Pensando todavía en la vieja Dot, que había cedido y hecho lo que quería su padre, después de que éste la tuviese encerrada una semana en el esquiladero con una res muerta y llena de moscas, Luke se encogió mentalmente de hombres. Meggie sería un hueso duro de roer, y no tenía que asustarla ni disgustarla. Los juegos y la diversión tendrían que esperar; esto era todo. La cortejaría, tal como ella evidentemente quería, con flores y atenciones, y sin demasiados juegos de manos.
Durante un rato permanecieron en silencio; después, Meggie suspiró y se retrepó en el asiento.
– Lo siento, Luke.
– Yo también lo siento. No quise ofenderte.
– ¡Oh, no! No me ofendiste, ¡de veras! Supongo que no estoy acostumbrada a esto… Me asusté, no me ofendí.
– ¡Oh, Meghann! -Él quitó una mano del volante y la apoyó en las de ella-. Mira, no te preocupes. Todavía eres una niña, y yo me precipité. Olvidémoslo.
– Sí -dijo ella.
– ¿No te besó nunca él? -preguntó Luke, con curiosidad.
– ¿Quién?
¿Había miedo en su voz? Pero, ¿por qué había de haberlo?
– Me dijiste que, una vez, habías estado enamorada; por consiguiente, pensé que conocías el asunto. Lo siento, Meghann. Hubiese debido comprender que, estando siempre tan ligada a una familia como la tuya, debió de tratarse de unos amores de colegiala por algún zoquete que ni siquiera se fijaría en ti.
¡Sí, sí, sí! ¡Que lo creyese así!
– Tienes toda la razón, Luke; no fue más que un capricho de colegiala.
Delante de la casa, él la atrajo de nuevo y le dio un beso suave y ligero, sin más complicaciones. Ella no le correspondió exactamente, pero dio a entender que le había gustado; y él se dirigió a la casa de los invitados muy contento de no haber estropeado sus planes.
Meggie se metió en la cama y contempló la suave aureola proyectada por la lámpara en el techo. Bueno, una cosa había quedado demostrada: no había nada en los besos de Luke que le recordasen los de Ralph. Y una o dos veces, hacia el final, había sentido un temblor de desmayada excitación, cuando él había hundido los dedos en su costado y cuando la había besado en el cuello. Era inútil comparar a Luke con Ralph, y ya no estaba segura de querer hacerlo. Era mejor olvidar a Ralph; no podía ser su marido. Y Luke sí que podía.
La segunda vez que Luke la besó, Meggie se comportó de un modo completamente distinto. Habían ido a una fiesta maravillosa en Rudna Hunish, límite te rritorial fijado por Bob a sus excursiones, y la velada se había desarrollado bien desde el principio. Luke estaba en su mejor forma, tan chistoso que la hacía desternillarse de risa, y se había mostrado cariñoso y atento durante toda la fiesta. ¡Y la señorita Carmichael, empeñada en quitárselo! Poniéndose en un plan en el que Alastair MacQueen y Enoch Davies no se atrevían a entrar, se había pegado a éstos y había coqueteado descaradamente con Luke, obligándole a sacarla a bailar para no pecar de descortés. Fue una cuestión de puro compromiso, un baile de salón, y precisamente un vals lento. Pero, en cuanto terminó la música, Luke volvió en seguida junto a Meggie y no dijo nada; sólo miró al techo con una expresión que reveló a las claras que la señorita Carmichael le aburría terriblemente. Y ella se lo agradeció; desde aquel día en que se había entremetido en la fiesta de Gilly, Meggie le tenía antipatía a la señorita Carmichacl. Nunca había olvidado cómo la había desdeñado el padre Ralph para ayudar a una niña a pasar un charco; y esta noche, Luke había adoptado la misma actitud. ¡Bravo! ¡Eres estupendo, Luke!
El trayecto de regreso a casa era muy largo, y hacía frío. Luke le había sacado un paquete de bocadillos y una botella de champaña al viejo Angus MacQueen, y, cuando habían recorrido unos dos tercios del camino de regreso, él detuvo el coche. La calefacción en los automóviles era entonces tan rara como hora en Australia, pero el «Rolls» la tenía; buena cosa para aquella noche, en que la escarcha tenía un grueso de cinco centímetros sobre el suelo.
– ¡Oh! ¿No es estupendo poder estar sentado aquí sin abrigo, en una noche como ésta? -dijo Meggie, sonriendo, tomando el vasito de plata plegable Heno de champaña, que le ofrecía Luke, y mordiendo un bocadillo de jamón.
– ¡Vaya si lo es! ¡Y qué bonita estás esta noche, Meghann!
¿Qué había en el color de sus ojos? A él no le gustaba normalmente el gris, por demasiado anémico, pero, al mirar ahora sus ojos grises, habría jurado que tenían todos los tonos de la parte azul del arco iris, violeta y añil, y el azul de un día claro, sobre un verde de musgo, con un atisbo de amarillo leonado. Y brillaban como lisas joyas medio opacas, encuadradas por unas pestañas largas y curvas que relucían como si hubiese recibido un baño de oro. Alargó una mano, pasó con delicadeza un dedo por una de las pestañas y luego contempló solemnemente la yema del dedo.
– ¿Qué haces, Luke? ¿Qué pasa?
– No he podido resistir la tentación de averiguar si tienes un bote de polvos de oro en tu tocador. ¿Sabes que eres la primera chica que he visto con oro de verdad en las pestañas?
– ¡Oh! -Se tocó un ojo, miró el dedo y se echó a reír-. ¿De veras? Pues no se cae.
El champaña le hacía cosquillas en la nariz y calentaba su estómago. Se sentía estupendamente.
– Tus cejas son también de oro y tienen la misma forma que una bóveda de iglesia, y tus cabellos parecen de oro verdadero… Siempre me imagino que serán duros como el metal, y después resultan suaves como los de un niño… Y también debes ponerte polvos de oro en la piel, por lo que brilla… Y tienes la boca más bella del mundo, hecha para besar…
Ella se le quedó mirando, ligeramente entreabierta la boca fresca y rosada, como el día de su primer encuentro; él alargó una mano y asió su copa vacía.
– Creo que necesitas un poco más de champaña -dijo, llenándola.
– Debo confesar que ha sido una buena idea detenernos y descansar un poco del viaje. Y gracias por haberle pedido los bocadillos y el vino al señor Mac-Queen.
El motor del gran «Rolls» zumbaba suavemente en el silencio, mientras salía el aire caliente por las aberturas, casi sin hacer ruido; dos rumores distintos y adormecedores. Luke se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Sus abrigos estaban en el asiento de atrás, pues les habrían dado demasiado calor dentro del coche.
– ¡Oh! ¡Así está mejor! No sé quién inventó la corbata y dijo que había que llevarla para vestir bien; pero, si algún día me lo encuentro, lo estrangularé con su propio invento.
Se volvió bruscamente, bajó la cara sobre la de ella, y pareció que las curvas de sus labios se adaptaban exactamente, como piezas de un rompecabezas; aunque no la abrazaba ni la tocaba en ninguna otra parte, ella se sintió sujeta a él y su cabeza le siguió al echarse él atrás, como atrayéndola sobre su pecho. Él levantó ¡as manos y le sujetó la cabeza, para trabajar mejor en aquella boca enloquecedora, asombrosamente dócil. Suspiró y se abandonó a este único sentimiento, dueño al fin de aquellos labios de niña que tan bien se adaptaban a los suyos. Ella le rodeó el cuello con un brazo y hundió los temblorosos dedos en sus cabellos, mientras la palma de su otra mano descansaba sobre la suave y morena piel de la base del cuello. Esta vez, él no se apresuró, aunque antes de darle el segundo vaso de champaña, se había enardecido con sólo mirarla. Sin soltar la cabeza, le besó las mejillas, los ojos cerrados, el curvo hueso de las órbitas debajo de las cejas, y de nuevo las mejillas, porque eran sedosas, y de nuevo la boca, porque su forma infantil le volvía loco, le había enloquecido ya el primer día que la había visto.