– Una.
– ¿Sólo una? ¿A tus veintitrés años? ¡Señor! A tu edad, yo me había enamorado al menos una docena de veces.
– Quizá yo habría hecho lo mismo, pero en Dro-gheda hay muy pocos hombres de los que enamorarse. Creo que tú fuiste el primer ganadero que me dijo algo más que «hola».
– Bueno, si no querías ir a los bailes, porque no sabes bailar, estabas fuera de órbita. Pero eso lo arreglaremos en un periquete. Antes de que termine la velada, sabrás bailar, y, dentro de unas semanas, tendremos una campeona. -Le echó una rápida mirada-. Pero no me digas que ninguno de los hacendados de por ahí te invitó nunca a un baile. Comprendo lo de los ovejeros, porque tú estás por encima de sus inclinaciones, pero algún joven patrono debe haberte mirado con ojos tiernos.
– Si estoy por encima de los ovejeros, ¿por qué me lo preguntas?
– Porque tengo la cara más dura del mundo -rió él-. Bueno, no cambies de tema. Más de un patán de Gilly te lo habrá pedido, ¿eh?
– Alguno -confesó ella-. Pero, en realidad, nunca tuve ganas de ir. Tú casi me has obligado.
– Entonces, los demás son idiotas perdidos -dijo él-. Yo aprecio las cosas buenas al primer vistazo.
No estaba segura de que le gustase demasiado el tono de Luke, pero lo malo era que nunca daba su brazo a torcer.
En el baile, había gente de toda clase, desde hijos e hijas de los hacendados hasta peones con sus mujeres, los que las tenian; criadas y amas de llaves, y habitantes del pueblo, de ambos sexos y de todas las edades. Las maestras de escuela, por ejemplo, aprovechaban estas oportunidades para confraternizar con los aprendices de ganaderos, los empleados de Banco y los verdaderos hombres de la dehesa.
El lujo reservado a otras fiestas más formales brillaba en éstas por su ausencia. El viejo Mickey O'Brien venía de Gilly para tocar el violín, y siempre había algunos mozos dispuestos a tocar el acordeón, turnándose en el acompañamiento de Mickey, mientras el viejo violinista permanecía horas enteras sentado en un barril o en una paca de lana, tocando sin descanso y babeando del colgante labio inferior, porque tenía pereza de tragar la saliva, cosa que tal vez le habría hecho perder el ritmo.
Tampoco eran los bailes que había visto en la fiesta de cumpleaños de Mary Carson. Éstos eran más enérgicos: bailes en corro, gigas, polcas, cuadrillas, contradanzas, mazurcas, Sir Roger de Coverleys, en que sólo se tocaban ligeramente las manos de la pareja o se giraba vertiginosamente. Faltaban el sentido de intimidad, de ensoñación. Todo el mundo parecía considerar aquellos bailes como un simple medio de evasión de sus frustraciones; las intrigas románticas se desarrollaban mejor al aire libre, lejos del ruido y del jaleo.
Meggie tardo poco en descubrir que era muy envidiada a causa de su arrogante pareja. El era blanco de tantas miradas lánguidas y seductoras como lo había sido antaño el padre Ralph, sólo que éstas eran más descaradas. Como lo había sido antaño el padre Ralph. Como lo había sido… ¡Qué terrible, tener que pensar en él empleando el más remoto de los tiempos del verbo!
Fiel a su palabra, Luke sólo la dejó una vez, el tiempo preciso para ir al lavabo. Enoch Davies y Liam O'Rourke estaban también allí, ansiosos por rempla-zarle junto a Meggie. Pero él no les dio la menor oportunidad de hacerlo, y la propia Meggie parecía demasiado aturrullada para saber que tenía perfecto derecho a aceptar invitaciones a bailar por parte de personas distintas de su acompañante. Ella no oyó los comentarios; Luke sí que los oyó, y se rió para sus adentros. ¡Qué desfachatez la de aquel tipo! Un simple ovejero, ¡y les birlaba la chica ante sus propias narices! Pero las censuras no significaban nada para Luke. Ellos habían tenido su oportunidad; si la habían desperdiciado, ¡tanto peor para ellos!
El último baile era un vals. Luke asió a Meggie de la mano, ciñó su cintura con el otro brazo y la atrajo hacia sí. Era un excelente bailarín. Y ella descubrió para su sorpresa, que no tenía que hacer nada, salvo dejarse llevar. Por otra parte, el hecho de ser abrazada por un hombre, de sentir los músculos de su pecho y de sus muslos, de absorber su calor corporal, le producía una sensación extraordinaria. Sus breves contactos con el padre Ralph habían sido tan efímeros que no había tenido tiempo de percibir pequeñas cosas, y había pensado sinceramente que lo que sentía en sus brazos no volvería a sentirlo en los de nadie más. Pero lo de ahora, aunque completamente distinto, era excitante; su pulso se había acelerado, y ella comprendió que él lo había advertido, pues la estrechó de pronto con más fuerza y apoyó la mejilla en sus cabellos.
Mientras volvían a casa en el «Rolls», iluminando el accidentado camino y lo que a veces ni siquiera era camino, hablaron muy poco. Braich y Pwll estaba a más de cien kilómetros de Drogheda, y todo eran dehesas, sin casas ni luces a la vista, sin rastro de humanidad. La elevación que cruzaba Drogheda sólo era unos treinta metros más alta que la llanura, pero, en aquellas tierras negras, subir a la cresta era como alcanzar la cima de un monte en Suiza. Luke detuvo el coche, se apeó y fue a abrir la portezuela del lado de Meggie. Ésta se apeó a su vez, temblando un poco. ¿Iba a estropearlo todo, tratando de besarla? ¡Era un lugar tan tranquilo, tan apartado del mundo!
Había una valla medio podrida a un lado, y sosteniendo delicadamente a Meggie de un codo, para que no tropezase con sus frivolos zapatos, Luke la condujo por el desigual terreno, lleno de madrigueras de conejos. Meggie se asió con fuerza a la valla, contempló la llanura y perdió el habla; primero, de mie: do, y después, de asombro, al ver que él no hacía ningún movimiento para tocarla.
Casi tan claramente como habría podido hacerlo el sol, la pálida luz de la luna descubría inmensas extensiones, donde la hierba, plateada, blanca y gris, rielaba y oscilaba como un suspiro inquieto. Las hojas de los árboles brillaban súbitamente como chispas de fuego al agitar el viento las frondosas copas, y grandes golfos de sombra se abrían misteriosamente al pie de los troncos como bocas del mundo subterráneo. Ella levantó la cabeza, quiso contar las estrellas y no pudo; delicados como gotas de rocío en una tela de araña, los luceros parecían encenderse y apagarse, en un ritmo tan eterno como Dios. Parecían suspendidos sobre ella como una red, bellos, silenciosos, como observando y escrutando el alma, como ojos de insectos que brillaran bajo la luz de un faro, ciegos por su expresión, infinitos por su poder visual. Los únicos sonidos eran el susurro del viento sobre la hierba o entre los árboles, algún chasquido del «Rolls» al enfriarse y la queja de algún pájaro adormilado y enojado al ver interrumpido su descanso, y el único olor, el fragante e indefinible aroma de la dehesa.
Luke volvió la espalda a la noche, sacó una bolsa de tabaco y un librito de papel de fumar, y empezó a liar un cigarrillo.
– ¿Naciste aquí, Meggie? -preguntó, frotando perezosamente las hebras de tabaco sobre la palma de la mano.
– No; nací en Nueva Zelanda. Vinimos a Droghe-da hace trece años.
Él puso el tabaco sobre la hoja de papel, enrolló hábilmente ésta entre el índice y el pulgar, pasó la lengua por la goma, cerrando acto seguido el pequeño cilindro. Después apretó las puntas con una cerilla, frotó ésta y encendió el cigarrillo.
– Esta noche te has divertido, ¿no?
– ¡Oh, sí!
– Me gustaría llevarte a todos los bailes.
– Gracias.
Él volvió a guardar silencio, fumando despacio y mirando, por encima del «Rolls», hacia el bosquecillo donde el irritado pájaro seguía piando furiosamente. Cuando el cigarrillo quedó reducido a una colilla entre sus dedos manchados, la dejó caer al suelo y la aplastó repetidas veces con el tacón de la bota, hasta tener la seguridad de que se había apagado. Nadie tiene tanto cuidado en apagar un cigarrillo como un ganadero australiano.
Meggie suspiró y apartó la vista de la luna, y él la condujo al coche. Era demasiado prudente para intentar besarla tan pronto, ya que lo que pretendía era casarse con ella; tenía que esperar a que ella desease que la besara.