—Sí, tú eres inmortal.
—¡Inmortal! — las galaxias parecen detenerse en su vuelo cósmico —. Pero si yo nací en el espacio… para esto… ¿por qué viví como un ser humano?
—En su estado primario, un egón no tiene conciencia de su identidad — continúa Labieno —, pero siendo la esencia de la vida posee un impulso contra-entrópico hacia un más alto grado de organización. Logra esto estableciendo una comunicación con un ser recién creado que existe en un plano más físico. El seranfitrión puede ser humano, animal, pez, pájaro, cualquier criatura que tenga un cierto nivel de inherente complejidad en su sistema nervioso y que sea capaz de desarrollo. Hay tantos egones habitando el continuo espacio-tiempo que cualquier criatura inteligente o semí-inteligenté que jamás haya existido ha tenido un egón agregado a ella.
—Todavía no comprendo.
—Siendo parte de su propio entorno, perfectamente con juntado al medio interestelar, el egón no está forzado a desarrollarse. Permanecería por siempre como una mónada generosa y desprendida de la panspérmica mente-masa; pero el instinto hacia un más alto estado del ser le dirige hacia una forma de enlace con un ser nacido dentro de unos límites hostiles que le fuerzan a desarrollar sus poderes con objeto de existir.
—Entonces, ¿el egón es un duplicado?
—A medida que el anfitrión físico que le recibe crece y madura, su sistema nervioso central se vuelve crecientemente complejo a través de la interacción de su cuerpo y con su entorno. Este desarrollo está conformado en cada preciso detalle por el desarrollo del egón. Pero cuando el anfitrión muere, el egón, en ver de morir también, queda libre de su voluntario cautiverio. Equipado con una identidad, una pauta de altamente compleja energía autosuficiente, vuelve a nacer por su herencia de vida sin fin. Y por lo que concierne al anfitrión, la muerte no es más que la puerta de entrada a esta nueva vida: porque él es el egón.
Tavernor se encontró como envuelto y empapado por un torrente de conocimiento y de nuevo se retiró a corta distancia de Labieno, rompiendo el contacto mental directo. El universo hierve a su alrededor, fluyendo con miríadas de colores y energía, repleto de movimiento y de vida.
—Es demasiado, demasiado — murmura.
—No te desanimes. Te adaptarás. Hay tiempo.
Los pensamientos que le dirige Labieno no son realmente simultáneos, comprueba Tavernor, sintiendo su proceso mental que se dispone a encajarse con el del otro. Un frío júbilo estremece su ser conforme empieza a asimilar la verdad respecto al fenómeno llamado vida.
—Es preciso que aclare esto — dice —. Mack Tavernor, mi cuerpo físico está muerto y aún así continúo viviendo.
—Sí. La copia de un libro se quema; otra copia queda intacta.
—¿Y no moriré nunca?
—Nunca morirás — una sombra cae sobre Labieno —. No de causas naturales.
—Lo cual quiere decir continuó Tavernor — que mis padres, están vivos…
—¡Espera! — una pausa —. Sí, tus padres están vivos.
—¿Puedo hablarles?
Eventualmente ellos son parte de una sub-masa.
El júbilo de Tavernor aumenta. Es como una llama extrañamente fría, que Tavernor encuentra chocante; pero su mente se va agrandando hacia arriba en la eternidad, entre un resplandor de energía neural que surge de la fusión de dos grandes corrientes del pensamiento humano, el espiritualismo y el materialismo. Las clásicas religiones de la Tierra la formulación de los antiguos instintos del Hombre se justifican y se muestran, por redes de fuerza pura producidas en abundancia entre las estrellas. La vida es eterna, ligada a la carne, en el principio, y con todo, independiente de ella. La timidez y el temor invaden súbitamente el ser de Tavernor. La eternidad… El infinito…
—No viajas solo — le dice Labieno amablemente y tras sus pensamientos hay un temblor de conceptos más vasto que los que ya se mezclan en la mente de Tavernor.
¡La masa-madre! Tavernor mira dentro de la temible nube luminosa que rodea a Mnemosyne y una necesidad que siempre formó y significó una gran parte de su vida, aunque no hubiera sabido explicarlo, se encuentra súbitamente satisfecha. Nace en él un sentido de satisfacción y de plenitud mezclado con emociones más allá de la humana imagen.
—Cuéntame — dice.
—No es preciso que te diga nada, amigo mío. Todas las cosas que has deseado creer son verdad — dice Labieno, que se prepara para retirarse —. Vete con la Vida.
—¿Vendrás conmigo?
—Más tarde. Hay siempre otros para recibir.
Tavernor se siente arrastrado hacia la masa-madre, lentamente al principio, luego con creciente velocidad. El espacio está cuajado de egones. Tavernor pasa a través de ellos y ellos a través de él. A cada contacto hay un intercambio de vida y la consciencia de Tavernor hierve con los recuerdos de un millar de existencias y todavía se encuentra en los bordes exteriores de la masa-madre. El conocimiento de su destino brota de su interior espontáneamente…
Los egones son seres gregarios, eslabonados juntamente con algo que se aproxima a una infinita conexión a través de la interacción de sus identidades. Nunca abandonan las especies vivientes del planeta de su renacimiento hasta que toda la vida ha quedado exhausta, terminada en aquel mundo. En tal estadio, cuando la historia de la vida ha sido acabada para ese planeta, la inconcebible y vasta identidad corporativa, compuesta por cada ser inteligente que haya vivido siempre en ese planeta ya extinguido, se retira.
Entonces llega el peregrinaje sin fin a través de la eternidad, hacia las aventuras intelectuales mucho más allá del alcance de cualquier simple mente; quizás para ascender por medio de otros continuos a fecundar a nuevos universos, infundiendo el hálito de la vida en miles de millones de nuevos planetas, tal vez para unirse con otras mentes en otros mundos y de nuevo unidos; una y otra vez, en busca de la Ultimidad.
El anhelo de Tavernor por la absorción crece, y con él, la velocidad. Las resplandecientes frondas de la masa de egones se abren a su alrededor, embebiéndole, envolviéndole. Después llega el dolor. Tavernor se ha detenido.
—¡Vida! — grita con un inmenso pavor —. ¿Soy rechazado?
—¡No! Amigo mío, no eres rechazado… Mira hacia tu interior.
Tavernor vuelve la mente hacia su yo íntimo. El dolor está siendo generado muy dentro de su propio ser y, con todo, proviene del exterior. No de un exterior real, donde las flores que se desprenden brillan por todas partes, sino de otra clase de exterior que procede de la circunscrita existencia de sueños que había conocido antes…, antes… con una sensación de repugnancia y de disgusto, y, así y todo, el tirón físico es demasiado grande y se ve forzado a recordar… antes de que Gervaise Farrell tirara del gatillo de la pistola. Farrell le había matado; pero había más en ello, algo que habla parecido importante en el acto. El resentimiento de Tavernor crece al igual que los poderes desconocidos que aumentan su garra sobre él, anclándose a las circunstancias del juego en que una vez había participado. Había deseado… sí, aquello era… — había forzado a Farrell a matarle porque… porque estaba a punto de revelar información que hubiese conducido a la muerte a los otros.