– ¿Por qué habéis llegado tarde? -repitió ella.
– Lo siento, hermana.
– Es la primera mañana del nuevo curso, Robert Cleary, y pensaba que, al menos hoy, habrías hecho un esfuerzo para llegar puntualmente.
Meggie tembló, pero se armó de valor.
– Hermana, por favor, ¡fue culpa mía! -gimió.
Los pálidos ojos azules de la monja se desviaron de Bob y parecieron penetrar hasta lo más profundo del alma de Meggie, que siguió mirando a la monja con absoluto candor, sin saber que había quebrantado la primera regla de conducta en el duelo a muerte que se desarrollaba ad infinitum entre maestras y discípulos: no dar nunca información. Bob le propinó una patada en la pierna, y Meggie le miró de reojo, asombrada.
– ¿Por qué fue culpa suya? -preguntó la hermana Agatha, en el tono más frío que jamás hubiese oído Meggie.
– Bueno, vomité encima de la mesa y hasta me ensucié el pantalón, y mamá tuvo que lavarme y cambiarme de ropa, y por esto hemos llegado todos tarde -explicó torpemente Meggie.
Las facciones de la hermana Agatha permanecieron inexpresivas, pero su boca se apretó como un muelle, y la punta de la vara descendió unos centímetros.
– ¿Qué es eso? -preguntó a Bob, como si el objeto de su curiosidad fuese una nueva clase de insecto particularmente dañino.
– Disculpe, hermana; es mi hermana Meghann.
– Entonces, deberás enseñarle que hay ciertas cosas que nunca deben mencionarse, Robert, si queremos portarnos como verdaderas damas y caballeros. Nunca hay que mencionar por su nombre las prendas de ropa interior, como deben saber los niños de las casas decentes. Tended las manos, ¡todos!
– Pero, hermana, ¡la culpa fue míal -exclamó Meggie, extendiendo las ruanos con la palma hacia arriba, tal como había visto hacer mil veces a sus hermanos en pantomima.
– ¡Silencio! -silbó la hermana Agatha, volviéndose a ella-. No me importa en absoluto quién haya sido el responsable. Todos habéis llegado tarde, y debéis ser castigados. ¡Seis golpes!
Pronunció su sentencia con monótona satisfacción.
Meggie, aterrorizada, contempló las firmes manos de Bob, y vio caer la larga vara tan de prisa que casi no podía seguirla con los ojos, y chocar con el centro de la palma, donde la carne era blanda y delicada. Inmediatamente apareció una roncha rojiza. El golpe siguiente fue en la juntura de los dedos con la palma, región aún más sensible, y el último cayó en las puntas de los dedos, que es donde el cerebro concentra mayor sensibilidad cutánea que en cualquier otra zona del cuerpo, a excepción de los labios. La hermana Agatha tenía una puntería perfecta. Siguieron otros tres golpes en la otra mano de Bob, antes de que la maestra volviese su atención a Jack, que era el siguiente en la fila. Bob había palidecido, pero no había gritado ni se había movido, como tampoco lo hicieron sus hermanos cuando les llegó el turno, incluido el tranquilo y dulce Stu.
Al ver subir la vara sobre sus propias manos, Meggie cerró involuntariamente los ojos, de modo que no la vio bajar. Pero el dolor fue como una enorme explosión, como una quemadura, una lacerante invasión de su carne hasta el mismo hueso; y el dolor subía aún por su antebrazo cuando llegó el segundo golpe, y estaba llegando al hombro cuando cayó el tercero sobre las yemas de los dedos, y entonces siguió su camino hasta llegar al corazón. Meggie apretó los dientes sobre el labio inferior y lo mordió, demasiado avergonzada y orgullosa para llorar, y demasiado irritada e indignada ante aquella injusticia para abrir los ojos y mirar a la hermana Agatha; estaba aprendiendo la lección, aunque ésta no era la que pretendía enseñarle la maestra.
Era la hora de almorzar cuando al fin cesó el dolor en sus manos. Meggie había pasado la mañana en una niebla de miedo y de asombro, sin comprender nada de lo que se decía y hacía. Metida en un pupitre doble de la última fila de la clase de los párvulos, no advirtió siquiera quién compartía aquél hasta después de la triste hora del almuerzo, que había pasado acurrucada detrás de Bob y de Jack en un rincón apartado del patio de recreo. Sólo una orden severa de Bob la persuadió de que debía comer los bocadillos de jalea de grosella que le había preparado su madre. Cuando sonó la campana de las clases de la tarde y encontró un sitio en la fila, sus ojos empezaron a aclararse lo bastante para ver lo que pasaba a su alrededor. La vergüenza del castigo persistía, pero mantuvo la cabeza erguida y fingió no advertir los codazos y los murmullos de las niñas próximas a ella.
La hermana Agatha abría la marcha llevando siempre su vara; la hermana Declan caminaba arriba y abajo entre las filas; la hermana Catherine se había sentado al piano, que estaba en el interior, junto a la puerta de la clase de los párvulos, y empezó a tocar Adelante, soldados cristianos, subrayando el compás de dos por cuatro. En realidad, era un himno protestante, pero la guerra lo había unlversalizado. «Los queridos niños marchaban a su ritmo como pequeños soldados», pensó con orgullo la hermana Catherine. La hermana Declan era una copia de la hermana Agatha, con quince años menos, mientras que la hermana Catherine era todavía remotamente humana. Tendría poco más de treinta años, era irlandesa, naturalmente, y todavía no se había desvanecido del todo su ardor; todavía le gustaba enseñar, todavía veía la imperecedera imagen de Cristo en las caritas que la miraban con veneración. Pero enseñaba a los niños mayores, considerados por la hermana Agatha como bastante apaleados para que se portasen bien, incluso con una maestra joven y blanda. La hermana Agatha cuidaba de los más pequeños, para formar sus mentes y sus corazones de arcilla infantil, y dejaba la enseñanza de los grados medios a la hermana Declan.
A salvo en la última fila de pupitres, Meggie se atrevió a mirar de reojo a la niñita que se sentaba a su lado. Una amplia sonrisa correspondió a su asustada mirada, y unos grandes ojos negros la miraron fijamente desde una cara de piel oscura y ligeramente brillante. La niña fascinó a Meggie, acostumbrada a la piel blanca y a las pecas, pues incluso Frank, que tenía los ojos negros, tenía la piel muy blanca. Por consiguiente, Meggie encontró que su compañera de pupitre era la criatura más hermosa que jamás hu biese visto.
– ¿Cómo te llamas? -murmuró la belleza morena torciendo los labios, chupando el extremo de su lápiz y escupiendo las diminutas astillas en el agujero donde hubiese debido estar el tintero.
– Meggie Cleary -murmuró ésta a su vez.
– ¡Tú! -gritó una voz seca y dura en el otro extremo de la clase.
Meggie se sobresaltó y miró asombrada a su alrededor. Hubo un repiqueteo al dejar veinte niños sus lápices al mismo tiempo, y un susurro de papeles al ser apartadas las preciosas hojas a un lado para poder apoyar disimuladamente los codos en los pupitres.
Sintiendo que se le encogía el corazón, Meggie se dio cuenta de que todos la estaban mirando.
La hermana Agatha avanzaba rápidamente por el pasillo; el terror de Meggie era tan agudo que, si hubiese habido algún lugar adonde huir, habría echado a correr con todas sus fuerzas. Pero detrás de ella estaba la pared de la clase de los medianos; a ambos lados había pupitres que le cerraban el paso, y, delante, se encontraba la hermana Agatha. Sus ojos casi llenaban su contraída cara, mientras miraba espantada a la monja y abría y cerraba las manos sobre el pupitre.
– Has hablado, Meghann Cleary.
– Sí, hermana.
– ¿Y qué has dicho?
– Mi nombre, hermana.
– ¡Tu nombrel -se burló la hermana Agatha, mirando a los otros niños, segura de que compartirían su desprecio-. Bueno, ¿no es un gran honor, muchachos? Otro Cleary en nuestra escuela, ¡y le falta tiempo para pregonar su nombre! -se volvió de nuevo a Meggie-. ¡Ponte en pie cuando te hable, pequeña salvaje ignorante! Y extiende las manos, por favor.