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Entonces, en aquel amanecer gris en que parecía que el tiempo se hubiese detenido, tenía que aceptar la idea de que Mack orientado hacia la muerte había ganado la última baza, que había surgido del bosque como un lobo sediento de sangre para ser matado a tiros en aquel bestial acto de asesinato. Gervaise le había mostrado la garganta mordida y desgarrada; pero así y todo Lissa recordaba la calma de Mack, sus ojos torturados y había sacudido la cabeza, instintivamente, huyendo a esconderse en su habitación.

A nivel intelectual, había otro factor: su conocimiento de la fantástica competencia de Mack. De haber venido durante la noche como un asesino habría logrado su objetivo, rápida, silenciosa y eficientemente. Pero, ¿qué alternativa pudo tener? La respuesta le llegó como un murmullo que surgía de lo más intimo de su cuerpo, trémula, estremecedora, triste, persuasiva. ¿Le habría llegado la noticia de su compromiso matrimonial con Farrell, provocando que lo echara todo por la borda, incluso su instinto de supervivencia? ¿Había Mack perdido su vida por amor a ella? Si este era el caso, no debería casarse con Gervaise, ni con ningún otro, nunca…

—¿Lissa? — la vocecita le llegó suavemente tras ella.

Se volvió para ver a Bethia con sus ojos grises tan profundos llenos de lágrimas, recordando entonces que la chiquilla parecía haber sentido una singular afinidad con Mack.

—¿Qué ocurre, Bethia? — Lissa se arrodilló hasta situar su cara al nivel de la niña para echarse inmediatamente una en brazos de la otra.

—No llores, Lissa. Te oí llorar. No llores…

Lissa sintió como su autocontrol se, deslizaba conforme la presión emocional hacía presa en ella.

—Pienso que Mack vino a verme la pasada noche. Y me siento responsable… ¡Oh, Bethia, no puedo quedarme aquí por más tiempo!

—Pero… ¿a dónde irás?

—No sé…, tal vez a la Tierra. Tengo que marcharme lejos.

—¿Quiere decir eso que no vas a casarte con el coronel Farrell?

—Sí. Yo… Lissa sintió la rigidez del cuerpecito, de Bethia al echarse la niña hacia atrás.

—Mack estuvo en mi habitación la pasada noche.

—¡En tu habitación! — exc1amó Lissa con un temor irrefrenable.

—Se escondió allí. Llevaba un cuchillo. Dijo que me golpearía si hacía cualquier ruido.

Súbitamente Bethia pareció más alta. Sus ojos miraban el vacío y su voz hablaba de forma inexorable.

—Llevaba un cuchillo. Me dijo que tenía que matar al coronel Farrell.

Segunda Parte — Los egones

1

Dolor. Subiendo rápidamente a un clímax… y de súbito desvaneciéndose.

Dislocación. Transición. El despertar.

Las estrellas podían ser paladeadas. Y oídas. También podían verse en una forma difícil de comprender de manera no inmediata.

El espacio no es negro. Corre, se estremece y gira con un mil ar de colores, de los cuales los del espectro visible son sólo una diminuta fracción. Lo más prominente de esta región del espíritu está pulsando bellamente y cuajado de flores que van de paso, productos desgajados de unas partículas pesadas procedentes de una nova chocando con el omnipresente hidrógeno del espacio interestelar. El proceso por medio del cual se obtiene este conocimiento tampoco es comprensible.

Más cerca, los suntuosos soles se mueven con lenta majestad, nutriéndose libremente. Todavía más cerca, un planeta arde con el especial y divino fuego neural de un mundo habitado. Y la masa-madre se mueve por el infinito y en todas partes, vasta, impresionante, eterna…

Pienso, luego estoy vivo… La increíble verificación no está acompañada por ningún shock — no hay glándulas que disparen sus hormonas, ni corrientes sanguíneas, ni bomba orgánica —, pero la consciencia de Tavernor se contrae 5úbitamente, en forma de iris, en el contorno adyacente.

Una nube azul plata se mueve más cerca. Es un tenue ovoide de gas que resplandece suavemente y con todo — a causa de sus nuevas percepciones — aparece como una faz humana. También tiene el aspecto de un joven de fuertes músculos en atuendo guerrero, un viejo decadente, un sonriente muchacho, un feto enrollado, todo ello como ostensibles manifestaciones de una simple entidad.

Bienvenido a la vida

No tengas miedo

Soy Labieno

(La entidad comunica tres ideas simultáneamente)

«No comprendo.» Tavernor es consciente de su pensamiento estableciendo un lugar en el espacio. Siente lo cálido de aquella entidad y en ella hay seguridad y confianza… pero, ¿está vivo? Otros ovoides en forma de nube se van aproximando. Sintoniza sus percepciones y la fuerza de su presencia. El espacio está lleno de rostros luminosos, identidades, personalidades.

Te ayudaré

El reajuste es rápido

Entrégame tu yo

(Labieno se aproxima aún más.)

Tavernor tiene tiempo para deducir que él también es uno de los ovoides luminosos. Entonces otra mente emerge con la suya propia. En el primer instante de contacto conoce a Labieno mejor de lo que ha conocido a cualquier otro en toda su vida; las experiencias de su infancia en el norte de Francia en tiempo de Cesar Augusto, los soldados de la Séptima Legión en las Galias, Bretaña y Africa. Se retira con el rango de centurión a una pequeña granja en Toscana, mantiene y educa a cuatro hijos, ya en edad tardía de su vida, y muere al aire libre en una cálida tarde de otoño bajo un roble, en el preciso momento en que una estrella, la primera estrella, atraviesa con su luz el azul cobalto de la bóveda celeste…

Tavernor se retira inquieto.

Descansa

Confía

Da

(dice Labieno)

Tavernor permite que el contacto vuelva a realizarse de nuevo. Esta vez no hay ninguna sensación de extrañeza, puesto que Labieno y él son dos hermanos que han compartido el nacimiento, la vida y la muerte. Comprende sombríamente y con agradecimiento que Labieno ha absorbido su propia y retorcida línea vivencial del mundo y no es repelido. Se mezclan como las flores que se desprenden de los árboles y se mueven suavemente a su alrededor, en un espacio tachonado con matices sin nombre de energía, donde truenan las estrellas y suspiran los soles lejanos y donde surgen del sol corrientes vitales que alimentan con, vida, y Mnemosyne rebulle con la vida que recibe a raudales y la masa-madre expande sus etéreas frondas por todas partes…

El conocimiento, impersonal y sin palabras, fluye a través de Tavernor.

La más básica y universal unidad de vida es el egón — le comunica Labieno —. Los egones son unas organizadas nubes de energía que viven en el espacio interestelar, alimentándose en las diminutas cantidades de energía que hay en la luz de las estrellas. Nacen continuamente, por que un egón en su primer estadio no puede ayudar sino imprimir su pauta en los primigenios flujos de la energía, y de este modo ir creando otros de su misma especie.

—¿Eres tú un egón? — pregunta la mente de Tavernor disparada.

Si.

—Y yo…

—Una forma de energía que se sostiene a sí misma — expresa Tavernor en una intuitiva idea —. ¿Significa eso que…?