Shelby tomó un trocito de azúcar del bolsillo y lo dejó caer en el frasco. El verde líquido comenzó a rebullir con motas de luz dorada, como un microcosmos en creación. Alguna de aquellas mágicas chispas, salieron al exterior por el cuello de la botella; pero Shelby las atrapó en el aire inhalándolas por la boca.
—El Olimpo esperó mil años para esto y nunca llegó — susurró como para sí mismo — Una porción de hielo verde, perfumes de loto, la luz del sol y los sueños… No te lo ofreceré de nuevo.
—Bueno, dejémonos de todo esto — indicó seriamente Tavernor —. Hay trabajo que hacer.
El cordón de vigilancia tenía una forma vagamente semicircular y poco más o menos tres millas de longitud. Consistía en seis barreras de rayos láser enlazadas entre sí a media milla de distancia de intervalo. Cada barrera era todo un derroche de rayos láser refractados entre dos estaciones proyectoras; rayos de baja energía que incluso resultaban invisibles en plena noche. Pero si un cuerpo en movimiento interrumpía alguno de los rayos automáticamente se producía una descarga súbita en el proyector y los laceres asaeteaban con sus cegadoras lanzas de muerte. Los niveles de energía alcanzados podían ser calibrados por el hecho de que cuando se establecieron las estaciones de proyección, no había sido necesario derribar ningún árbol para establecer una línea recta de conexión. Todo lo que precisaron los técnicos encargados de su montaje fue taladrar con agujeros en los mismos troncos de los árboles la trayectoria a seguir.
Tavernor sabía por experiencia que los únicos puntos débiles de aquella instalación eran las estaciones proyectoras, donde las dos unidades láser se hallaban de espaldas una con otra. La técnica a seguir era o bien colocar una barrera física entre las unidades, o dejar una tentadora «puerta» de paso con un escuadrón de vigilancia al exterior de cada estación, con instrucciones de dirigir un fuego convergente sobre cualquier cosa que intentara pasar por ella. Fue a este respecto, en la estimación de Tavernor, donde Farrell y sus hombres se habían mostrado ligeramente faltos del cuidado suficiente. Habían dejado dos puertas de paso, cada una guardada por cuatro hombres y dos ametralladoras, con la presunción hecha de que seria imposible para aquellos fugitivos, virtualmente desarmados, intentar forzar tales pasos.
Tavernor se puso en pie y golpeó su pipa contra la rocosa pared de la caverna. Se había fumado las últimas hebras de tabaco que había guardado, como Shelby el licor, para sus últimas horas en la cueva. Estaba demasiado oscuro para ver algo; pero oyó los movimientos expectantes entre los veintitrés hombres y cuatro mujeres con quienes había vivido durante los pasados dos meses.
—¡Un discurso! — pidió alguien irónicamente.
Mack identificó la voz de Pete Troyanos.
Tavernor vaciló, aclarándose la garganta. Deseaba decir a aquella gente una serie de cosas importantes, cuánto había admirado su valor y adaptabilidad, con cuánta amargura lamentaba las muertes que se habían producido, cuánto sentía las frustraciones que padecían por el hecho de que, estando desarmados, se habían convertido en guerrilleros y cuánto les había agradecido el verse rodeado del afecto y del respeto de todo el grupo, cuando se había sentido él mismo incapaz de sostener relaciones humanas normales. Pero se dio cuenta de que las palabras sobraban, casi, en aquella ocasión.
—Creo que no es el momento de pronunciar discursos — dijo —. Todos vosotros sabéis exactamente qué es lo que tenéis que hacer y lo que hay que hacer ahora es marcharnos de aquí.
Sus palabras fueron acogidas con un silencio total, en el cual advirtió una decepción por parte de sus compañeros de desventuras, dándose cuenta de que tenía que responder a su demanda y de que tenía que pagar su contribución natural como miembro de la raza humana.
—Escuchad… — Tavernor parpadeó desesperadamente en aquella oscuridad, librando toda una batalla contra la marea estéril y fría del pasado. Tenéis que cuidaros de vosotros mismos, porque… porque…
—Es suficiente, Mack — dijo una voz calmosa —. Estamos ya dispuestos para ir.
Salieron uno tras otro a la fría noche. El cinturón lunar pasaba por encima de sus cabezas, como un helado curso de diamantes rotos, una vez atravesado por la sombra del planeta, alrededor de la cual parecía que se hubiera hecho una siembra de anillos concéntricos de amatistas, esmeraldas, topacios y rubíes. Las estrellas brillaban débilmente al otro lado de la brillante cortina celestial, dando al cielo la impresión de una infinita profundidad que faltaba en otros mundos. Tavernor respiró profundamente, forzándose a sí mismo a relajarse, mientras que los otros comenzaron a ganar el selvático cinturón de matorrales que separaba el bosque propiamente dicho de la base de los acantilados.
A una mil a de distancia y en línea recta atravesando la maleza, estaba la estación central del cordón, a la que había que dar el asalto. El primer paso del plan concebido implicaba que el grupo se aproximase a unas cuatrocientas yardas de la estación y que allí esperasen la señal de Tavernor para avanzar. Mack hubiese preferido acercarse aún más; pero el riesgo de ser detectado por cualquier dispositivo de escucha hubiera sido demasiado grande. Cuando la última persona de la silenciosa fila india estaba desapareciendo entre los matorrales, Tavernor y Shelby reunieron y cargaron con las seis enormes flechas y las seis jaulas de los alas de cuero. Siguieron al grupo principal durante algún tiempo y después se desviaron ligeramente hacia el sur, dirigiéndose a un pequeño cerro desnudo de vegetación que Tavernor había seleccionado previamente.
Mientras caminaba, Tavernor pudo advertir el nervioso rebullir de los alas de cuero enjaulados e imaginó que aquellas extrañas criaturas olfateaban la muerte, sintiéndose desgraciadas. Sintió una oleada de afecto por aquellos mamíferos, cuya instintiva moralidad era superior a los grandes edificios éticos construidos por la humanidad. Al ala de cuero no le resultaba extraño el tener que matar; pero tomando solo la exacta proporción de la mesa del banquete ecológico, como había descubierto cuando intentó entrenarlos en una partida de caza. Eran sus métodos de despachar la presa lo que proporcionó a Mack la idea de incorporarlos a la guerrilla como una nueva especie de arma.
La primera vez que vio a un ala de cuero en acción pensó que se hallaba observando un espectacular suicidio. Se había lanzado como un rayo descolgándose del ambiente rojizo del crepúsculo, aplastándose como una bomba en el interior de una colonia de seudolagartos anidados en un saliente rocoso. El brutal impacto se oyó en un centenar de yardas. Tavernor, cuya curiosidad se había despertado a límites insospechados, fue saltando a duras penas por las rocas y llegó con el tiempo justo para ver como el ala de cuero se disparaba hacia arriba con un reptil muerto entre sus garras. Aparentemente una fuerza de deceleración o tal vez la fuerza de cien gravedades había dejado al ala de cuero como si tal cosa.
Tavernor continuó observando a los alas de cuero durante varios meses antes de descubrir que estaba equivocado en una de sus más básicas apreciaciones respecto a ellos. Sus hábito nocturnos y su apariencia general de murciélago le habían engañado al pensar que utilizaban alguna especie de radar para su navegación aérea en la oscuridad, como le sucede al murciélago terrestre; pero lo cierto es que disponían de una determinada forma de telepatía. Los depredadores que tenían la facultad de influir en la mente de sus presas no eran desconocidos en los variados dominios de la Federación; pero Tavernor sospechó que los alas de cuero tenían la facilidad de poseer tal facultad en un alto grado. Realizó experimentos para probar que los animales podían hacer algo más que detectar las radiaciones cerebrales. Una serie de experimentos consistió en que Tavernor fijase sus pensamientos en un objeto componente de un grupo, dejando después a un ala de cuero libre e inculcándole tales pensamientos con toda su fuerza. Tan pronto como aprendió bien la artimaña de proyectar la imagen claramente, la proporción de éxitos directos en forma de impactos seguros sobre el objetó elegido, subió a un cien por cien.