Está perfectamente adecuado y es todo cuanto necesitamos — dijo Kris Shelby —. Tiene el significado de un mensaje, no una obra de arte.
Dijo esto con una enérgica actitud que sorprendió a Tavernor, que acababa de entrar en el bar. Tavernor tomó asiento en un taburete y observó al grupo de casi veinte artistas con cierta curiosidad. Estaban planeando una marcha de protesta. Su atención quedó distraída por un cierto barullo al fondo del local. El viejo Jamai en persona, grandullón y obeso, sudando a chorros dentro de un traje dorado, hacía una de sus raras apariciones.
—La luz — gritó —. ¡Apagad esa luz!
Se deslizó como un tornado por detrás del mostrador, barriendo fuera de su camino con su enorme corpulencia a los camareros vestidos de blanco.
Shelby se volvió hacia él.
—¿Qué es lo que ocurre, monsieur?
—Señor Shelby — repuso Jamai jadeando. Usted es un distinguido y antiguo cliente; pero mis clientes no quieren tanta luz mezclada en sus bebidas… y no quiero protestas en mi bar.
—¿Es malo para los negocios, monsieur?
—Lamentablemente, Mr. Shelby, la mayor parte de nosotros tiene que trabajar para vivir.
—Por supuesto. Lo lamento… ésta no es su lucha.
Shelby hizo un gesto de los suyos y Bean apagó el proyector. Las letras disminuyeron hasta parecer entrar en el proyector reducidas de perspectiva y tamaño. A la mención de la palabra «LUCHA», Tavernor había hecho un involuntario gesto que atrajo la atención de Shelby. Tan pronto como Jamai se hubo retirado a su refugio escondido de espejos, Shelby se volvió a Tavernor. Su alargada cara aristocrática aparecía ligeramente sonrojada por cierta excitación.
—¿De nuevo por aquí, Mack?
Tavernor hizo un gesto afirmativo, al par que asomaba en su rostro un gesto de automático sarcasmo.
—Mire, siento mucho la forma en que las cosas pasaron la otra noche. Ninguno de nosotros habíamos oído la proclamación de la ley marcial y no nos dimos cuenta de que se enfrentaba usted con un loco… Sólo quiero expresarle que lamentamos lo ocurrido.
—En gran parte fue culpa mía — aseguró Tavernor, sorprendido por la sinceridad de Shelby.
—A mí me tiraron también por el suelo, ¿sabe? — dijo señalándose una cicatriz en la mandíbula mientras sonreía.
—¡Usted! No, no lo sabía.
—Pues sí, intenté hacerme con el nombre y el número del que usted se enfrentó. No pude darme cuenta de quién me golpeó.
Tavernor miró a Shelby de una forma totalmente distinta hasta entonces.
—¿Un trago?
—Tengo uno aquí, gracias. ¿Puedo yo invitarle a un whisky?
—Creo que tomaré chispas, para variar.
Las noticias respecto a que el COMSAC se dirigía a Mnemosyne parecían haber paralizado la digestión de Tavernor y la comida que había tomado en casa de Lissa le pesaba como un fardo en el estómago. Sintió que las chispas, con su valor negativo de calorías, le entrarían mejor que el alcohol. Shelby hizo una señal a un camarero, quien en el acto mostró un fino vaso de un liquido verde pálido al que añadió una simple gota de glucosa. Al dispersarse el hidrato de carbono por el licor, unas cortinas de chispas doradas comenzaron a girar en torbellino dentro del vaso. Tavernor tomó un sencillo sorbo y tuvo la sensación de que un frío de hielo le corría hacia el estómago. El licor de los sueños siempre sabía a helado, porque era ávido de calor como de hidratos de carbono, convirtiéndolos en luminiscencia, que después era dejada suelta en el aire.
—Es maravilloso — opinó Shelby —. Sin él, creo que estaría gordo como un cerdo.
—Yo prefiero perder mi exceso de peso trabajando.
Shelby alzó una mano enjoyada.
—¿Es preciso que sea usted tan piadoso? Esperaba que pudiéramos dejar a un lado la guerra por un rato.
—Lo lamento — repuso Tavernor tomando otro sorbo — Es que se me escapan viejos resentimientos.
—¿Acaso no nos ocurre a todos? La cosa es… ¿Qué es lo que va usted a hacer con esta nueva marca de resentimiento que sentimos todos?
—Nada.
—¡Nada! Usted tiene que haber oído ya que la Federación está planeando traer sus Cuarteles Generales a Mnemosyne, para la guerra.
—Para ellos no es Mnemosyne… El ejército utiliza su nombre cartográfico.
—Así es como puede ser; pero es la Madre de las Musas para nosotros.
—Para usted — recalcó Tavernor —. Yo no soy un artista ni un escritor.
—Pero usted ya ha sufrido las consecuencias de la demostración. — insistió Shelby —. Por Dios, hombre, le han destrozado su casa.
—Bien, yo ya he sufrido una demostración privada al respecto y he tenido mis disgustos para probarlo. Tome mi consejo, Kris, procure tanto usted como sus amigos quitarse de en medio.
—No somos una pequeña banda, es realmente un grupo.
El temperamento de Tavernor comenzó a resurgir.
—¡Kris! Deje de jugar a la democracia y descienda al mundo real. Es lo único en que la guerra tendrá lugar. El COMSAC ha decidido venir hasta aquí, no sé por qué, y ya han hecho estallar una estrella con ese propósito. ¿Se figura usted que después de readaptar esta parte del Universo van a empaquetar sus cosas y a marcharse sólo porque ustedes les muestren unas cuantas pancartas de protesta?
—Creo que le conviene acostarse.
—Y a usted también, amigo — Tavernor apuró el vaso de chispas —: pero en el hospital.
Cuando Tavernor hubo buscado alojamiento en un pequeño hotel de la parte sur, se dio cuenta repentinamente de que no tenía dinero. Prácticamente había gastado hasta el último céntimo de cuanto tenía entre la casa y el taller mecánico. Luchó con su orgullo y después tomó un coche de alquiler dirigiéndose a los nuevos bloques militares. El trabajo de techar el perímetro del edificio se había completado y sobre la entrada principal rezaba un letrero con la leyenda: EJERCITO 73
Se dirigió hacia una puerta en la que se leía OFICIAL DE COMPENSACION CIVIL; se identificó y a los diez minutos volvía a salir con un cheque certificado que llevó al Banco Intersistema Primer Centro, valedero por casi treinta mil estelares. No hubo la menor disputa, pues Tavernor había estimado las pérdidas en unos veinte mil y estaba preparado a que se hubiera quedado en quince mil. Maravillado de la forma en que actuaba la burocracia y de su rapidez, tomó otro vehículo hacia su Banco e hizo un depósito en su cuenta quedándose con un millar de estelares en efectivo. Con el dinero bien guardado, sintió una especie de alegría infantil y pensó que se debía al efecto que las chispas le habían producido. Analizando sus sentimientos íntimos, descubrió que tenía las mismas sensaciones que en sus días de cadete del ejército, volviendo al campamento tras una carrera a campo traviesa entre los árboles llenos de vida y color, con la idea de tomarse una buena ducha, comer con apetito y un fin de semana en completa libertad. No había ni una sola cosa en la totalidad del universo que le hubiera deprimido. Decidió darle el visto bueno a las chispas después de todo; pero el otro Tavernor — él que siempre observaba desde un nivel más elevado — le daba instrucciones de que no volviera a tocar el licor helado de los sueños. Recordando que Lissa todavía no debería tener la menor idea de que se marchaba de su hogar por haber sido destruido, detuvo a otro coche de alquiler, y dio instrucciones al conductor de que le llevase a la Residencia del Administrador. El coche sobre su única rueda, Se dirigió hacia el norte, entre dos bloques de edificios, después tuvo que detenerse en una intersección en donde se apreciaba una tremenda congestión de tráfico y una gran multitud de personas. Mirando por encima de la cabeza del chófer, Tavernor vio que la larga masa de gente en lenta procesión se dirigía por el cruce de la avenida hacia el oeste en dirección al nuevo campo militar. Por el aire y sobre las cabezas de los manifestantes, flameaba una larga serie de pancartas con las más diversas leyendas. Las había de todos los estilos; pero una en especial había sido ejecutada artísticamente con un impresionante realismo con la mascarilla mortuoria del artista desaparecido, Jiri Vejvoda, completando el efecto con una gran mancha de sangre manándole de una comisura de la boca, la resplandeciente cabeza, traslúcida por el sol del atardecer, iba suspendida en el aire como un globo, magnificados sus movimientos por un proyector manual.