Tavernor alcanzó el camino y se aproximó a la entrada.
—Oiga, amigo…
Un joven centinela salió de la garita más próxima. Sonreía protectoramente por debajo del casco.
—¿Está usted buscando algo?
—Información. ¿Qué diablos está sucediendo aquí?
La cara del centinela permaneció inalterable.
—Lárguese de aquí.
—¿No hay información?
—Ya me ha oído.
—Entonces voy a pasar; mi casa está por allí.
Tavernor apuntó a un lugar a través de la llanura, mientras que al propio tiempo comenzaba a caminar. El centinela deslizó el rifle del hombro; pero lo hizo demasiado lentamente. Tavernor agarró el rifle y le retorció cerrando como un dogal el portafusil alrededor de la muñeca del soldado. El guardia intentó coger a Tavernor con la otra mano; pero éste comenzó a realizar una serie de movimientos de un lado a otro con el arma.
—Con calma, amigo ¿O es que quiere que le convierta el codo en una junta universal?
La cara del centinela se volvió gris.
—Esto le costará caro.
—¿Lo hace usted por dinero? — le preguntó Tavernor, poniendo una nota de fingido asombro en su voz, mientras que sentía cómo la bilis se le removía en su interior. Empezaba. á gozar humil ando a los hombres, lo cual era un pobre sustituto para matar a los pitsicanos —. Tengo treinta años, joven, y soy especialista en armas. Poseo además cuatro estrellas Electrum.
El centinela no hizo el menor signo de reconocer aquellas palabras cómo una forma de excusa.
—¿Qué es lo que realmente desea?
Tavernor soltó el rifle.
—Quiero hablar con cualquiera que sea el Comandante de esto.
—Le dije que se largara de aquí — repuso el guardia.
Al mismo tiempo le golpeó con el rifle. Tavernor pudo amortiguar la fuerza del golpe; pero a pesar de ello se dañó la mano izquierda. Dirigió toda la fuerza de su hombro contra la axila del centinela, levantándole del suelo y arrojándole como un trapo al polvo. El centinela rodó rápidamente sobre sí mismo utilizando el rifle. Tavernor pudo haberle pateado, pero permaneció perfectamente en calma. «Vamos, adelante», pensó.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
Un sargento y dos hombres más salieron fuera de la garita de guardia a la luz del sol. El casco del sargento estaba ladeado, mostrando que apenas acababa de ponérselo. Parecía un poco mayor para su graduación, ya barrigudo y con los pelos del bigote rojizos y encanecidos en la barbilla.
—Soy el propietario de una parcela de este terreno — dijo Tavernor rápidamente —. Y quiero llegar hasta ella como sea.
El sargento se le aproximó.
—¿Es usted Tanner?
—Tavernor.
—Bien, tengo noticias para usted, Tanner. Usted tenia una parcela de tierra allí. Su propiedad ha sido conferida por la Federación al 73º Ejército.
—¿Y qué ha sido de mi casa? ¿La han cambiado de lugar?
—No ha habido tiempo. Los muchachos lo aplanaron todo.
El sargento parecía divertido dando aquellas noticias. Tras él el centinela seguía en pie, pero el sargento le hizo señas de que se retirase atrás. Aquello iba a ser una lección para el personal civil que se creía valiente.
—Bien, ¿y del contenido?
—Ha desaparecido todo. Se hizo un inventario y fue enviado al oficial del servicio de compensación de la ciudad. Le pagarán a usted lo que valía.
Tavernor eligió el lugar al que iba a dirigirle un puñetazo con todas sus fuerzas. En principio le llamó la atención la empinada barbilla; pero la zona del cuarto botón de la camisa, allí donde le sobresalía más el vientre, tenía que ser más efectiva.
—¿Estaba usted allí, sargento, cuando registraron la casa?
—Sí, pues claro que estaba.
—¿Sabe usted si alguien dejó a mis alas de cuero afuera antes de que mi casa fuese destruida?
—¿Se refiere usted a esos condenados bichos que se parecen a los murciélagos? — repuso el sargento perplejo. Si los quiere tendrá que buscarlos entre la celulosa que quedó después de que el ejército lo destruyera todo. Allí tienen que estar todavía.
Los otros guardias sonrieron sarcásticamente.
El corazón de Tavernor comenzó a latirle con fuerza alimentado por una fuerte carga de adrenalina. Los alas de cuero, pensó Mack como si un resplandor rojo le envolviese, jamás habían consentido en ser enjaulados. Tres o cuatro veces diarias tenía que sentarse junto a ellos, proyectando telepáticamente sentimientos de ternura y de seguridad hasta que los movimientos nerviosos de aquellas criaturas cesaran. ¿Cómo podía explicarse a aquellos ojos plateados y expectantes que su facilidad telepática era muy rara y por consecuencia tenía que ser estudiada? ¿ Cómo habrían reaccionado cuando los soldados se, les hubieran aproximado, mirándoles con asco y repugnancia, rodeados por un aura de muerte? Los alas de cuero tuvieron que haber sufrido y sentido qué iba a ocurrirles y tal vez habrían estado en condiciones de haber comunicado su conocimiento anticipado a los mil ones de otras criaturas del bosque en donde también encontraron la muerte.
El golpe no fue nada más que una sencilla expresión de la angustia de Tavernor; en aquel instante hubiera sido capaz de golpear una pared de granito que tuviera frente a sí; pero, así y todo, el sargento cayó como un hombre muerto. Un silbato se oyó en las inmediaciones y los otros guardias cercaron a Tavernor. Sus caras tenían una expresión despiadada; pero Tavernor estaba comprometido en una lucha ritual. Tropezando con el hombre caído, sintió que su cuerpo era como una estatua de hierro sólido, cuyos miembros recibieran toda clase de culatazos, golpes y puntapiés. Veía y sentía la salvajada que estaban cometiendo con él; pero sin sufrir físicamente. Sólo apreciaba una obnubilación creciente y la sensación de ir cayendo en una oscuridad en cuyos límites las caras que le circundaban eran como unas máscaras de dos dimensiones, hostiles, pero insignificantes.
—¡Mack!
La voz le llegó a través de un golfo de luz amarilla. La asustada cara de Lissa le suplicaba desde la puerta abierta de su rojo vehículo sobre cojines de aire, que súbitamente comenzó a inclinarse, mientras esparcía una nube de polvo y pedruscos a su alrededor. Tavernor se subió a un asiento del vehículo, el motor rugió con fuerza y salió disparado como un caballo loco a poca altura sobre el suelo, por la gran pradera.
De pie en la ventana, Tavernor podía contemplar la bahía y ver un promontorio tras otro definirse hacia el distante sur. Un sol ya moribundo suavizaba la serie de escarpados con una luz rojo-dorada que le hizo pensar en la riqueza de los viejos cuadros de la pintura clásica. Los trozos de luna que formaban un cinturón alrededor del planeta eran demasiado finos para ser vistos a la luz del día; pero algunos de los fragmentos mayores aún resultaban visibles en la profunda bóveda azul de los cielos Tavernor, respondiendo a aquel casi palpable sentido de paz, llenó su pipa y la encendió. Se inclinaba ligeramente a cada movimiento de sus brazos arañados y heridos; pero la propia fragancia del tabaco parecía ser un lenitivo para el dolor y fumó con placer hasta que se abrió tras él la puerta, que en realidad, era todo un panel tan grande como el muro que tenía a la espalda.
Lissa y su padre entraron en la estancia. Howard Grenoble sólo tenía diez años más de edad que Tavernor; pero aparentemente era una de esas raras personas en quien los nutricios y cuidados cosméticos hacían poco efecto. El cabello aparecía teatralmente rayado con líneas grises y la piel de su largo y digno rostro, profundamente arrugada. Las solas facciones que habían retenido su juventud eran las de la boca, de labios carnosos y rojos, con una movilidad casi femenina. Con su esbelta estatura y su traje inmaculado, era el perfecto hombre de Estado, ya mayor; y, durante unos instantes, Tavernor se preguntó si Grenoble no emplearía los nutricios cosméticos deliberadamente.