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Meggie salió de su asiento, y los largos rizos de su melena oscilaron delante de su cara. Juntó las ma. nos y las retorció desesperadamente, pero la hermana Agatha no se movió, sino que esperó, esperó, esperó… De alguna manera, Meggie consiguió extender las manos, pero, al caer la vara, las encogió, jadeando de terror. Entonces, la hermana Agatha la agarró por los pelos de la coronilla y la hizo acercarse, hasta que su cara estuvo a pocos centímetros de sus espantosos lentes.

– Extiende las manos, Meghann Cleary -exigió con voz cortés, fría, implacable.

Meggie abrió la boca y vomitó sobre el hábito, de la hermana Agatha. Todos los niños de la clase contuvieron el aliento, horrorizados, mientras el nauseabundo vómito resbalaba por los pliegues del hábito y goteaba en el suelo, y la hermana Agatha enrojecía de furor y asombro. Después, cayó la vara, una y otra vez, sobre el cuerpo de Meggie, que levantó los brazos para cubrirse la cara y se encogió, vomitando aún más en un rincón. Cuando el brazo de la hermana Agatha se cansó de pegar, la maestra señaló la puerta.

– ¡Vete a casa, pequeña y asquerosa filistea! -dijo, y, girando sobre sus talones, entró en la clase de la hermana Declan.

La frenética mirada de Meggie tropezó con la de Stu; éste movió la cabeza arriba y abajo, como di-ciéndole que debía hacer lo que le habían mandado, y sus dulces ojos verdiazules estaban llenos de piedad y de comprensión. Enjugándose la boca con el pañuelo, Meggie salió tambaleándose al patio de recreo. Todavía faltaban dos horas para que terminasen las clases; anduvo calle abajo sin interés, sabiendo que no había posibilidad de que los chicos la alcanzasen, y demasiado asustada para buscar un sitio donde esperarles. Tenía que volver sola a su casa, y contárselo ella misma a mamá.

Fee estuvo a punto de tropezar con ella al salir por la puerta de atrás con la cesta llena de ropa de la colada. Meggie estaba sentada en el peldaño superior de la galería, cabizbaja, pegajosa las puntas de sus brillantes rizos y manchada la parte delantera del vestido. Fee dejó en el suelo la pesada cesta, suspiró y apartó un mechón de cabellos de los ojos de la niña.

– Bueno, ¿qué ha pasado? -preguntó, con voz cansada.

– He vomitado encima de la hermana Agatha.

– ¡Dios mío! -exclamó Fee, poniendo los brazos en jarras.

– Y también recibí unos azotes -murmuró Meggie, sin verter las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.

– Parece que te has metido en un buen lío. -Fee levantó la cesta y se tambaleó hasta que la hubo equilibrado-. Bueno, Meggie, no sé lo que hemos de hacer. Tendremos que esperar a ver lo que dice papá.

Y cruzó el patio en dirección a las cuerdas de tender la ropa.

Meggie se pasó las cansadas manos por la cara, miró alejarse a su madre y, al cabo de un momento, se levantó y echó a andar por el camino que llevaba a la fragua.

Frank había acabado de herrar la yegua baya del señor Robertson y la llevaba a uno de los pesebres, cuando Meggie apareció en la puerta. Él se volvió y la vio, y acudieron a su memoria los recuerdos de sus propias y terribles aflicciones en la escuela. Ella era tan pequeña, tan dulce e inocente… Pero la luz de sus ojos había sido brutalmente apagada y mostraba en su cara una expresión que le hizo sentir ganas de matar a la hermana Agatha, de asesinarla de veras, de asirla por debajo del doble mentón y apretar… Soltó las herramientas, se quitó el delantal y corrió al encuentro de la niña.

– ¿Qué ha pasado, querida? -preguntó, inclinándose hasta que su cara estuvo a ia altura de la de ella.

Un olor a vómito fluía de ella como un miasma, pero él contuvo su impulso de volverse.

– ¡Oh, Fra-Fra-Frank! -gimió, levantando la carita y dando por fin rienda suelta a sus lágrimas.

Después, le echó los bracitos al cuello y le estrechó apasionadamente, llorando en silencio, dolorosa-mente, como lloraban todos los niños de la familia Cleary una vez salidos de la primera infancia. Algo horrible de ver, algo que no podía curarse con besos y palabras dulces.

Cuando se hubo calmado, Frank la levantó y la llevó a un montón aromático de heno, cerca de la yegua del señor Robertson; se sentaron allí los dos, dejando que la yegua mordisquease los bordes de su improvisado asiento, olvidados del mundo. Meggie reclinó la cabeza en el pecho suave y descubierto de Frank, y sus cabellos flotaron alrededor de su cara, mientras el caballo resoplaba satisfecho sobre el heno.

– ¿Por qué tuvo que pegarnos a todos, Frank? -preguntó Meggie-. Yo le dije que la culpa era mía.

Frank se había acostumbrado al mal olor y ya no le importaba; alargó una mano y acarició el morro de la yegua, empujándolo cuando ésta lo acercaba demasiado.

– Nosotros somos pobres, Meggie, y ésta es la razón principal. A las monjas no les gustan los alumnos pobres. Cuando lleves unos días en la mohosa y vieja escuela de la hermana Ag, te darás cuenta de que no sólo la toma con los Cleary, sino también con los Marshall y los MacDonald. Todos somos pobres. En cambio, si fuésemos ricos y llegásemos a la escuela en un gran carruaje, como los O'Brien, nos llevarían en palmitas. Pero nosotros no podemos regalar órganos a la iglesia, ni ornamentos de oro para la sacris tía, ni un nuevo caballo o un calesín para las monjas. Por consiguiente, no valemos nada. Pueden hacer lo que quieran con nosotros.

Recuerdo que un día la hermana Ag estaba tan furiosa conmigo que me gritó: ¡Llora, por el amor de Dios! ¡Di algo, Francis Cleary! Si me dieses la satisfacción de oírte, ¡no te pegaría tan a menudo ni tan fuerte!"

Ésta es otra razón de que nos odie, y en esto somos mejores que los Marshall y los MacDonald. No puede hacer llorar a un Cleary. Se imagina que deberíamos lamerle las botas. Pues bien, yo les dije a los chicos lo que les haría si un Cleary gemía al ser azotado, y aplícate también el cuento, Meggie. Por muy fuerte que te pegue, ¡ni un gemido! ¿Has llorado hoy? -No, Frank -dijo ella, bostezando, cerrando los ojos y pasándole el pulgar por la cara en busca de la boca.

Frank la recostó sobre el montón de heno y volvió a su trabajo, canturreando y sonriendo.

Meggie dormía aún cuando entró Paddy. Éste llevaba los brazos sucios de ordeñar en la granja del señor Jarman, y el sombrero de ala ancha, echado sobre los ojos. Miró a Frank, que arrancaba chispas del eje de una rueda colocado sobre el yunque, y después, trasladó la mirada al lugar donde yacía Meggie sobre el heno, mientras la yegua baya del señor Ro-bertson inclinaba la cabeza sobre la cara dormida. -Pensé que estaría aquí -dijo Paddy, soltando el látigo y llevando a su viejo ruano al establo del fondo del henil.

Frank asintió con la cabeza y dirigió a su padre una de aquellas miradas de duda y de incertidumbre que tanto irritaba a Paddy; después, volvió al eje calentado al rojo blanco, brillando el sudor sobre sus costados desnudos.

Paddy desensilló el caballo ruano, lo metió en una casilla del establo, llenó el compartimiento del agua y mezcló salvado y avena con un poco de agua, para que comiese el animal. Éste bufó cariñosamente al vaciar él la artesa en el pesebre, y le siguió con los ojos al dirigirse el hombre al abrevadero, donde se quitó la camisa, se lavó los brazos, la cara y el torso, mojándose los cabellos y el pantalón de montar. Mientras se secaba con una vieja arpillera, miró in-terrogadoramente a su hijo.

– Mamá me ha dicho que Meggie fue enviada a casa como castigo. ¿Sabes exactamente lo que pasó? Frank dejó el eje, que empezó a enfriarse. -La pobrecilla vomitó sobre la hermana Agatha.

Paddy borró rápidamente una sonrisa de su cara, miró un momento la pared y se volvió hacia Meggie.

– La emoción del primer día de colegio, ¿eh?

– No lo sé. Ya se había mareado antes de salir esta mañana, y esto los entretuvo y llegaron después de sonar la campana. Todos recibieron seis palmetazos, y Meggie se disgustó muchísimo, porque pensaba que sólo debían castigarla a ella. Después de almorzar, la hermana Ag la emprendió de nuevo con ella, y nuestra Meggie vomitó pan y jalea sobre el pulcro hábito negro de la hermana Ag.