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—Fíjese en eso — dijo el chófer con disgusto —. ¿Es que esos individuos no piensan en las mujeres que van de compras con sus hijos? ¿Qué pensará un niño cuando vea eso?

—No podría decirlo — repuso Tavernor, conservando todavía la calma.

—¿Le gustaría a usted que sus niños lo vieran?. — inquirió el chófer.

—Supongo que no.

—Pues ya ve. Esos individuos no piensan en nada de eso. Se meten en lo del esfuerzo para la guerra y después chillan si alguno de ellos resulta dañado. ¡Artistas piojosos! — y el cuello del chófer comenzó a ponerse rojo de rabia —. Espero que nuestros muchachos les den una buena bienvenida cuando lleguen al campo.

«Nuestros muchachos», se repetía Tavernor a sí mismo con sorpresa. Después recordó la violenta y desordenada reacción demostrada por Jamai horas antes. Y concibió lo que para su mente afectada en aquel momento por el influjo de las chispas parecía una astuta idea.

—¿Cómo han ido los negocios en estos últimos dos días? ¿Bien, verdad?

—¡Ah! En grande. Los soldados tiran el dinero que da gloria — respondió. El conductor volvió la cara hacia Tavernor con sospecha —. ¿Adónde quiere usted ir a parar, señor?

—¡Bah! No es nada — le aseguró Mack —. ¿Por qué no se aplica a conducir el coche?

Estaba interesado en el descubrimiento de que, aunque él se consideraba un hombre «práctico» sin ningún interés por ninguno de los aspectos del arte, identificó a Mnemosyne únicamente con su colonia de artistas, escritores, poetas y escultores. La leyenda y lo que se decía en un, centenar de mundos, en los lugares adecuados, consideraba al planeta como el «Planeta de los Poetas». Aquello lo había escuchado casi por accidente en sus dos años de amplia embriaguez a través de la Federación. Su primer recuerdo claro y preciso de haber oído el nombre dado a Mnemosyne fue en una ciudad situada en una llanura negra, en Parador, que también fue el primer lugar en que había intentado pintar algo. En sueños había percibido claramente una indistinta imagen de la noche en el cielo de Mnemosyne, lo que por asociación de ideas le recordó el poema de Shelley «Himno a la Belleza Intelectual»:

De pronto la sombra cayó sobre mí y agité y crucé las manos en éxtasis…

La artista, una mujer con cabellos grisáceos y con un ojo tuerto de color lechoso, le había explicado a Mack su visión mientras apuraban una botella de bourbon de otro mundo. Sí, había una obra inmortal de arte en cada fragmento lunar de los que circundaban el cielo de Mnemosyne, aquel era el último reducto desde el cual el genio del Hombre había sacado áureos rayos de gloria por toda la Galaxia… Un mundo inmerso en una constante inspiración, dulce como un largo verano… Dándose cuenta de la insoportable vehemencia de aquella mujer, Tavernor le había ofrecido un billete para Mnemosyne. Ella le había acompañado sin una palabra, como si le hubieran golpeado dejándola sin conocimiento y no fue sino tras cierto tiempo, en que comprobó que realmente ella había tenido miedo de no poder ofrecerle nada a Mack en recompensa y que aquellos diamantes celestiales sólo fueran un polvo inútil.

Otros habían ido en peregrinación, para perderse en un mundo que estaba condenado a permanecer como un oscuro remanso, debido a que las naves-mariposa, los portadores de polen del comercio de la Federación, no pudieron apearse allí. A pesar de la distancia y la creciente sombra imborrable del guerrero pitsicano, había tratado de olvidar los nombres de muchos de aquellos peregrinos. Los sistemas de la Federación tenían noticias de ellos a través de los años luz. Incluso Tavernor había conocido los nombres de Samfli y Hugerford, poetas; de Delgado, que con una sola mano había realizado obras maestras de escultura; de Gaynor, cuyos muebles artísticos eran la ultima síntesis del arte y de lo funcional, y muchos más. Habían sido las huellas de aquellos hombres — razones que no pudo comprender, pero si sentir — lo que había motivado el viaje hacia Mnemosyne. En cierta forma, apenas si había concebido que allí pudieran existir sus políticos, sus negocios, sus industrias ligeras y gentes que eran felices al ver aquellos fragmentos que constituían el cinturón lunar del planeta en cuanto aquello significaba más dinero para sus bolsillos…

—Vaya, ya hemos llegado — le dijo el chófer por encima del hombro. La próxima vez que vea a esos tipos, les echo el vehículo encima.

El joven y casi inmaculado teniente coronel Farrell se quedó sorprendido de que llegase a la Residencia del Administrador un coche de alquiler. Mientras Tavernor pagaba al conductor, el joven oficial dio instrucciones al de un transporte militar que hasta allí le había conducido, y después se encaminó lentamente hacia los amplios escalones, echando la cabeza hacia atrás como un exigente rico que pensara en adquirir el inmenso edificio de la Residencia, al tiempo que examinaba con ojo crítico y admirativo el mármol verde y blanco de la fachada. En lo alto de la escalera se volvió para contemplar el paisaje, haciendo gestos de aprobación ante las terrazas llenas de césped y flores brillantes y las azuladas aguas de la bahía. Era un joven alto y esbelto, con cierto aspecto de raza latina, que se acentuaba con la prematura debilidad de sus negros cabellos. Algo en su rostro, quizás las ojeras, dio a Tavernor la impresión de que era un tipo versátil, inestable y probablemente peligroso. Además, encontró en los rasgos de su rostro algo que le resultaba familiar. Repentinamente consciente del hecho de que tenía que haber comprado nuevas ropas para reemplazar las destrozadas y sucias que llevaba, Tavernor subió la escalinata y se halló con la sorpresa de encontrar el camino bloqueado por el lustroso uniforme gris.

—¿Está usted seguro de que está entrando por la puerta que le corresponde?

—Completamente seguro, gracias — repuso Tavernor echándose hacia un lado y recordando su determinación de conducirse con maneras de hombre adulto en los encuentros con personas extrañas.

—No tan deprisa — dijo Farrell, volviendo a bloquearle el camino.

—Escuche, hijito — le advirtió Tavernor ya de mal humor —. Está usted estropeando ese uniforme de portero tan bonito que lleva.

Hizo otro esfuerzo para seguir su camino; pero el oficial le agarró el brazo con un movimiento tan rápido que le hizo el efecto de un golpe súbito. Ansioso de evitar una pelea en la puerta de la Residencia del Administrador Grenoble, Tavernor inclinó el brazo sujetando la mano de Farrell y presionando entonces fuertemente. Vio como la cara del oficial se ponía pálida por el dolor, la rabia, o ambas cosas. Los dos hombres permanecieron agarrados unos segundos, luego se abrió la gran puerta principal y Howard Grenoble salió a la luz del día, seguido por un grupo de secretarios y servidores civiles. Tavernor aflojó la presa.

—¡ Qué gusto volver a verle por aquí, Gervaise! clamó Grenoble, alargándole la mano.

—Es un placer volver a verle, señor — repuso Farrell, volviéndose hacia Tavernor con mala intención —. Pero antes…

—Permítanme presentarles, caballeros — le interrumpió Grenoble —. El teniente coronel Gervaise Farrell, el coronel Mack Tavernor. Mack es un amigo de mi hija y se quedará con nosotros unos días.