—¡No! Es como habíamos predicho.
—¿Está preparado para volver?
—Lo está.
—¿Se han satisfecho las exigencias físicas?
—Sí.
—¿Es compatible con el Tipo II de la estructura genética?
—Es compatible.
—Proceded pues: William Ludlam comunicará por nosotros.
Tavernor siente que los lazos aplastantes del intelecto se relajan ligeramente. Un simple egón avanza hacia él, toma contacto y absorbe su identidad. Es, William Ludlam, que muerto hacía poco más de 400 años, nacido en Londres en 1888 en la más amarga pobreza, vendido a un deshollinador a la edad de seis años y muerto tres años más tarde por ahogo y asfixia en el hogar de un banquero de Kensington. En Tavernor surge una piedad inmensa; pero pronto la controla y la comprueba. Está tocando el intelecto de un ser sereno y dotado de un poder ilimitado, que de beber nacido en otras circunstancias habría dominado y trasformado la historia del siglo XX; y se da cuenta como un egón alcanza niveles insospechados a través de mentes corrientes.
—Mack Tavernor — dice el pensamiento de Ludlam —, ¿te has dado cuenta de por qué no has sido absorbido por la masa madre?
—Yo…
—No te alarmes. Compartimos tu preocupación continua por la suerte de la humanidad.
Sorprendido ante la aparente contradicción de todo lo que había aprendido de los otros egones, Tavernor intenta explorar más lejos en la mente de Ludlam; sin embargo, se encuentra con una barrera que le resulta imposible franquear.
—Tengo que decirte — continúa Ludlam — que en ciertas circunstancias especiales que prevalezcan, es porque, un egón desarrollado pueda retornar al plano del estado físico.
—Pero, ¿cómo?
—Si te ofrecemos volver a la existencia física en Mnemosyne, de forma tal que tú intentes corregir el fatal error imbuido por el Hombre en el uso de las naves-mariposa… ¿estarás de acuerdo en ir?
—Tú sabes que iré…
El pensamiento de rendir su existencia como un egón repugna a Tavernor; pero ve el rostro de una mujer, extrañamente oscurecido, y de nuevo siente un agudo dolor.
—Tengo que ir.
—¿Sin que te importe lo que pueda suceder? Ya mencioné antes que se te aplicarán ciertas condiciones a tal transferencia.
—Iré bajo cualquier condición.
Inesperadamente, los pensamientos de Ludlam rezuman simpatía.
—Está bien. Las condiciones básicas baja las cuales puede tener lugar una transferencia son éstas: un egón desarrollado puede volver a visitar el plano físico cuando la estructura genética del segundo anfitrión receptor concuerda y se ajusta con el primero. En otras palabras, los requerimientos se dan sólo en el caso de que el anfitrión secundario sea un descendiente directo del primero.
La mas profunda decepción inunda los pensamientos de Tavernor.
—Entonces… es imposible. No tengo… El pensamiento acaba bruscamente — conforme una premonición llega a su mente —. ¿Quieres decir que Lissa…?
—Si, un hijo — confirma Ludlam —. El embrión tiene ya dos meses.
—No lo sabía; no tenía ni idea.
—Ella es la única que lo sabe. La extrema presión social de su posición, el respeto hacia la carrera de su padre y el bienestar mental, le han obligado a ocultar su estado.
—¡Farrell! — la comprobación de la realidad golpea a Tavernor con la misma violencia que si se hubiera tratado físicamente de una bofetada —. Por eso se casó con Farrell.
—Estás en lo cierto. Y ahora, ¿cambia en algo tu decisión?
—Yo… Tavernor comprende que un pensamiento coherente resulta casi imposible —. Le negaría la vida a mi propio hijo.
—Sólo la proto-vida. Su egón será reclamado. Le garantizamos un lugar muy cerca del centro de la masa-madre.
Tavernor vacila en el final de la balanza de la eternidad pero de nuevo ve el rostro de la mujer, extrañamente velado.
—Acepto.
El vasto intelecto de la masa-egón le rodea y su identidad queda enfocada en el soñoliento cerebro que como un trocito de barro viviente hay en el feto que alimentan las entrañas de Melissa Grenoble.
Tercera parte — Los psicanos
1
Gervaise Farrell no estuvo seguro de lo que le había despertado.
Se hallaba de costado, mirando fijamente y como en sueños hacia las altas ventanas, más allá de las cuales el océano azul negro, en la frialdad de la mañana, aparecía estriado con las blancas crestas de sus olas. Entre él y la luz, unas huellas de pisadas sobre la alfombra verde pálido mostraban una leve y plateada serie de trazas. La habitación estaba en silencio… ¿Qué era lo que le había perturbado? Se sintió relajado, sin que le asaltara la pesadilla de la pistola rozándole la muñeca y del cuerpo muerto que presionaba sobre él, sangrante — y manchándole las ropas con la sangre que él había vertido.
Los pensamientos de Farrell se apartaron de aquel horrible recuerdo ocurrido en la habitación de la portería de la Residencia y se enfocaron en las brillantes escenas de su matrimonio, cinco días antes. Lástima que Lissa se hubiera mostrado tan impaciente, pues un viaje a la Tierra y toda una esplendorosa ceremonia en el edificio del Capitolio de Berlín Oeste habría sido algo como para recordarlo toda la vida. Sin embargo, el hecho de haberse casado en su guarnición y no haberse tomado un permiso de luna de miel había sido acogido favorablemente en las altas esferas. La impaciencia de Melissa había sido una lisonja en sí misma, aunque su subsiguiente comportamiento hubiera resultado ligeramente decepcionante. Obviamente, ella tendría que recibir una gentil y cuidadosa tutela antes de que su magnífico cuerpo hubiera dado de sí lo mejor. El pensamiento de sus maravillosos senos en el hueco de sus manos le produjo una sensación de tremendo deseo que le hizo estremecer. Se volvió de espaldas y descubrió entonces la causa de su malestar. Melissa se había ido de la cama.
Miró fijamente al techo. Aquella era la tercera vez que en los cinco días que llevaba casado con ella se había despertado solo en el lecho, y ya comenzaba a resultarle extraño. Se levantó en silencio, entró en el gabinete personal de Melissa y lo encontró vacío. Continuó y abrió el cuarto de baño situado a continuación. Melissa estaba metida en el baño, encorvada en el mayor silencio y de sus mejillas se desprendía un torrente de lagrimas.
—¡Cariño! — y corrió hacia ella —. ¿Qué pasa?
—¡Nada! — Lissa se incorporó instantáneamente y sonrió.
Para Farrell, aquella reacción parecía completamente fuera de lo natural. Algo monstruoso pasaba en un nivel profundo de su mente.
—Estás enferma… ¿qué es lo que te ocurre?
—No es nada — continuó Lissa sonriendo desesperadamente —. Los nervios, tal vez. Ahora me encuentro perfectamente.
—Pero eso te ocurre todas las mañanas — dijo Farrell en tono acusatorio.
—No seas tonto.