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… y quien no ofrezca su total e incondicional cooperación, será un traidor, no sólo como un concepto político o ideal nacional, sino aplicable directamente a cada hombre, mujer o niño de la raza humana. Es mi penoso deber informar a ustedes que un soldado del 73º Ejército de la Federación ha sido muerto, no en la batalla contra los pitsicanos, sino precisamente aquí en Cerulea, por los mismísimos traidores a quienes me he referido, por hombres y personas cuyas vidas estaba destinado a proteger.»

«Muchos de los responsables de semejante ultraje ya han recibido la sanción que les corresponde; pero un pequeño grupo no ha sido aprehendido todavía. Sé que todos ustedes están tan ansiosos como yo de ver que se haya hecho la justicia correspondiente; pero faltaría a mi deber si no dejase aclarada de una vez por todas una cosa: a quien se encuentre prestando ayuda de cualquier forma a este pequeño grupo de sediciosos, se le tratará exactamente igual como si fuese culpable del crimen original.»

La declaración de Farrell cesó de repente con la tremebunda nota de advertencia final, y la imagen tridimensional del joven teniente coronel desapareció del foco del aparato. A Tavernor le pareció que la imagen de Farrell había quedado suspendida en el espacio, cuando el resto de su figura hubo desaparecido, recordándole una escena clásica de una de las historias infantiles. Encendió su pipa pensativamente. El grupo de hombres perseguidos no habrían permanecido en el Centro a menos que fueran más simples en esta clase de asuntos de lo que Tavernor pudiera sospechar. Sólo quedaba una franja de terreno, la de los bosques, que permanecía entre la Base del ejército y los muros casi verticales de la altiplanicie. Hacia el norte de El Centro, la llanura del litoral se ensanchaba por una distancia de unas treinta mil as, antes de que el océano y la altiplanicie volvieran a juntarse de nuevo. Aquella zona triangular estaba espesamente recubierta de árboles y entrecruzada por docenas de arroyos, que hacían de ella un excelente escondite para un grupo que deseara escapar de una fuerza militar bien equipada. Si Tavernor hubiese tenido que huir, se habría encaminado hacia el norte. Afortunadamente, se recordó a sí mismo, aquella no era su lucha, y con todo, cuando se fue a la cama aquella noche, un fétido olor que le era familiar, comenzó a llegar a su olfato.

En la mañana, el olor estaba allí todavía y la curiosidad le instó a emplear una o dos horas observando si podía notarse alguna actividad militar en el norte. «Después de todo», razonó, «no tengo nada que hacer ahora.» Desayunó temprano y después llamó a una empresa de alquiler de coches solicitándoles una máquina todo terreno, para que se la llevaran al hotel. Antes de tomar asiento al volante, adquirió un par de prismáticos ligeros, y algunos bocadillos y cerveza. Le llevó más tiempo del usual salir de la zona de El Centro, a causa del denso tránsito por las calles de gentes y vehículos por carretera, pues pensó que si viajaba por un lugar más abierto sería demasiado visible. Si los que habían huido, principiantes en la difícil situación de hallarse fuera de la ley, estaban donde él deducía, sería normal que todo el tráfico hacia el norte estuviese rigurosamente controlado. Una vez fuera de la ciudad, se apartó del camino hacia el norte, y dando un rodeo condujo a lo largo de la orilla del mar, con el motor del vehículo a la máxima velocidad.

Era una de esas mañanas diáfanas y claras como un diamante, comunes y corrientes en Mnemosyne. El bosque silencioso a su izquierda y el inmenso y azul océano desierto a su derecha, le proporcionaron motivos de relajamiento y comenzó a pensar más profundamente en la dirección en que estaba conduciendo su vida. Sus primeros ocho años fueron algo perfecto; pero parecían no tener relación de continuidad con otros recuerdos. ¿Qué es lo que le había ido mal en los restantes cuarenta y un años? Otras personas habían perdido a sus padres bajo circunstancias igualmente horribles y, aún así, no parecía que hubiera influido ello en la felicidad de sus vidas. ¿Era que se sentía de algún modo responsable? Había sido el único superviviente del ataque por sorpresa de los pitsicanos, pero gracias a los esfuerzos de su padre; esfuerzos que de no haber sido por su propia presencia podían haberles conducido a la posibilidad de escapar. ¿Estaría sufriendo desde entonces un constante remordimiento? Servir en el ejército y matar pitsicanos le ayudó al principio; pero incluso aquello puede que inconscientemente le hubiera llevado a morir en la misma forma que su padre y su madre… Las Estrellas Electrum, como condecoraciones del más alto honor, eran sólo concedidas a hombres que exponían su vida de una forma suicida en las áreas de interpenetración. Y él había ganado cuatro, dos veces más que cualquier otro combatiente, vivo o muerto, que jamás se hubiera conocido.

Y cuando su carrera militar había cesado por su retiro, casi tan imperceptiblemente, que apenas si se había dado cuenta, en la destrucción de seres vivientes, ¿no sería que, su sentido de la culpabilidad volvía a atacarle con redoblada fuerza? La teoría parecía encajar bien, ya que desde entonces las cosas habían comenzado a ir de mal en peor. Malgastando deliberadamente su pensión del ejército, que le habría proporcionado una seguridad económica para toda su vida, no había conseguido más que realizar un gesto de pura futilidad. Enterrar la cabeza en las arenas de Mnemosyne tampoco le había ayudado, ya que entonces se encontraba — y su realidad le produjo un helado efecto en el estómago — considerando el alistarse en la más absurda insurrección de la historia humana.

Tavernor detuvo el vehículo brutalmente, con un frenazo tal que dejó una profunda huella en la superficie de la carretera.

«No, no puedes hacerlo — murmuró para sí —. Tiene que haber formas más fáciles de suicidarse.»

Dio la vuelta al coche con la intención de conducir de regreso a El Centro a una velocidad más moderada; pero algo enorme y oscuro apareció cerca, por encima de su cabeza y, con una aterradora prontitud, sus. pensamientos fueron dispersados por un ensordecedor ruido. El aire se llenó casi en el acto de nubes de polvo que olían a carburante quemado. Al echar de nuevo el freno de urgencia, sus sentidos momentáneamente insensibilizados le advirtieron que había sido localizado y cazado por un helicóptero patrullero, el cual había descendido para observarle en una caída libre, detenida solamente en los últimos metros por poderosos retrocohetes. La técnica era corriente en acciones de guerra, pero muy escasamente justificable en aquellas especiales circunstancias. Cerró el parabrisas cuando el helicóptero aterrizó a escasa distancia delante de él sobre sus patas retráctiles. Un joven teniente armado hasta los dientes, saltó del helicóptero apuntándole con una pistola.

—¿Le ha divertido mucho, verdad? — dijo primero Tavernor.

—¿A dónde se dirige? — le preguntó el teniente con una mirada muy poco amistosa.

—Hasta que usted ha estado a punto de echar mi coche fuera de la carretera, me dirigía a la ciudad.

—Antes de eso se dirigía usted hacia el norte. Y con demasiada prisa. Entonces dio la vuelta.

—No estaba pensando en emigrar, ya sabe — repuso Tavernor con un razonable acento irónico. El detenerme y volver atrás es un pequeño truco que he descubierto para volver a casa de nuevo.

Los ojos del teniente se estrecharon.

—¿Se volvió usted porque ha visto la patrulla?

Tavernor negó con un gesto de la cabeza. Estaba a punto de inventar otro sarcasmo, pero sus ojos se dirigieron a los soldados que ocupaban el helicóptero. Las armas que portaban estaban especialmente diseñadas para disparar desde plataformas vibrátiles. A su olfato llegó el olor sintético de los guerreros pitsicanos y ante la contemplación de su propia invención del rifle RCT, volvió a sentir la misma sensación de culpabilidad que siempre le había atormentado. Y llegó a la conclusión de que semejante peso de culpabilidad sería algo que solo desaparecería con su propia muerte.