Como ella guardaba la yegua castaña y el capón negro en la caballeriza, y no en los corrales de los caballos de labor, y como salía por las mañanas más tarde que los hombres, pasaba mucho tiempo sin que tropezase con ninguno de los obreros contratados. Pero al fin se encontró con Luke O'Neill una tarde de verano, cuando el sol brillaba rojo sobre los árboles y las sombras avanzaban en busca del amable olvido de la noche. Ella volvía de Bo-rehead y se dirigía al vado del torrente, mientras que él venía del Sudeste y más allá, y también se encaminaba al vado.
A él le daba el sol en los ojos, y por eso le vio ella primero; observó que montaba un bayo grande y resabiado, de crin y cola negros, con manchas blancas. Conocía bien al animal, porque una de sus funciones era distribuir los caballos de labor, y precisamente le había extrañado ver muy poco a aquel caballo en los últimos días. No le gustaba a ninguno de los hombres, y éstos evitaban montarlo siempre que podían. Por lo visto, no le ocurría lo mismo al nuevo mozo, y esto indicaba que era buen jinete, pues el animal era de cuidado y tenía la costumbre de morder al jinete en cuanto éste se apeaba.
Era difícil calcular la estatura de un hombre montado a caballo, pues los ganaderos australianos empleaban pequeñas sillas inglesas, desprovistas del alto borrén y de la perilla de las sillas americanas, y, además, montaban con las rodillas dobladas y el cuerpo muy erguido. El nuevo trabajador parecía alto, pero como, a veces, la altura residía en el tronco y las piernas eran desproporcionadamente cortas, Meg-gie prefirió no hacer juicios prematuros. En todo caso, y a diferencia de la mayoría de los ganaderos, el hombre prefería la camisa blanca y el pantalón blanco de algodón a la camisa de franela gris y ei pantalón del mismo color; un poco dandy, pensó, divertida. Mejor para él, si no le importaba lavar y planchar con frecuencia.
– ¡Buenos días, señora! -gritó él, al acercarse, quitándose el viejo y raído sombrero gris y poniéndoselo de nuevo sobre la coronilla, con aire de truhán.
Al llegar junto a Meggie, sus alegres ojos azules la miraron sin disimular su admiración.
– Bueno, ya veo que no es la señora; por consiguiente, debe de ser su hija
– dijo-. Yo soy Luke O'Neill.
Meggie murmuró algo, pero se resistió a mirarle de nuevo, confusa e irritada hasta el punto de no poder pensar una adecuada contestación superficial. ¡Oh, no había derecho! ¿Cómo podía alguien atreverse a tener una cara y unos ojos tan parecidos a los del padre Ralph? En cambio, su manera de mirarla era distinta; había en ella diversión, pero no amor. Desde aquel primer día en que había visto al padre Ralph arrodillándose en el polvo del patio de la estación de Gilly, Meggie había descubierto amor en sus ojos. Y ahora miraba sus ojos, ¡y no le veía a el!. Era una broma cruel, un castigo.
Ignorando los pensamientos de la joven, Luke O'Neill mantuvo su bayo junto a la mansa yegua de Meggie, mientras vadeaban el torrente, que todavía bajaba caudaloso a causa de la lluvia. Desde luego, ¡la chica era una belleza! ¡Y qué cabellos! Lo que no era más que barbas de mazorca de maíz en las cabezas de los varones Cleary, era un adorno precioso en este pimpollo. ¡Si al menos le dejase ver mejor su cara! Y entonces pudo verla, y su mirada, bajo las cejas juntas, tenía una expresión extraña; no precisamente de desagrado, como si tratase dé ver en él algo que no podía ver, o como si hubiese visto algo que habría preferido no ver. Vete a saber lo que sería. Pero, de todos modos, parecía inquietarla. Luke no estaba acostumbrado a verse sopesado por una mujer, y esto representó una novedad para él. Pillado naturalmente en una trampa de cabellos de oro crepuscular y de ojos dulces, mostró un interés que no hizo más que aumentar la inquietud y el disgusto de la joven. Sin embargo, seguía observándole, ligeramente abierta la roja boca, con unas diminutas gotas de sudor sobre el labio superior y sobre la frente, pues el calor apretaba, y con las rojizas cejas arqueadas en una muda interrogación.
Él sonrió y mostró los grandes dientes blancos del padre Ralph; y sin embargo, no era la sonrisa del padre Ralph.
– ¿Sabe que parece usted una niña pequeña, boquiabierta y asombrada?
Ella desvió la mirada.
– Lo siento. No quena ser impertinente. Me ha recordado usted a alguien; esto es todo.
– Mire cuanto quiera. Prefiero su cara a su cabellera, por bonita que ésta sea. ¿A quién le recuerdo?
– No tiene importancia. Lo extraño es que se parece mucho y, al mismo tiempo, es completamente distinto.
– ¿Cómo se llama usted, señorita Cleary?
– Meggie.
– Meggie… Un nombre poco digno, que no le cae nada bien. Habría preferido que se llamase Belinda o Madeleine; pero, si Meggie es todo lo que tiene que ofrecer, tendré que resignarme. ¿Qué significa? ¿Tal vez Margaret?
– No; Meghann.
– ¡Ah! ¡Eso está mejor! La llamaré Meghann.
– No, ¡no lo haga! -saltó ella-. ¡Detesto este nombre!
Pero él se echó a reír.
– Está usted demasiado acostumbrada a hacer su voluntad, señorita Meghann. Si' quiero llamarla Eus-taquia Sofronia Augusta, lo haré; conque, ¡ya lo sabe!
Habían llegado a los corrales; él se apeó de su bayo, levantó un puño amenazador ante el belfo del rocín, y éste bajó sumisamente la cabeza. Después, el hombre esperó a que ella le tendiese las manos, para ayudarla a bajar. Pero ella tocó las ijadas de la yegua con los tacones de sus botas y siguió camino adelante.
– No va a dejar a la elegante dama al cuidado de los vulgares ganaderos, ¿eh?
– le gritó él.
– ¡Claro que no! -respondió ella, sin volverse.
¡Oh! ¡No había derecho! Incluso cuando estaba de pie se parecía al padre Ralph; alto, ancho de hombros y estrecho de caderas, incluso con algo de su prestancia, pero empleada de un modo diferente. El padre Ralph se movía como un bailarín; Luke O'Neill, como un atleta. Sus cabellos eran igualmente tupidos, negros y ondulados; sus ojos, asimismo azules; su nariz, igualmente fina y recta, y su boca, también bien dibujada. Y sin embargo, no se parecía al padre Ralph más que… que un falso eucalipto a un eucalipto auténtico, ambos igualmente altos y pálidos y espléndidos.
Después de aquel encuentro casual, Meggie mantuvo los oídos abiertos a los rumores y chismes sobre Luke O'Neill. Bob y los chicos estaban contentos de su trabajo y parecían llevarse bien con él; según Bob, no sabía lo que era la pereza. Incluso Fee sacó una noche su nombre a relucir, declarando que era un hombre muy guapo.
– ¿No te recuerda a alguien? -preguntó casualmente Meggie, que estaba tendida sobre la alfombra, leyendo un libro.
Fee pensó un momento.
– Bueno, creo que se parece un poco al padre De Bricassart. La misma complexión, el mismo color de la piel. Pero no es un gran parecido; son demasiado diferentes como hombres. -Hizo una pausa y añadió-: Meggie, ¿no puedes sentarte en una silla, como una señorita, para leer? El hecho de que lleves pantalones no debe hacerte olvidar del todo la modestia.
– ¡Bah! -dijo Meggie-. ¡Como si alguien se fijara!
Y así quedó la cosa. Había un parecido; pero detrás de las caras había dos hombres muy distintos, y esto fastidiaba a Meggie, porque estaba enamorada de uno de ellos y sentía remordimiento de encontrar atractivo al otro. En la cocina, descubrió que era el favorito, y también descubrió la causa de que llevase camisa y pantalón blanco para ir a la dehesa; la señora Smith le lavaba y planchaba la ropa, cediendo a su natural hechizo.
– ¡Oh! ¡Es un irlandés guapísimo! -suspiró Min-nie, extasiada.
– Es australiano -dijo Meggie, para provocarla.
– Tal vez ha nacido aquí, señorita Meggie, pero, con un apellido como O'Neill, es tan irlandés como los cerdos de Paddy, dicho sea con todo el respeto para su santo padre, señorita Meggie, que en gloria esté y cantando con los ángeles. ¿Y cómo no puede ser irlandés, con unos cabellos tan negros y unos ojos tan azules? En los viejos tiempos, los O'Neill eran reyes de Irlanda.