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Pero hubo otros bailes, mientras el verano desgranaba su furioso y polvoriento esplendor; gradualmente, la gente de la casa se acostumbró al hecho de que Meggie había encontrado un guapo acompañante. Sus hermanos se abstuvieron de gastarle bromas, porque la querían y apreciaban también bastante a aquel hombre. Luke O'Neill era el mejor trabajador que habían tenido, y ésta era la mejor recomendación. Como, en el fondo, tenían más de obreros que de patronos, nunca se les ocurrió juzgarle por carecer de bienes. Fee, que habría debido pesarle en una balanza más selectiva, no tenía ganas de hacerlo. En todo caso, la tranquila presunción de Luke de que era diferente de los ganaderos corrientes dio su fruto, y, por esta causa, fue tratado por los de la casa como uno de ellos.

Tomó por costumbre visitar la casa grande cuando no tenía que pernoctar en la dehesa, y, al cabo de un tiempo, Bob declaró que era una tontería que comiese solo cuando había comida de sobra en la mesa de los Cleary, y entonces empezó a comer con ellos. Después de lo cual, pareció bastante injusto enviarle a dormir a más de un kilómetro de allí, cuando él era tan amable de quedarse a charlar con Meggie hasta bien avanzada la noche; en vista de lo cual, le invitaron a trasladarse a una de las casitas destinadas a los invitados y que se hallaba detrás de la casa grande.

Por quel entonces, Meggie había empezado ya a pensar mucho en él, y menos desdeñosamente que al principio, cuando no hacía más que compararle con el padre Ralph. La vieja herida estaba cicatrizando. Al cabo de un tiempo, olvidó que el padre Ralph sonreía de otra manera con su boca igual a la de Luke, y que los vividos ojos azules del padre Ralph estaban llenos de serenidad, mientras que los de Luke brillaban de inquieta pasión. Ella era joven, y nunca había saboreado plenamente el amor, sino que sólo lo había probado fugazmente en un par de momentos. Deseaba paladearlo bien, llenarse los pulmones de su aroma, sentir su vértigo en su cerebro. El padre Ralph se había convertido en el obispo Ralph; nunca, nunca volvería a ella. La había vendido por trece millones de monedas de plata, y esto dolía. Si él no hubiese empleado esta frase aquella noche, junto al manantial, ella no le habría dado vueltas al asunto; pero la había empleado, y, desde entonces, ella había yacido despierta muchas noches, preguntándose lo que habría querido decir.

Cuando bailaba con Luke, sentía inquietas las manos sobre la espalda de él; su contacto y su fuerte vitalidad le producían una fuerte excitación. Cierto que no sentía por él aquel fuego oscuro y líquido en la médula de sus huesos, y no pensaba que, si dejase de verle, se marchitaría hasta morir, ni se estremecía y temblaba por una mirada de él. Pero, al llevarla Luke a las fiestas del ditsrito, había conocido mejor a Enoch Davies, a Liam O'Rourke y a Alastair MacQueen, y ninguno de ellos la emocionaba como Luke O'Neill. Si eran lo bastante altos para obligarle a levantar la cabeza para mirarles, no tenían, en cambio, los ojos de Luke, y, si alguno tenía la misma clase de ojos, no tenía los cabellos como él. Siempre carecían de algo que no faltaba en Luke, aunque ella no sabía lo que realmente poseía Luke. Es decir, aparte de que le recordaba al padre Ralph, aunque se negaba a admitir que sólo la atrajese por esto.

Hablaban mucho, pero siempre de temas generales: el esquileo, la tierra, los corderos, o lo que él buscaba en la vida, o tal vez de lugares que había visitado o de algún acontecimiento político. Luke leía algún libro de vez en cuando, pero no era un lector inveterado como Meggie, y ésta, por más que se esforzase, no conseguían nunca hacerle leer un libro por el mero hecho de que ella lo había encontrado interesante. Tampoco llevaba nunca la conversación hacia profundidades intelectuales; y lo más curioso e irritante era que no mostraba el menor interés por la vida de ella, ni le preguntaba lo que pretendía obtener de ésta. A veces, ella deseaba hablar de materias más relacionadas con su corazón que los corderos o la lluvia, pero, si apuntaba algo en este sentido, él era experto en desviar la conversación por cauces más impersonales.

Luke O'Neill era listo, vanidoso, muy trabajador y con un gran afán de hacerse rico. Había nacido en una mísera cabana, exactamente sobre el trópico de Capricornio, en las afueras de la ciudad de Longreach, en Queensland occidental. Su padre era la oveja negra de una familia irlandesa acomodada, pero incapaz de perdonar, y su madre era hija de un alemán, carnicero de Wiston; cuando se empeñó en casarse con el padre de Luke, fue también desheredada. Había diez niños en aquella choza, y ninguno de ellos tenía unos zapatos que ponerse, aunque esto importaba poco en la tórrida Longreach. Luke, padre, que se ganaba la vida esquilando corderos cuando le apetecía (por lo general, le apetecía más beber ron OP), murió en un incendio de la taberna de Blackall, cuando el joven Luke tenía doce años. Por consiguiente, éste se largó en cuanto pudo para trabajar de ayudante de esquilador, encargado de embadurnar las heridas de las reses con pez fundido, cuando a un esquilador se le escapaba la mano y cortaba carne además de lana.

Había una cosa que nunca espantó a Luke, y era el trabajo duro; lo deseaba tanto como otros deseaban lo contrario, aunque nadie se había preocupado de averiguar si esto se debía a que su padre había sido un borrachín y el hazmerreír del pueblo, o a que había heredado el amor al trabajo de su madre.

Al hacerse mayor ascendió en el oficio y pasó a ser mozo de establo, en cuya condición corría arriba y abajo recogiendo los grandes vellones grises que volaban de una pieza, hinchados como cometas, para llevarlos a la mesa para ser descadillado. Allí aprendió a descadillar, limpiando la lana de pajillas y otras cosas, y pasándola a unos recipientes para ser examinada por el clasificador, que era el aristócrata del esquiladero, el hombre que, como el catador de vinos, no puede aprender el oficio a menos que tenga una predisposición instintiva para él. Y Luke no tenía instinto de catador; si quería ganar dinero, como era el caso, tenía que dedicarse a la prensa o al esquileo. Tenía fuerza para manejar la prensa, para formar macizas balas con los vellones clasificados, pero un buen esquilador podía ganar más dinero.

Como era muy conocido en Queensland occidental como buen trabajador, no tuvo dificultad para conseguir un puesto de aprendiz. Con habilidad, coordinación, fuerza y resistencia, cualidades que afortunadamente poseía Luke, un hombre podía convertirse en esquilador de primera. Pronto esquiló Luke doscientas y pico ovejas al día, seis días a la semana, y una libra cada cien; y esto con las finas tijeras llamadas boggi, por su semejanza con los lagartos de esta clase. Las grandes herramientas de Nueva Zelanda, de peines y hojas anchos y toscos, eran ilegales en Australia, a pesar de que, con ellas, un esquilador podía doblar su producción.

Era un trabajo muy pesado; tenía que estar siempre encorvado, con un cordero apretado entre las piernas, pasando su boggi a lo largo del cuerpo del animal para cortar la lana de una pieza y dejar la menor cantidad posible para un segundo corte, y haciéndolo al rape para complacer al jefe de la explotación, siempre dispuesto a echarle una bronca al esquilador que no atendiese sus rigurosas instrucciones. No le importaban el calor ni el sudor ni la sed, que le obligaban a beber más de tres galones de agua al día, y ni siquiera las irritantes hordas de moscas, pues había nacido en un país de moscas. Tampoco le importaba las muchas variedades de corderos, pesadilla de los esquiladores, ni que todos ellos fuesen merinos, lo cual quería decir que tenían lana desde el morro hasta las pezuñas y cuya piel era frágil y móvil como un papel resbaladizo.

No; el trabajo no importaba a Luke, porque, cuanto más duro trabajaba, mejor se sentía; lo que le irritaba era el ruido, el encierro, el hedor. Ningún lugar del mundo era tan infernal como un esquiladero. Por esto decidió convertirse en capataz, en el hombre que recorría las filas de encorvados esquiladores y observaba cómo cortaban los vellones con sus suaves y perfectos movimientos.