—Tres y medio — repuso Bethia triunfalmente —. Eso demuestra todo lo que sabes.
—¡De veras que tienes tres años y medio! ¿Cómo pudo Lissa cometer semejante error?
—Lissa suele cometer muchos errores. Temo por ella.
Tanto la forma de expresarse como su contenido, dejaron asombrado a Tavernor. Incluso el timbre de su voz, era distinto al que pudiera esperarse de una niña de tres años, sutil pero inequívoca, como los ecos de un teatro difieren de los de una catedral. Decidió mirar a la chiquilla con más atención y luchó hasta ponerse en una posición sentada, quejándose conforme sus ateridos músculos entraban en función.
—Tú sientes dolor.
—Sí, siento dolor — convino Tavernor, mirando a la niña con verdadera curiosidad.
Era delgadita, pero con un saludable aspecto y con un cutis que resplandecía como una perla. Tenía unos grandes ojos grises, como Lissa, que le miraban fijamente desde una carita redonda, que ya anunciaba una perfección de formas en el futuro. Los cabellos eran del color del roble pulido. El conjunto era resaltado por una simple túnica verde.
—Deja que sienta el dolor — dijo Bethia acercándose a la cabecera de la cama y poniendo sus diminutos dedos sobre el brazo de Tavernor.
—El dolor no se siente de esa forma — dijo Tavernor riéndose —. Yo puedo sentirlo; pero tú no.
—Eso es lo que dice Lissa pero no tiene razón. Tú tienes daño aquí, y aquí, y aquí… — y los dedos rápidos de Bethia comenzaron a moverse por el dorso de Tavernor bajo las sábanas y hasta sus piernas laceradas.
—¡Eh! — Exclamó Mack, cogiéndola por las muñecas —. Las niñas bonitas como tú no se conducen así con hombres extraños.
Parte de su mente registró el curioso hecho de que aunque sus heridas superficiales estaban recubiertas por el pijama, a cada toque, los dedos de la chiquilla se habían situado en el lugar de mayor dolor, en su mismo centro.
—¡Bien! Pues quítatelo tú mismo.
Y Bethia disgustada, con una aparente ferocidad infantil, se alejó de la cama corriendo.
—¡Vuelve, Bethia!
Ella se volvió hacia Tavernor; pero se quedó en el lado opuesto de la habitación. Mirando a aquel diminuto pedacito de vida humana, frágil pero ya como una nave indómita, sin perturbar aún por la infinita vastedad del océano del espacio-tiempo que apenas si había comenzado a cruzar, sintió un raro anhelo por haber tenido un hijo propio. «Demasiado tarde ya para eso», pensó para sí mismo. «Ahora que tan obvio se hace que los pitsicanos van a venir.»
Tavernor le dirigió su mejor sonrisa.
—Lissa no me dijo que tuvieses mal genio.
—Lissa lo hace todo equivocado — dijo respirando tan fuerte con la nariz como se lo permitía su naricita respingona.
—¿Tú crees que a ella le gustaría oírte decir eso?
—No puede.
—Quiero decir que no deberías decirlo.
—¿Aunque sea verdad?
—No deberías decirlo, porque no es verdad — Tavernor sintió hundirse más profundamente en un gran agujero. Lissa es una mujer y tú eres todavía una niña.
Bethia adoptó un aire serio en forma acusatoria.
—¡Bah! Tú eres justo como todo el mundo.
Y desapareció de la habitación con pasos rápidos, dejando a Tavernor con una aplastante sensación de ineptitud.
«Te has chasqueado amiguito», pensó con cierto mal humor, saltando por fin de la cama.
Una ojeada por la estancia le reveló que sus propias ropas estaban colgadas en un armario. Su ropa interior había sido lavada y secada. Otra puerta daba acceso a un amplio y hermoso cuarto de baño. Tavernor abrió el grifo del agua caliente, la comprobó, se despojó del pijama y se introdujo con gusto bajo el cono del agua tibia. Estuvo enjabonándose bastante tiempo hasta comprobar que su brazo izquierdo, que era el que más le había hecho sufrir, había dejado de dolerle. Los negros puntos de las contusiones estaban allí; pero el dolor había desaparecido. A pesar de todo, ramalazos de dolor le sacudían todavía el cuerpo en algunas zonas.
—¡Bien, me fastidiaré! — dijo en voz alta.
—Sí, te tendrás que fastidiar — gritó alegremente la voz de Bethia desde la entrada. Su cara redondita aparecía sonriente conforme miraba al cuarto de baño, con un pie dispuesto para salir corriendo.
—No te vayas, bonita — dijo Tavernor, determinado esta vez a no pisar terreno equivocado. ¿Hiciste tú esto? — dijo, mientras salía del cuarto de baño, flexionando el brazo izquierdo con toda soltura.
—Pues claro que sí.
—Es maravilloso. Eres un hada que cura los dolores, Bethia.
Ella le miró agradecida y se alejó un poco más en la habitación.
—¿Cómo pudiste hacerlo?
—¿Cómo? — repuso la chiquilla aparentemente desconcertada —. No es ningún milagro.
Ella se aproximó, con expresión solemne. Tavernor se arrodilló y permitió que las manecitas de Bethia pasaran dulcemente por todo su cuerpo mojado, sin sentir embarazo alguno, incluso cuando sus dedos de muñeca rozaron brevemente sus genitales. Cuando se puso nuevamente en pie, le había desaparecido toda traza de dolor y su mente parecía repleta de un sentido de comunión diferente a cuanto hubiera sentido antes en su vida. Bethia le sonreía y de repente casi sintió miedo de ella. Se secó lo más rápidamente posible y se vistió. Bethia le seguía todos sus movimientos, observándole con ojos intencionados.
—¿Mack?
—Entonces, ¿conoces mi nombre?
—Pues claro que sí. ¿Eres soldado?
—No.
—Pero tú estuviste luchando.
—Si no te importa, Bethia, yo preferiría hablar de cualquier otra cosa.
—No me importa. ¿Mack?
—Sí.
—¿Es que los pitsicanos vendrán por aquí?
—No. Al menos penso hasta que seas mucho mayor.
—¿Estás seguro?
—Bethia…, ni siquiera saben dónde está este planeta. Estoy seguro.
—Supongo que eso lo explica.
—¿Explicar, qué?
Tavernor miró hacia abajo, a los luminosos ojos de la chiquilla con un singular sentido de premonición; pero Bethia sacudió la cabeza y se alejó de él. Sus ojos, brillantes sólo un segundo antes, se oscurecieron como dos discos de plomo. Se volvió y abandonó la habitación, lentamente, como el vilano de un cardo transportado por la ligera brisa de la mañana.
Tavernor la llamó; pero la chiquilla pareció no oírle. Tavernor decidió saber de ella cuanto pudiera durante el desayuno. Pero la comida había apenas comenzado, cuando supo, por Lisa, la increíble razón para la urgente invasión del ejército. Mnemosyne, el planeta de los poetas, iba a convertirse en el centro de operaciones y planes para la guerra contra los pitsicanos.
5
Las diminutas letras suspendidas en el aire a varios pies por encima del nivel del suelo se mostraban nítidas de un color rojo y topacio, exhibiendo un sencillo mensaje:
—Ahora, vamos a aumentarla de escala — dijo Jorg Bean, quien era uno de los destacados escultores de El Centro.
Hizo un ajuste oportuno en el proyector portátil que llevaba y la sólida imagen, repentinamente aumentada hasta llegar al techo, llenó todo el largo local del bar de Jamai con una luz deslumbradora. Las paredes de espejos multiplicaron las palabras en todas direcciones, encogiendo y retorciendo las letras conforme los escondidos y ocultos solenoides ejecutaban su azarosa danza electrónica. El local flameaba con un desacostumbrado fulgor.
—¿Qué os parece esto? — preguntó Bean mirando ansiosamente a todo el grupo de su alrededor.