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Y al fondo de la era, en su sillón de mimbre, Se sienta el capataz que mira a todas partes.

Así decía la vieja canción da los esquiladores, y esto era lo que Luke O'Neill había resuelto ser. El gallardo capataz, el jefe, el ganadero, el colono. Hl perpetuo encorvamiento, los brazos alargados del esquilador, no se habían hecho para él; prefería trabajar al aire libre, mientras entraba el dinero en sus bolsillos. Sólo la perspectiva de ser un esquilador de pri-merísima categoría, uno de esos raros hombres capaces de esquilar más de trescientos merinos al día, según las normas y empleando boggis, habría mantenido a Luke dentro de los corrales. Aquéllos ganaban, además, mucho dinero con las apuestas. Pero, desgraciadamente, él era demasiado alto, y los segundos que perdía encorvándose y estirándose, le impedían alcanzar aquella cima a pesar de ser un buen esquilador.

Entonces, dentro de sus limitaciones, pensó en otra manera de lograr lo que anhelaba; al llegar a este momento de su vida, descubrió que las mujeres lo encontraban muy atractivo. Había realizado su primer intento cuando trabajaba cuidando ganado en Gnarlunga, la heredera de cuya hacienda era una mujer muy joven y muy bonita. Pero quiso su mala suerte que ella prefiriese a un mozo cuyas chocantes hazañas se estaban haciendo legendarias en la región. Desde Gnarlunga pasó a Bingelly, donde obtuvo un empleo de desbravador de caballos, pero sin perder de vista la casa solariega, donde la ya entrada en años y nada atractiva heredera vivía en compañía de su padre viudo. Había estado a punto de conquistar a la pobre Dot, pero ésta había acabado sometiéndose a los deseos de su padre y casándose con el astuto sexagenario que poseía la hacienda vecina.

Estos dos ensayos le hicieron perder más de tres años de su vida, y decidió que veinte meses por heredera era demasiado tiempo y resultaba muy aburrido. Le convenía más viajar durante una temporada, cambiando con frecuencia de sitio, hasta que sus correrías le permitiesen descubrir otras perspectivas adecuadas. Divirtiéndose enormemente, empezó a recorrer los caminos ganaderos de Queensland, bajando hasta el Cooper y la Diamantina, el Barcoo y el Bulloo Over-flow, en el rincón más alejado de la Nueva Gales del Sur Occidental. Tenía treinta años, y ya era hora de que encontrase la gallina que pusiese al menos algunos huevos de oro.

Todo el mundo había oído hablar de Drogheda, pero Luke aguzó los oídos cuando se enteró de que había allí una hija única. No podía esperar que ésta heredase, pero tal vez estarían dispuestos a dotarla con unos modestos 100.000 acres de terreno alrededor de Kynuna o de Winton. Había buenas tierras en los alrededores de Gilly, pero aquello era demasiado selvático y boscoso para él. Luke ansiaba la enormidad del lejano oeste de Queensland, donde la hierba se extendía hasta el infinito y los árboles eran, sobre todo, algo que el hombre recordaba como vagamente existente hacia el Este. Sólo un herbazal continuo, sin principio ni fin, donde era afortunado el hombre que apacentaba un cordero por cada diez acres que poseía. Porque a veces no había hierba, sino sólo un desierto de suelo negro, resquebrajado y jadeante. La hierba, el sol, el calor y las moscas; cada hombre tiene su cielo, y éste era el de Luke O'Neill.

Se había enterado del resto de la historia de Dro-gheda por Jimmy Strong, el agente de ganado de «AMI & F» que le había llevado el primer día, y había sido un rudo golpe para él el descubrir que la Iglesia católica era la propietaria de Drogheda. Sin embargo, sabía por experiencia que las herederas de propiedades escaseaban mucho, y, por consiguiente, cuando Jimmy Strong siguió diciendo que aquella hija única tenía una buena suma de dinero propio y muchos hermanos que la adoraban, decidió llevar adelante sus planes.

Pues, aunque hacía tiempo que Luke había decidido que el objetivo de su vida era 100.000 acres de tierra en los alrededores de Kynuna o de Winton, y había perseguido tercamente este fin, lo cierto era que, en el fondo, prefería el dinero efectivo a los medios que eventualmente podían proporcionárselo; más que la posesión de tierras y el poder inherente a ella, le atraía la perspectiva de largas hileras de cifras en una cuenta bancaria a su nombre. No había sido Gnar-lunga ni Bingelly lo que había ambicionado desesperadamente, sino su valor en dinero efectivo. Un hombre que hubiese querido de verdad ser el amo de un lugar no le habría echado el ojo a Meggie Cleary, que no poseía tierra alguna. Ni habría amado tanto el duro trabajo físico como lo amaba Luke O'Neill.

El baile del salón de la Santa Cruz de Gilly era el que hacía tres entre los bailes a que Luke había llevado a Meggie en otras tantas semanas. Meggie era demasiado ingenua para sospechar las maniobras de él y cómo había conseguido algunas de las invitaciones, pero, regularmente, al llegar el sábado, él pedía las llaves del «Rolls» a Bob y llevaba a Meggie a algún lugar en un radio de doscientos cincuenta kilómetros.

Aquella noche hacía frío, y ella estaba de pie junto a una valla, contemplando un paisaje sin luna y sintiendo crujir la escarcha bajo sus pies. Se acercaba el invierno. Luke le rodeó la "cintura con un brazo y la atrajo hacia sí.

– Tienes frío -dijo-. Será mejor que te lleve a casa.

– No; me siento bien. Estoy entrando en calor -respondió ella, jadeando.

Sentía algo diferente en él, algo diferente en el brazo que le ceñía la espalda sin fuerza y de un modo impersonal. Pero era agradable apoyarse en él, sentir el calor que irradiaba su cuerpo, la diferente construcción de su estructura. A través de su gruesa chaqueta de punto, percibía la mano de él, que se movía en pequeños círculos cariñosos, como un masaje de prueba, interrogador. Si, llegados a este punto, ella decía que tenía frío, él se detendría; si no decía nada, él lo interpretaría como un permiso tácito para seguir adelante. Meggie era joven, y ansiaba saborear debidamente el amor. Éste era el único hombre que le interesaba, aparte de Ralph; luego, ¿por qué no averiguar cómo sabían sus besos? Sólo pedía que fuesen diferentes, ¡que no fuesen como los de Ralph!

Interpretando el silencio como muestra de conformidad, Luke apoyó la otra mano en el hombro de ella, la volvió de cara a él e inclinó la cabeza. ¿Era éste el sabor de una boca? ¡No era más que una especie de presión! ¿Qué debía hacer ella para indicar que le gustaba? Movió los labios bajo los de él, e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. La presión aumentó; él abrió la boca, le obligó a abrir los labios con los dientes y la lengua y pasó ésta por el interior de su boca. Algo repugnante. ¿Por qué había sido tan distinto cuando Ralph la había besado? Entonces no había percibido nada nauseabundo; no había pensado nada, sólo se había abierto a él como una caja al ser pulsado un resorte secreto por una mano amiga. ¿Qué diablos estaba haciendo ahora él? ¿Por qué sentía este estremecimiento y se apretaba a él, cuando su mente deseaba furiosamente apartarse?

Luke había encontrado un punto sensible en su costado, y mantenía los dedos allí obligándola a retorcerse; hasta ahora, la cosa no la entusiasmaba. Entonces, él interrumpió su beso y aplicó los labios a un lado de su cuello. Esto pareció gustarle un poco más; le abrazó y jadeó; pero, cuando él deslizó los labios por su cuello y, al mismo tiempo, trató de descubrirle el hombro con la mano, ella le empujó con brusquedad y se echó rápidamente atrás.

– ¡Basta, Luke!

El episodio le había trastornado, le había producido cierta repulsión. Luke lo comprendió perfectamente al ayudarla a subir al coche, y lió un cigarrillo que le hacía mucha falta. Se consideraba un buen galán; hasta ahora, ninguna chica le había rechazado…, pero no eran damitas como Meggie. Incluso Dot MacPher-son, la hededera de Bingelly, mucho más arisca que Meggie, era tosca a más no poder, carecía de la elegancia de los internados de Sydney y de todas esas monsergas. A pesar de su buen aspecto, Luke estaba aproximadamente al mismo nivel del obrero corriente del campo en lo tocante a experiencia sexual; sabía poco de la mecánica del amor, aparte de su propio gusto, y nada de su teoría. Las numerosas muchachas con las que se había acostado no se habían mostrado reacias, dándole así la seguridad de que les gustaba; pero esto significaba que tenía que confiar en cierta cantidad de información personal, no siempre sincera. Una joven aceptaba la aventura amorosa con esperanza de casarse, cuando el hombre era tan atractivo y trabajador como Luke, pero no era probable que perdiese la cabeza sólo por complacerle. Y lo que más gustaba a un hombre era que le dijesen que él era el mejor de todos. Luke nunca había sospechado cuántos hombres, aparte de él mismo, se habían dejado engañar por esto.