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– Pensaba que eran los Connor -replicó taimadamente Meggie.

Los ojillos redondos de Minnie pestañearon.

– ¡Ya! Bueno, señorita Meggie, ¡Irlanda era un gran país!

– ¡Vaya! ¡Tiene aproximadamente la extensión de Drogheda! Y en todo caso, O'Neill es un apellido de Orange; no puedes engañarme.

– Aunque sea así, es un gran nombre irlandés, que ya existía mucho antes de que nadie pensara en los hombres de Orange. Es un nombre de las regiones del Ulster; por tanto, es natural que lo llevasen algunos Orange, ¿no? Pero antes estuvieron los O'Neill de Clandeboy y los O'Neill Mor, señorita Meggie.

Meggie se rindió; Minnie había renunciado hacía tiempo a cualquier tendencia feniana que hubiese podido tener, y podía pronunciar la palabia «Orange» sin que le diese un ataque.

Una semana más tarde, Meggie volvió a tropezarse con Luke O'Neill a orilla del torrente. Sospechó que él la había estado esperando, pero no supo que hacer, si había sido así.

– Buenas tardes, Meghann.

– Buenas tardes -contestó ella, mirando al frente, entre las orejas de la yegua castaña.

– El próximo sábado por la noche, hay un baile en Braich y Pwll. ¿Quiere venir conmigo?

– Gracias por invitarme, pero no sé bailar. Sería inútil.

– Yo le enseñaré a bailar en menos que canta un gallo; eso no es ningún obstáculo. Y, ya que voy a llevar a la hermana del patrón*, ¿cree que Bob me prestaría el viejo «Rolls», ya que no el nuevo?

– Ya le he dicho que no voy a ir -replicó ella, apretando los dientes.

– Usted ha dicho que no sabe bailar, y yo le he contestado que la enseñaría. No ha dicho que no iría conmigo, aunque supiese bailar, y por eso pensé que lo que la disgustaba era el baile, no yo. Bueno, ¿lo pensará mejor?

Ella le miró irritada, furiosa, pero él se echó a reír.

– Es usted una niña mimada a más no poder, pequena Meghann; ya es hora de que dé su brazo a torcer.

– ¡No soy una niña mimada!

– ¡A otro con ese cuento! Hija única, con todos sus hermanos desviviéndose por usted, sobrada de tierras y dinero, con una casa preciosa y criadas a su servicio. Ya sé que todo es propiedad de la Iglesia católica, pero a los Cleary no les falta un penique.

«!Esta era la gran diferencia entre ellos!», pensó triunfalmente Meggie. Hasta ahora no se había dado cuenta. El padre Ralph no se habría dejado nunca seducir por los oropeles externos, pero Luke carecía de su sensibilidad, no tenía unas antenas innatas que le decían lo que había debajo de la superficie. Pasaba por la vida sin tener la menor idea de su complejidad o de sus sufrimientos.

Bob, muy asombrado, tendió las llaves del nuevo «Rolls» sin murmurar siquiera; miró fijamente a Luke unos momentos, sin hablar, y después, sonrió.

– Nunca pensé que Meggie iría a un baile, pero llévela en buena hora, Luke. Supongo que a ella le gustará, pues tiene pocas ocasiones de divertirse. Quizá deberíamos llevarla nosotros alguna vez, pero siempre hay algo que lo impide.

– ¿Por qué no venís también tú y Jack y Hughie? -preguntó Luke, por lo visto nada reacio a tener compañía.

Bob meneó la cabeza, horrorizado.

– No, gracias. No somos buenos bailarines.

Meggie se puso su vestido de color de ceniza de rosas, pues no tenía otra cosa que ponerse; no se le había ocurrido emplear parte del dinero que el padre Ralph había depositado a su nombre en el Banco, para comprarse vestidos para fiestas y bailes. Hasta ahora se había librado de todas las invitaciones, pues los tipos como Enoch Davies y Alastair MacOueen eran fáciles de convencer con un rotundo no. No tenían el descaro de Luke O'Neill.

Pero, mientras se contemplaba en el espejo, pensó que podría ir a Gilly la próxima semana, cuando mamá hiciera el viaje acostumbrado, para visitar a la vieja Gert y encargarle unos cuantos vestidos nuevos.

Porque odiaba llevar este vestido; si hubiese tenido otro sólo un poquitín adecuado, se lo habría quitado en un segundo. Habían sido otros tiempos, otro hombre de cabellos negros, pero diferente, y el vestido estaba tan ligado a los sueños y al amor, a las lágrimas y a la soledad, que llevarlo para un hombre como Luke O'Neill le parecía casi una profanación. Pero se había acostumbrado a disimular lo que sentía, a aparecer siempre tranquila y exterior-mente feliz. Su autodominio la envolvía en una capa más gruesa que la corteza de un árbol, y a veces, por la noche, pensaba en su madre y se echaba a temblar.

¿Terminaría como mamá, privada de todo sentimiento? ¿Había empezado así mamá, en los tiempos del padre de Frank? ¿Y qué haría mamá, qué diría, si supiese que Meggie conocía la verdad sobre Frank? ¡Oh, aquella escena en la casa rectoral! Parecía que había sucedido ayer; la pelea entre Paddy y Frank, y Ralph agarrándola a ella con tanta fuerza que le hacía daño, y aquellas cosas horribles, pronunciadas a gritos. Todo coincidía. Meggie, cuando lo Supo, pensó que habría debido adivinarlo. Era ya lo bastante mayor para darse cuenta de que el hecho de tener hijos requería algo más de lo que solía pensar; alguna especie de contacto físico absolutamente prohibido a los que no estaban casados. ¡Qué vergüenza y que humillación debió sentir la pobre mamá por culpa de Frank! No era extraño que fuese como era. Si le hubiese ocurrido a ella, pensó Meggie, habría querido morir. En los libros, sólo las mujeres más bajas y ruines tenían hijos fuera del matrimonio; y sin embargo, mamá no era ruin, ni podía haberlo sido nunca. Meggie deseó con todo su corazón que su madre le hablara alguna vez de ello, o que ella pudiese reunir el valor suficiente para atreverse a preguntarle. Tal vez, de alguna manera, habría podido ayudarla. Pero no era fácil abordar a mamá, y ésta no daría nunca el primer paso. Meggie suspiró mirándose al espejo, esperando no verse jamás en un trance semejante.

Sin embargo, era joven, y en ocasiones como ésta, mientras se contemplaba con su vestido de cenizas de rosas, deseaba sentir, deseaba que la emoción la agitase como un viento fuerte y cálido. No quería andar atareada como un autómata durante el resto de su vida; necesitaba un cambio, y vitalidad y amor. Amor, y un marido y unos hijos. ¿De qué le servía suspirar por un hombre que nunca sería suyo? Él no la quería, no la querría nunca. Decía que la amaba, pero no como la amaría un marido. Porque estaba casado con la Iglesia. ¿Eran todos los hombres capaces de amar a una cosa inanimada, más de lo que podían amar a una mujer? No; no todos los hombres podían ser así. Tal vez los difíciles, los complicados, los que se debatían en mares de dudas y objeciones y argumentos. Pero tenía que haber hom bres más sencillos, hombres que pudiesen amar a una mujer más que a todo lo demás. Hombres como Luke O'Neill, por ejemplo.

– Creo que eres la chica más hermosa que jamás había visto -dijo Luke, poniendo el «Rolls» en marcha.

Meggie no estaba acostumbrada a los cumplidos; le miró de reojo, sorprendida, y no replicó.

– ¿No es estupendo? -preguntó Luke, sin acusar la falta de entusiasmo de ella-. Das vuelta a una llave, aprietas un botón del tablero, y el coche se pone en marcha. Sin tener que darle a la manivela y quedar rendido antes de que el motor le dé la gana de arrancar. Esto es vida, Meghann; no cabe la menor duda.

– ¿Quieres dejarme en paz? -dijo ella.

– ¡Por Dios que no! Has venido conmigo, ¿no? Esto quiere decir que eres mía para toda la noche, y no permitiré que nadie lo discuta.

– ¿Cuántos años tienes, Luke?

– Treinta. ¿Y tú?

– Casi veintitrés.

– ¿Tantos? ¡Si pareces una niña!

– Pues no lo soy.

– ¡Ya! ¿Te has enamorado alguna vez?