestas a las que había asistido por pura cortesía. En primer lugar, era sumamente tímido, y, además, parecía entregado por completo a la tierra, la cual amaba, por lo visto, con exclusión de todo lo demás. Jack y Hughie se parecían cada día más a él; en realidad, habrían podido pasar por trillizos, cuando se sentaban juntos en uno de los duros bancos de mármol, que eran los que encontraban más cómodos para relajarse en casa. Lo cierto es que preferían acampar en la dehesa, y, cuando dormían en casa, se tumbaban en el suelo de.sus habitaciones, temerosos de ablandarse en le cama. El sol, el viento y el ambiente seco, habían curtido su piel blanca y pecosa, dándole un aspecto de caoba moteada, sobre la que brillaban pálidos y tranquilos sus ojos azules, cercados de profundas arrugas que delataban su costumbre de mirar a lo lejos con los párpados entornados, sobre la hierba amarillenta y plateada. Era casi imposible adivinar la edad que tenían y quién era el más viejo o el más joven de los tres. Todos tenían la nariz romana y el rostro amable y simpático de Paddy, pero su complexión era superior a la de éste, que andaba encorvado y tenía los brazos demasiado largos, después de tantos años de trabajar como esquilador. Ellos, en cambio, tenían la apostura elegante y desenvuelta de los hombres acostumbrados a montar a caballo. Pero ni las mujeres, ni las comodidades y placeres de la vida, parecían interesarles.

– ¿Es cacado el nuevo mozo? -preguntó Fee, trazando unas pulcras líneas con una regla y una pluma mojada en tinta roja.

– No lo he preguntado. Lo sabré mañana cuando venga.

– ¿Cómo llegará hasta aquí?

– Lo traerá Jimmy; éste va a ver aquellos viejos carneros de Tankstand.

– Bueno, esperemos que se quede algún tiempo. Aunque, si no está casado, supongo que se marchará dentro de unas semanas. Esos ganaderos son un desastre -comentó Fee.

Jims y Patsy estudiaban en el internado de River-view, y confiaban en que, cuando cumpliesen los catorce años reglamentarios, no permanecerían un minuto más en el colegio. Esperaban ansiosamente el día en que podrían salir a la dehesa con Bob, Jack y Hughie; entonces, la familia se bastaría para cuidar de Drogheda, y los forasteros podrían llegar y marcharse cuando quisieran. La pasión familiar por la lectura no hacía que sintiesen más afición por el colegio; un libro podía llevarse también en la silla de montar o en un bolsillo de la chaqueta, y su lectura era mucho más agradable a la sombra de un winga, al mediodía, que en una clase de los padres jesuítas. El pensionado había sido para ellos un cambio muy duro. Las aulas de grandes ventanales, los espaciosos y verdes campos de juego, los espléndidos jardines y las comodidades del lugar, significaban muy poco para ellos, lo mismo que Sydney con sus museos, sus salas de conciertos y sus galerías de arte. Habían intimado con los hijos de otros ganaderos, y se pasaban las horas de ocio añorando su casa o jactándose de la extensión y del esplendor de Drogheda ante unos crédulos oídos; todo el mundo, al oeste de Burren Junction, había oído hablar de la poderosa Drogheda.

Pasaron varias semanas antes de que Meggie viese al nuevo ganadero. Su nombre había sido debidamente registrado en los libros: Luke O'Neill; y ya se hablaba mucho más de él de lo que solía hablarse de sus semejantes en la casa grande. Por ejemplo, se había negado a dormir en los barracones de los mozos y se había instalado en la última casa vacía cercana al torrente. Por otra parte, se había presentado él mismo a la señora Smith y se había granjeado la simpatía de la dama, a pesar de que no solían gustarle los ganaderos. Meggie sentía curiosidad por él, mucho antes de conocerle.