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– ¿Adonde?

– A North Queensland. Mientras tú estabas en la peluquería, estuve hablando con algunos muchachos en el bar del «Imperial» y me dijeron que puede ganarse mucho dinero en el país de la caña, si uno es fuerte y no le teme al trabajo duro.

– Pero, Luke, ¡tienes un buen empleo aquí!

– Un hombre se siente a disgusto dependiendo de sus parientes. Yo quiero ganar el dinero suficiente para comprar una finca en Queensland occidental, y deseo hacerlo antes de que sea demasiado viejo para ganarlo. A un hombre sin instrucción le resulta difícil conseguir un trabajo bien pagado en la actual situación de depresión; pero, en North Queensland, hay escasez de hombres, y la paga es al menos diez veces mayor de la que puedo tener en Drogheda como ganadero.

– Haciendo, ¿qué?

– Cortando caña de azúcar.

– ¿Cortando caña de azúcar? ¡Es un trabajo de chino!

– No; te equivocas. Los peones chinos no son lo bastante robustos para hacerlo como los cortadores blancos, y además, sabes tan bien como yo que la ley australiana prohibe la importación de hombres negros o amarillos para un trabajo de esclavos o para trabajar por salarios inferiores a los de los blancos, quitando así el pan de la boca de los australianos. Hay escasez de cortadores de caña, y el sueldo es muy elevado. Pocos tipos son lo bastante altos y vigorosos para cortar caña. Pero yo lo soy. ¡La caña no podrá conmigo!

– ¿Significa esto que piensas establecer nuestro hogar en North Queensland, Luke?

– Sí.

Ella miró por encima del hombro de él a la hilera de ventanas de Drogheda: los eucaliptos, el Home Paddock, la arboleda del fondo. ¡No vivir en Drogheda! Estar en un lugar donde nunca podría encontrarla el obispo Ralph, vivir sin volver a verle jamás, aferrarse al extraño que se sentaba delante de ella tan irrevocablemente que nunca podría volverse atrás… Los ojos grises se posaron en el rostro animado e impaciente de Luke y se hicieron más hermosos, pero inconfundiblemente más tristes. Él sólo vio esto; ella no lloraba, ni cerraba los párpados, ni fruncía las comisuras de los labios. A él no le preocupaba los pesares de Meggie, porque no quería que llegase a ser tan importante para él como para inquietarse por ella. La consideraba como una especie de seguro para un hombre que había tratado de casarse con Dot Mac-Pherson, de Bingley; pero su atractivo físico y su carácter amable sólo servían para aumentar la vigilancia de Luke sobre su propio corazón. Ninguna mujer, aunque fuese tan dulce y hermosa como Meggie Clea-ry, adquiriría nunca sobre él el poder suficiente para decirle lo que tenía que hacer.

Por consiguiente, fiel a sí mismo, se lanzó de cabeza al principal objeto de sus pensamientos. Había momentos en que el disimulo era.necesario, pero, en esta cuestión, le serviría menos que la audacia.

– Meghann, soy un hombre anticuado -dijo.

Ella le miró fijamente, intrigada.

– ¿De veras? -le preguntó, como diciendo: ¿Y qué importa esto?

– Sí -replicó él-. Yo creo que, cuando un hombre y una mujer se casan, todas las propiedades de la mujer deben pasar al hombre. Viene a ser como lo que llamaban la dote en los viejos tiempos. Sé que tú tienes un poco de dinero, y ahora debo decirte que, cuando nos casemos, tendrás que traspasármelo. Es justo que sepas lo que pienso mientras estás aún soltera y puedes decidir si quieres hacerlo.

Meggie no había pensado nunca que podría conservar su dinero; siempre había presumido que, si se casaba, sería de Luke y no de ella. Todas las mujeres australianas, salvo las más educadas y refinadas, recibían una crianza según la cual se convertían, al casarse, en una especie de propiedad del marido, y esto era especialmente cierto en el caso de Meggie. Papá había mandado siempre en Fee y en sus hijos, y, cuando había muerto, Fee había reconocido a Bob como su sucesor. El hombre era dueño del dinero, de la casa, de la mujer y de los hijos. Meggie nunca había puesto en duda este derecho.

. -¡Oh! -exclamó-. No creía que fuese necesario firmar ningún documento, Luke. Pensaba que lo mío se convertía automáticamente en tuyo al casarnos.

– Así solía ser, pero esos estúpidos tipos de Canberra terminaron con ello cuando dieron el voto a la mujer. Yo quiero que todo quede claro entre nosotros, Meghann, y por eso te digo cómo han de ser las cosas.

Ella se echó a reír.

– Está bien, Luke; eso no me interesa.

Lo había tomado como una buena y anticuada esposa; Dot no habría cedido tan fácilmente.

– ¿Cuánto tienes? -preguntó él.

– En este momento, catorce mil libras. Todos los años cobro otras dos mil.

El lanzó un silbido.

– ¡Catorce mil libras! ¡Uy! Es mucho dinero, Me-ghann. Será mejor que yo cuide de él en interés tuyo. La semana próxima veremos al director del Banco, y recuérdame que hay que decirle que todo lo que llegue en lo sucesivo hay que ponerlo a mi nombre. Ya sabes que no tocaré un solo penique. Será para comprar nuestra finca cuando llegue el momento. En los próximos años, los dos trabajaremos de firme y ahorraremos todo lo que ganemos. ¿De acuerdo?

Ella asintió con la cabeza.

– Sí, Luke..

Un simple descuido por parte de Luke estuvo a punto de dar al traste con la boda. Él no era católico. Cuando el padre Watty lo descubrió, levantó las manos horrorizado.

– ¡Dios mío, Luke! ¿Por qué no me lo dijo antes? ¡Menudo trabajo vamos a tener para convertirle y bautizarle antes de la boda!

Luke miró asombrado al padre Watty.

– ¿Quién ha hablado de convertirse, padre? Estoy muy contento no siendo nada; pero, si esto le preocupa, ponga que soy calathumpian o holy roller, o de la secta que quiera. Pero no me inscriba como católico.

Discutieron en vano; Luke se negó a pensar un momento en la conversión.

– No tengo nada contra el catolicismo ni contra el Eire, y creo que los católicos del Ulster lo pasan muy mal. Pero yo soy Orange, y no cambio de chaqueta. Si fuese católico y usted quisiera convertirme al me-todismo, reaccionaría de la misma manera. No censuro el hecho de ser católico, sino el cambiar de bando. Por consiguiente, tendrá que prescindir de mí en su rebaño, padre. Es mi última palabra.

– Entonces, ¡no puedo casarle!

– ¿Y por qué no? Si usted no quiere casarnos, veré si tampoco quieren hacerlo el reverendo de la Iglesia de Inglaterra o Harry Gough, el juez de paz.

Fee sonrió amargamente, recordando sus dificultades con Paddy y un sacerdote, pero ella había triunfado en aquella lucha.

– Pero, Luke, ¡yo tengo que casarme en la iglesia! -protestó Meggie, temerosa-. Si no lo hiciese, ¡viviría en pecado!

– Bueno, por lo que a mí atañe, vivir en pecado es mucho mejor que cambiar de chaqueta -replicó Luke, que a veces era curiosamente contradictorio; por mucho que deseara el dinero de Meggie, su terquedad no le permitía echarse atrás.

– ¡Oh, basta de tonterías! -dijo Fee, no a Luke, sino al sacerdote-. ¡Haced lo que hicimos Paddy y yo, y no discutamos más! El padre Thomas puede casaros en el presbiterio, si no quiere mancillar su iglesia.

Todos la miraron asombrados, pero sus palabras produjeron el efecto deseado; el padre Watty cedió y se avino a casarlos en el presbiterio, aunque se negó a bendecir el anillo.

La aprobación a medias de la Iglesia dejó a Meggie con el sentimiento de que estaba en pecado, pero no lo bastante para ir al infierno, y la vieja Annie, el ama de llaves de la rectoría, hizo todo lo posible para dar al despacho del padre Watty el aspecto de una capilla, con grandes jarrones de flores y muchos can-deleros de bronce. Pero la ceremonia fue incómoda, con el disgustado sacerdote dando a todos la impresión de que, si hacía aquello, era sólo para evitar el mal mayor de un matrimonio civil en otra parte. Ni misa nupcial, ni bendiciones.