La idea de utilizarlos como una enorme flecha guiada por control biológico le llegó poco después, entre la misma paralizante sensación de revelación que había experimentado últimamente en la nave de tránsito hacia MacArthur. Había trabajado sobre aquella idea solo intermitentemente; pero aquello ofrecía un positivo aspecto, a pesar de una cierta repugnancia en moldear con sus manos los instintos de aquellas criaturas, respecto a lo que los alas de cuero podían hacer. Unas pruebas preliminares le habían mostrado que un ala de cuero podría ser entrenado en aceptar el rápido viaje de una flecha acurrucado en el hueco de su extremo, controlar el punto de impacto dentro de las limitaciones de la masa del proyectil y del alcance de las alas del animal y escapar libre momentos antes del impacto. Tavernor apenas había comenzado a construir en su taller un adecuado dispositivo de lanzamiento, cuando la casa, el taller y el bosque circundante habían sido reducidos a sus componentes químicos por el ejército sin ningún respeto… Desde la cresta del pequeño altozano era posible ver un ligero resplandor de luz procedente de la estación proyectora.
—Creo que nos están poniendo las cosas fáciles — dijo Shelby despectivamente.
—No importa la luz — repuso Tavernor dejando caer la carga —. He arreglado los arcos aprovechando la luz del día. Mi única preocupación es no poder disparar juntos a un par de nuestros amigos; creo que es pedir demasiado a estas criaturas.
—Pues a mi, no. Ya te he visto disparando a esos animales.
—Si, pero solo durante el día. Unos arcos como éstos, hechos de madera y cuerdas de fibra, cambian sus características con la temperatura y la humedad. Hay también un límite para la dispersión de los alas de cuero.
—Como tú creas, Mack.
—Vamos a encargarles un buen trabajo, pues. Tú comprueba el físmel, mientras que yo tenso los arcos.
—¿ Comprobar qué?
—El físmel es la distancia entre el dorso de la flecha y la cuerda del arco. Es como un indicador manual de tensión.
Tavernor dio a Shelby una varilla con una entalladura cerca de un extremo.
—Pon este extremo sobre el sitio en que descansa la flecha a ver si la cuerda cruza la entalladura. Si no llega, es que el arco está flojo y tendremos que tensar la cuerda para acortarlo.
—¿Es necesario hacer todo esto?
—Soy un artesano, recuerda. Tienes mi palabra de que es así.
Tavernor comenzó a templar la encorvadura de los seis macizos arcos, gruñendo furiosamente por el esfuerzo requerido para conquistar y dominar su implacable resistencia. Dos de los físmeles resultaron demasiado pequeños y los respectivos arcos tuvieron que ser reencordados. Para cuando hubo terminado, Tavernor estaba bañado en sudor y el corazón le latía pesadamente, recordándole que estaba a punto de cumplir los cincuenta años. Aseguró los arcos en sus lugares de disparo, proporcionándole una nueva y renovada fatiga el montarlos en sus rampas de funcionamiento, colocar las flechas y tirar de las cuerdas tensadas con ambas manos, para ser disparadas con los pies. Cuando los seis arcos estuvieron dispuestos, respiró profundamente hasta que los fuertes latidos de su corazón se templaron.
—Me gustaría poder ayudarte — dijo Shelby, mirando con pena su brazo inútil, ya que el tríceps estaba partido en dos por el balazo que recibió.
—Guárdate tus fuerzas para salir corriendo.
Tavernor se puso en pie, comprobó que las rampas de los arcos estaban bien dispuestas y en los lugares que previamente había marcado. Abrió las jaulas una por una y puso a los alas de cuero en los hoyos tallados en la cabeza de la gran flecha de cada arco, acariciando las cabezas de los animales, murmurándoles palabras de dulzura y de confianza. Los plateados ojos de los animales le miraban en la oscuridad, diciéndole cosas que hubiera podido comprobar muy bien de no hallarse agobiado por la armazón humana. Se arrodilló tras el primer arco y reunió sus pensamientos, dándoles forma y clarificándolos, creando una imagen mental de lo que tendría que ser el objetivo de los animales. Mientras pensaba en las cuatro caras desconocidas de los soldados cuyas vidas tenía que cobrar, se puso en estrecha comunión con una mente que nunca había conocido la maldad ni la culpa, tratando de alejar el concepto de destruir una vida para conservar las demás, a despecho de su sombría certeza de que la comprensión a semejante nivel sería imposible.
—¿Está todo dispuesto, mon ami? — repuso Shelby en un susurro ansioso.
—¡No hables!
Tavernor soltó el primer disparador y la gran flecha surcó los aires en la negrura del cielo nocturno y en busca de su objetivo, con la confianza de que todo estaba bien calculado. Sin perder más tiempo, Tavernor siguió e hizo lo mismo con la fila de arcos enviando las flechas a recorrer la distancia de aquellas quinientas yardas. Era preciso moverse rápidamente para evitar que los soldados pusieran en funcionamiento cualquier tipo de alarma cuando se encontraran bajo el imprevisto ataque. Al disparar la quinta y la sexta flecha, miró con fijeza al resplandor de la luz de la estación proyectora. La luz continuaba igual, sin ninguna indicación de si estaba iluminando la vida o la muerte.
—Da la señal — indicó Tavernor —. Todo está ya decidido.
Shelby hizo sonar su silbato de madera y comenzaron a correr. Moverse entre los matorrales a una velocidad superior a una marcha normal, resultaba peligroso; pero Tavernor solo pensaba en la posibilidad de que el p1esto de mando hiciese alguna señal de rutina con la radio de las estaciones y descubriese algo fuera de lo normal. Corrió delante de Shelby tan rápido como le fue posible, utilizando su mayor peso corporal para abrirle paso a su compañero entre la maleza. Unos crujidos procedentes de la parte norte le advirtieron de que iba adelantado del grupo principal. Alargó sus pasos. Si las flechas habían fal ado en realizar su cometido iba directo a sentir el primero las consecuencias. La luz de la estación comenzó a hacerse visible ante él y estimó que se encontraba todavía a unas doscientas yardas.
En aquel instante el cielo pareció encenderse con resplandores de aviso. Tavernor se detuvo un instante y Shelby se le echó encima a muy pocos segundos. Su primer impulso fue dar la señal para volver a refugiarse en la caverna, pero en el acto comprobó que las luces se habían enviado como bengalas hacia el norte y sur, aunque no hacia ellos. Parecía que las flechas habían alcanzado sus objetivos marcados. No había tiempo que perder en imaginarse de qué forma habían sido alertados los hombres de las otras estaciones.
—¡Sigue corriendo! — gritó a Shelby, forzándole a seguir adelante —. ¡Vamos, continúa!
—¿Correr? ¡Fíjate como vuelo! — repuso Shelby lanzado hacia delante de Tavernor y corriendo ambos a través de la oscuridad, con los músculos sobrecargados por el miedo. Una prolongada explosión y una porción de fuego color naranja arrojado al aire hacia el sur, advirtieron a Mack que dos helicópteros habían despegado del suelo. Intentó correr más deprisa; pero era algo ya superior a sus fuérzas.
Unos puntos brillantes de luz se arqueaban en el cielo, lo que demostraba que las tripulaciones de los helicópteros estaban poniendo en funcionamiento sus armas de a bordo.
Tavernor alcanzó la estación delante de los más avanzados del grupo principal. Se lanzó como un tromba entre el estrecho pasadizo existente entre las dos estaciones e hizo un esfuerzo final en las cincuenta yardas que le separaban de la luz todavía resplandeciente y que era una lámpara de campaña puesta a la entrada de una tienda en ángulo agudo. De uno de los lados de la tienda sobresalían las puntas de las dos flechas allí caídas. Tavernor se puso de rodillas, miró al interior y vio a dos cuerpos caldos al suelo y que parecían haberse dirigido hacia la puerta cuando les llegó el fin. Lo que había sido la cabeza no era más que una masa sanguinolenta.