Vuelven los recuerdos relacionados, contra su resistencia, al traslado del COMSAC con su Cuartel General a Mnemosyne, la guerra contra los pitsicanos, la visión de un bello rostro de mujer, extrañamente oscurecido. ¡ Lissa!
Tavernor hace la identificación con una sensación de maravilla y completo asombro. Lissa. Ella está sujetándole. — pero, ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Es posible que aquella cosa oscuramente recordada, llamada amor, hubiera forjado un lazo tan fuerte que le resultara imposible romperlo?
—Suéltame — rogó —. Necesito vivir. Exijo mi vida. Me niego a ser eslabonado a la oscuridad por más tiempo.
—Paciencia — le dicen como en un susurro los egones más próximos —. La eternidad es tuya…
—¿Cómo puedo esperar ahora que conozco la Vida?
—Tienes que esperar — los pensamientos están impregnados de compasión —. Hasta que el eslabón se rompa.
—Pero yo no…
El pensamiento de Tavernor se pierde, mientras el universo explota a su alrededor, en un caos. La tormenta de eones que pasan a su través en repentino vuelo le aturde, el miedo parece recorrerle el ser como la sangre arterial, los colores del espacio se muestran amenazadores, la masa-madre se agita y grita con un mil ón de voces silenciosas y dos alas negras como la muerte baten su rápido y cruel curso hacia el centro del torbellino.
Las alas se pliegan repentinamente. Y se desvanecen.
Se produce un silencio y una sensación de insoportable pena. Volviendo a ganar contacto, Tavernor siente el pulso del sufrimiento que le invade y con él, la increíble constatación de que los egones han muerto. Los egones, herederos de la eternidad, han sido borrados por las pulsátiles alas negras y el dolor percibido por sus compañeros es infinitamente más grande del que pudo haber sufrido un ser humano arrodillado ante la cama de un ser querido y muerto. El sufrimiento parece envolver a Tavernor dejando su mente como si todo conocimiento hubiese sido barrido y confuso.
Tras un tiempo indeterminado, más tarde vuelve, ya purgado, al reino de la consciencia.
—He visto, dos alas negras — dice —. ¿Es… un enemigo?
—No hay enemigo.
Se produce una pausa y los sentidos de Tavernor le dicen que está a punto de aprender algo peor que la existencia de un implacable enemigo.
—Los únicos seres que pueden destruir los egones son los hombres y lo hacen sin siquiera saber que existen.
—Pero las alas. …
—Las alas eran las de una nave espacial de la Federación llegando a Mnemosyne, amigo mío. Las alas de una nave-mariposa.
2
En una forma en que ni el propio Tavernor puede definir exactamente, la visita de la muerte refuerza el eslabón que le ligaba síquicamente con Lissa.
Elementos incambiados de su carácter responden al empeño de los egones, parecen recrear para él las emociones del juego en la sombra. Hay un intenso dolor en el contacto sin formas haciéndole recordar que la humanidad, también, se encaraba con el equivalente de lo realizado por las alas negras: el guerrero pitsicano. La principal diferencia es que la sicología pitsicana, su cultura, y los deseos y motivos yacentes tras su anhelo de destruir la humanidad, no son comprendidos, en tanto que los egones conocen la naturaleza de su hostigamiento demasiado bien.
El reactor Busardo interestelar, llamado así después del siglo XX por los físicos que lo concibieron, utiliza en el contexto espacial — los principios del avión a reacción; para ello depende de la presencia de un entorno como medio. Dos intensos campos magnéticos se extienden a cientos de mil as en el espacio y a partir del propio navío espacial, para absorber la materia ionizada para ser utilizada como un fluido operante y para proveer de masa de reacción, y como una fuente de energía para el reactor termonuclear de la nave. Las bombas de conducción del fluido que creaban los campos magnéticos fueron diseñadas en tal forma para desviar las partículas cargadas y alejarlas de las partes habitadas y otras zonas sensibles del ingenio volador del espacio.
En el diseño original del Busardo, se consideró un equipo extra para ionizar el medio por delante de la nave; pero el desarrollo de las técnicas láser había previsto otra respuesta. Mediante el expediente de verter energía a la frecuencia de los rayos gamma en soles adecuados, era posible hacer de ellos una nova, con lo cual se obtenían millares de años luz cúbicos de espacio con materia energizada. Las rutas comerciales de la Federación estaban, pues, sembradas con la catástrofe cósmica de estrellas deshechas, habiendo alterado la mismísima naturaleza de la galaxia para satisfacer los dictados del comercio del Hombre. Pero en aquellas regiones artificiales, activadas de forma innatural, las naves podían eficientemente ser propulsadas a la velocidad aproximada de 0.6C, en la cual la modalidad taquiónica se hacía viable; y de tal forma, nadie, excepto un puñado de filósofos y poetas, jamás protestó ante la magnífica conquista humana al superimponer su propio dictado en el universo.
Los campos magnéticos en forma de alas dieron al espacio su nombre popular: naves-mariposa. «Un bonito y caprichoso nombre», piensa Tavernor, «por la más grande tragedia que jamás hubiera caído sobre la raza humana.»
A medida que su contacto con los bordes de la masa-egón se hacia más firme y multifacético, encontró la cruda comprensión de tal tragedia creciendo dentro de sí mismo, en forma de puros conceptos, no en términos de ideas o pensamientos. Arrastrado por extrañas perspectivas de belleza y nuevas dimensiones de color, examinó esos conceptos. Una llave da la vuelta en su mente, se abre una puerta, y una súbita luz procedente de un ángulo desconocido se derrama sobre su vida pasada, sobre la totalidad del paso por el mundo de la historia humana…
Desde el tiempo en que la vida inteligente comenzó a moverse sobre la superficie de la Tierra por primera vez, se había formado una masa-egón a su alrededor, centrada no tanto sobre el planeta en sí mismo, sino en su biosfera que rebullía con la hirviente y variopinta cantidad de formas de vida y, con todo, relacionada entre sí. La masa-egón contenía todas las mentes que siempre hubieron existido en la Tierra. Los genios, los locos, los estúpidos, los monos chillones, el perro soñador, los asesinos, los santos, el salvaje, el físico… todos estaban allí. Trémulos y bellos egones de criaturas apenas nacidas e incluso en el vientre de sus madres murieron en la misma proporción que los Cesares, dando tanto como habían recibido, haciendo su especial contribución a la masa-egón para lograr la plenitud, la mente a escala planetaria de la Tierra que tuvo que asimilar todos y cada uno de los fragmentos de la vida deseable.
Aquel vasto depósito de consciencia no pudo ser registrado directamente por el sistema neural del hombre, relativamente grosero e inacabado, ni tampoco pudo la tenue y delicada energía de las nubes de egones comunicarse con los seres vivientes. Pero así y todo hubo un contacto a nivel subconsciente. El viejísimo fenómeno de la inspiración es un ejemplo. Artistas, escritores, ingenieros, científicos han recibido, como una ciencia infusa, en todo su ser el deseo de resolver sus propios problemas y a veces — si tienen suerte — el cerebro se estremece, busca, hace contacto con la masa-egón y extrae de ella cuanto necesita saber. El pensamiento humano es una crónica de tal préstamo tomado de la experiencia y la sabiduría almacenada de la raza. Muchos hombres visitados por la inspiración intuyen la existencia de un gran poder exterior que se presenta a ellos, con frecuencia estando dormidos, con una completa solución de un problema. Las personas inspiradas insisten en el carácter ofrecido del mensaje. Músicos y poetas repiten la forma en que las composiciones les llegan, completas y con todo detalle, instantáneamente, sin ningún esfuerzo por su parte; el esfuerzo real de la creación consiste en captar tanto como les sea posible y pasarlo al papel antes de que la visión se difumine.