Se puso en pie y miró a su alrededor. Otros miembros del grupo ya entraban por la puerta entre las dos estaciones, pasándole y adentrándose en el bosque. Shelby estaba en pie junto al pasadizo, empujando a los hombres por el camino a seguir. El ruido de los helicópteros comenzó a llenar el ambiente circundante, mientras que nuevos resplandores comenzaban a entrecruzarse por el cielo. Tavernor buscó agudizando la vista entre la línea de árboles y vio el ligero brillo de una ametralladora y corrió hacia ella. Otro cuerpo estaba deshecho en el suelo junto al arma y en una de las manos sin vida del soldado, una radio de campaña, con la luz roja de transmisión aun encendida. Se situó detrás de la ametralladora y dio vuelta hacia el sur. El flujo de los fugitivos había cesado, pero Shelby seguía todavía de pie en el pasadizo.
—¡Vamos, Kris, lárgate al infierno fuera de aquí! — le gritó —. Vamos a ser cazados desde el aire en cualquier momento.
—Todavía no, aun quedan algunos que no han llegado.
—¿Cuántos?
—Cuatro.
—Ya pasarán por su cuenta. ¡Fuera!
—Joan es uno de ellos. Voy a esperarla.
—¡Por amor de Dios, Shelby! No es más que una…
Pero la voz de Tavernor se perdió entre el tremendo rugido de un helicóptero que picaba en aquel momento directamente por encima de la tienda de campaña. La tienda quedó destruida bajo aquella tormenta de polvo y hojas y la luz de la linterna comenzó a danzar. Tavernor levantó la ametralladora, apretando el gatillo con todas sus fuerzas. Controlando el arma por instinto, roció un costado del fuselaje con una granizada de balas. Una llamarada terrible de color naranja comenzó a envolver al aparato. El desequilibrio producido hizo que se inclinase de costado, estrellándose contra el suelo a poca distancia de Shelby, paralizado por lo que había sucedido en tan pocos segundos. La barrera de rayos láser golpeó con furia, como si fuera con dardos forjados en el interior de una nova, a la máquina, que explotó con sus tanques de combustible y sus municiones. Tavernor sintió el suelo rocoso como un barco en el mar, al desintegrarse el helicóptero en mil ruidos, esparciéndose en fragmentos, algunos de los cuales fueron a cortar otra vez el cordón establecido, además de haberlo hecho ya en varias partes el láser.
Unas llamaradas más pequeñas mostraron que Shelby ya había dejado de permanecer en pie. Tavernor corrió hacia él. De pronto se detuvo y se cubrió los ojos con sus manos. Shelby había sido alcanzado por un trozo de metal y era obvio, incluso a cincuenta pasos de distancia, que estaba muerto. Tavernor miró entonces el estrecho pasadizo existente entre las dos unidades de láser. Shelby había advertido que faltaban por llegar cuatro personas. Vaciló y el suelo pareció surgir hacia el cielo mientras un segundo helicóptero tronaba sobre su cabeza con las armas de costado a pleno fuego. La tierra pareció volver de nuevo a su sitio, dejándole milagrosamente intacto, excepto por un agujero perfectamente redondo en la bota izquierda. Se volvió y corrió de nuevo hacia la ametralladora. El arma aparecía de costado con sus mecanismos deshechos.
El segundo helicóptero volvió a dar una pasada sobre el lugar en que se hallaba y esta vez Tavernor advirtió las estrellas azules blasonando en sus costados. Llegó al tiempo justo en que Joan Mwabi y los otros tres que faltaban aparecieron por la puerta de salida. Todas las armas abrieron fuego al mismo tiempo y su fuego, canalizado por las unidades láser a prueba de balas, pareció arrastrar a aquellos seres humanos como hojas secas por un fuerte vendaval.
Andando lentamente y con cuidado, como lo habría hecho un hombre anciano, Tavernor se internó en la negrura de los bosques.
9
Cuando Tavernor se aproximó a la carretera de la costa, se encontró extrañamente débil y con vértigos. Al principio procuró dejar de lado el choque nervioso sufrido. Hacía ya tantos años desde que le ocurrió aquello, endurecido después por la batalla contra los pitsicanos… Lo de aquella noche era suficiente como para hacer estremecer a cualquier hombre. Pero cuando sus rodillas comenzaron a temblarle a pesar de sus esfuerzos en controlarlo, le llegó a la mente la sospecha justificada de que el agujero de su bota izquierda era algo más que un simple inconveniente.
Se sentó y se sacó la bota. Al quitársela sintió un desagradable ruido de succión y las primeras luces del amanecer le mostraron que todo el pie lo tenía empapado de sangre negruzca. Cuando se quitó el calcetín, el segundo dedo del pie salió con la prenda.
Aturdido, miró al pie dañado con ojos de reproche. El espacio vacío, en donde faltaba el dedo recién perdido, sangraba con abundancia. Y tuvo que haber sangrado todo el camino recorrido a través del bosque. La comprobación de que estaba herido, pareció desatar el bloqueo neural de su cerebro y comenzó a sentir fuertes dolores en el pie y la pierna y, con el dolor, la alarma por el hecho de que la herida estaba en malas condiciones de higiene. Durante los dos meses de escondite, apenas si habían tenido agua para beber y cubrir las más elementales necesidades con el precioso líquido, por lo que no habían podido pensar en lavarse. Por añadidura, era lógico que se hubiese introducido en la herida la más diversa variedad de polvo y suciedad mientras duró la larga caminata nocturna.
Recogió el calcetín y lo arrojó entre los árboles, después buscó en el bolsillo el trozo de tela que constituía la bolsa que había usado para el tabaco de pipa. Con aquella elemental compresa puesta en el hueco de los dedos, se puso la bota y comenzó a caminar de nuevo. Los otros se habían dirigido hacia el norte hasta salir corriendo fuera del bosque para seguir después caminando toda la noche y pasar los límites de la civilización; pero Tavernor estimó que no disponía de más de una hora para poder echarse en cualquier parte y recuperarse de la pérdida de sangre.
La idea de dormir comenzó a hacerle bostezar; pero el bosque no era lugar para el descanso, a menos de que se quisiese exponer al riesgo de quedar embutido en la celulosa. Acudió a su mente el recuerdo de aquellos negros cabellos helados y revueltos. La pérdida de doce o más hombres y de un helicóptero de ultimo modelo iba a cambiar totalmente la naturaleza de la operación, por lo que al ejército concernía. Farrell debía aparecer como un estúpido y su historial debería quedar nuevamente brillante, sin pérdida de tiempo. Tavernor emprendió una carrera cojeando.
El sol aparecía entre suaves nubes de niebla que aclararon el ambiente. Ante él, el suelo se inclinaba suavemente por varios cientos de yardas hacia abajo hasta la carretera general que conectaba El Centro con una cadena de pequeñas comunidades a lo largo de la costa. Más allá de la carretera, se encontraba una ancha faja de tierra herbosa que, con la característica circunstancia de un planeta sin luna y por tanto sin mareas, terminaba en el mar. Mnemosyne estaba dotado fabulosamente de satélites; pero su escaso tamaño y la disposición en forma de cinturón lejano y envolvente cancelaba el tirón propio de la fuerza de la gravedad. Esparcidos a lo largo de aquella faja de verdor entre la carretera y el océano, se veían edificios de los más diversos tamaños y de los más variados estilos arquitectónicos. Tavernor estaba razonablemente seguro de que podría encontrar un médico en alguna parte a lo largo de la franja costera si podía atravesar la carretera sin ser visto. No había tránsito en aquella temprana hora del amanecer, aunque algo en el cielo por encima del bosque sugería la existencia de una patrulla aérea. Cualquiera que pensara en atravesar la blanca cinta de la carretera procedente del bosque, se encontraría atrapado como una araña en una bañera.