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El perfume del cuerpo de Lissa aún permanecía en él, al dejar atrás las tierras del parque, y comenzó a abrirse paso a través de los bosques.

Solo a unos cuantos cientos de yardas detrás de donde se hallaba, y extendiéndose al oeste hacia la negra pared de la altiplanicie, estaba el límite norte de la Base Militar. Unas ocasionales ráfagas de luz rojiza, procedentes de la valía interior, llegaban hasta él en la oscuridad; pero conforme se introducía más en el bosque, los caminos de entre los árboles iban cerrándose como evidencia de que desaparecería la civilización. Siguió moviéndose con cuidado, sin utilizar otra luz que la ambiental producida por el cinturón de fragmentos lunares que circundaban a Mnemosyne y el brillo, ya desvaneciéndose progresivamente, de la estrella Neilson. Era muy verosímil que se hubieran instalado estaciones de escucha en el perímetro de la Base, y Tavernor no tenía el menor deseo de que alguien viniese tras él rastreándole con dispositivos de rayos infrarrojos.

Entrar en el bosque tan cerca del campo, había sido un riesgo, pero él lo había elegido para no ser visto de nuevo viajando hacia el norte por la carretera de la costa. El teniente que le había localizado con el helicóptero aquella mañana le había dejado ir de muy mala gana, y solo después de una exhaustiva comprobación de sus documentos y del vehículo, que nada mostraron de sospechoso. «Creo que estarán formando todo un expediente sobre mí», pensó. «Y pronto se irá engrosando.» Rechazando cualquier consideración de su inmediato futuro, sus pensamientos volvieron a las tres horas que había pasado con Lissa…

La sola intención de Tavernor, consciente, habla sido la de decirle adiós.

Lissa pareció sorprendida y ligeramente distante cuando la llamó a la Residencia; pero solamente fue una ligera vacilación la que dejó adivinar cuando Tavernor le sugirió un encuentro con ella. Lissa fue a su hotel a buscarle y pusieron la proa de su coche flotador rumbo al este el lugar en donde la sombra 4e las pequeñas lunas de Mnemosyne como joyas prismáticas estaban comenzando su lenta jornada cielo arriba. Mack no le había dicho adónde iba solo que dejaba El Centro, pero ella percibió en él la resignación y pareció intuirlo correctamente. Las lágrimas de la joven le sorprendieron. Puso el vehículo en vuelo automático, la tomó por los hombros e intentó encontrar las palabras apropiadas para poner fin a un amor que nunca había existido. Pero, en cierta forma, todo lo que hizo Tavernor fue confirmar su existencia, independiente de cualquier otra palabra que hubiera podido seguir.

Más tarde, mientras se ayudaban el uno al otro a vestirse con dedos torpes por la emoción, Lissa volvió a llorar, pero esta vez sus lágrimas fluyeron libremente y sin amargura…

La aurora comenzaba a superponerse sobre la escasa luz de los fragmentos lunares, cuando Tavernor se detuvo a comer y descansar. Abrió la mochila de campaña que compró la tarde anterior, sacó unos bocadillos y un termo de café y fue a sentarse sobre las grandes raíces de un viejo árbol recubierto de musgo. Cuanto más, habría cubierto una distancia de cinco mil as; pero ya era una distancia respetable para la clase de terreno que atravesaba. El fol aje verde azulado que se extendía sobre su cabeza, le proveía de un perfecto camuflaje para los aviones, y aún no se había inventado ningún vehículo capaz de internarse por entre una intrincada arboleda. Cansado como estaba, después de haber comido algo intentó dormir, pero la idea le pareció ridícula. Comenzó a caminar de nuevo y al cabo de una hora llegó al primero de los ríos secos que atravesaban la llanura. Allí se le planteó el problema de marchar adelante y hacia el oeste siguiendo su lecho, o cruzar y continuar en dirección hacia el norte durante varias millas más.

De algunas previas excursiones que había realizado por aquella zona, recordó que uno de aquellos antiguos ríos todavía llevaba una corriente de agua clara, que provenía de la altiplanicie. Era muy bien conocido por los pintores de la comunidad de artistas, porque en la última parte de su descenso desde las tierras altas, el agua formaba una cascada de doscientos pies, en una depresión en forma de cuchara, produciendo un bello aspecto con sus espumosas nubecillas que cambiaban de aspecto a cada instante bajo la influencia del viento. La corriente era la fuente principal de agua potable en la totalidad del triángulo de treinta mil as que así se formaba y Tavernor tuvo la certeza de que encontraría a los perseguidos en alguna parte de su curso. Una vez que Gervaise Farrell se hubiera familiarizado con aquellos detalles geográficos, se hallaría en condiciones de obtener la misma deducción, lo cual era el motivo por el que Tavernor deseaba encontrar a los fugitivos sin la menor pérdida de tiempo.

No había forma de saber a cuanta distancia tierra adentro se habrían retirado, y así Tavernor decidió ir hacia el norte y cruzar la corriente tan cerca de la costa como fuese posible. Seleccionando un lugar donde no hubiese tallos secos o raíces afiladas en que pudieran interceptar su paso, se tiró a la corriente, la cruzó y saltó a la otra orilla. El calor del largo día de Mnemosyne iba creciendo de intensidad, incluso bajo la sombra de los árboles, comenzando el aire a vibrar con verdaderas nubes de insectos. Mnemosyne no tenía apenas insectos que fueran venenosos, pero muchos, de los de gran tamaño, comenzaron a pasar por el rostro de Tavernor con una especie de vuelo acariciante que le resultó más desconcertante que un ataque de avispas.

Mientras continuaba el camino, sudando, por el suave piso del bosque, volvió a aprender de nuevo una verdad descubierta miles de veces en el pasado: que un planeta no se convertía en otra Tierra simplemente porque hubiese sido explorado y cartografiado, medido y colonizado.

En un hospitalario globo como Mnemosyne, el hombre podía vivir una vida al estilo de la Tierra, desarrollar una sociedad parecida a la terrestre, hacer crecer alimentos terrestres; pero sólo bastaba caminar alguna distancia de la puerta de la casa, dar la vuelta a una roca o mirar a cualquier criatura reptar por el suelo, para comprobar que la madre Tierra quedaba lejos, muy lejos. El misterioso impacto de lo irrazonable y de lo que no se podía controlar por ser extraño, llenó con sus temores la mente de Tavernor, advirtiéndole de que el espacio es demasiado grande y que se hallaba a años luz de distancia de su verdadero hogar, encarándose con algo que sus antepasados no vieron jamás. Incluso en la Tierra, la vista de una criatura familiar, como por ejemplo una gran araña, podía llenar a ciertas personas de un pánico tan violento como son capaces de sugerir tales artrópodos y otras criaturas relacionadas con ellos como si tuviesen un origen extraterrestre. ¿Cómo reaccionarían esas mismas personas si al mover una piedra viesen bajo ella una criatura todavía mucho más extraña? El haber viajado guerreando en una docena de mundos había endurecido a Tavernor y le había deparado una serie de aventuras y sorpresas, algunas de ellas verdaderas bromas pesadas. Una vez se despertó por la presencia de una gruesa, blanca y pastosa mano que reptaba por su pecho dejando tras de sí un rastro de espuma, como un enorme gusano. Y eso era realmente, un gran gusano que había olido la saliva de su boca y se dirigía a beberla. Los insectos que ahora le rodeaban y chocaban contra su cara, hacían el ruido de abejorros; pero no le gustó mirarlos de cerca, porque sabía que realmente no se trataba de tales abejorros y que su contacto podía resultar insoportable.