Melissa intentó pasar junto a su cuerpo desnudo. El la detuvo por un hombro con una mano y con la otra la acarició, por encima de la delgada película negra de su camisón de dormir, hasta la cintura. Las venas de sus pechos resplandecían de azul a la luz del amanecer y los enhiestos pezones estaban teñidos de marrón.
Bajo los pies de Farrell el suelo del cuarto de baño se movió en una forma loca y sus manos comenzaron a propinar a Lissa una tanda de bofetadas crueles y rencorosas, con toda su conciencia ahogada en el áspero resollar de sus pulmones, jadeantes como una vieja máquina.
Cuando volvió a su juicio, llevó a Lissa al dormitorio, la dejó en la cama con una helada compasión y la tapó con las sábanas, cubriendo así las moradas huellas del torso de la joven. Tomó un cigarro de una caja de la mesita de noche y lo encendió con dedos temblorosos. Melissa sollozaba inconsolable y con una curiosa falta de esfuerzo, lo que sugirió a Farrell que ella parecía aliviada por lo que había ocurrido.
—¿Quién es el padre? — preguntó Farrell tratando de suavizar la voz.
—Todo esto pertenece ya al pasado. Quiero olvidar su nombre.
—Ya veo — Farrell miró fijamente la blanca ceniza del cigarro. Piérdelo.
—¡Nunca! — exclamó ella con una repentina risotada casi histérica. En aquel momento su marido tuvo miedo de ella.
—No tienes alternativa.
—¿De veras?
Farrell pensó en las reacciones de su familia, su exaltada e inmisericorde familia, y en los obstáculos que ya se habían interpuesto a su paso conforme marchaba por el largo camino que sólo él conocía para llegar a la Suprema Presidencia.
—Está bien — dijo finalmente —. Quédate con ese bastardo. Pero te diré algo… No sabes el favor que le harías si te lo quitaras de encima ahora mismo.
Halbert Farrell nació en el hospital de la Base de Cerulea en las primeras horas de la mañana de un cálido día de setiembre, y dos días más tarde, tras un parto fácil y sin complicaciones, Melissa estuvo en condiciones de abandonar el hospital y marcharse a la blanca villa que su marido había construido en los acantilados al sur de El Centro.
Gervaise Farrell festejó la llegada de la criatura con el gran entusiasmo que le había hecho justamente famoso en todas las fuerzas armadas. En raras ocasiones y cuando fue necesario, justificó la prematura llegada del bebé, a sus oficiales y jefes compañeros, recordándoles que había estado viviendo bajo el mismo techo de Melissa durante dos meses antes del matrimonio. Había posado orgullosamente para las cámaras en la división de relaciones públicas del ejército, sosteniendo y alzando al pequeño por encima de la cabeza o sobre la balconada de su hogar.
No dejó nunca que Halbert se escapase de su lado y Melissa le vigilaba constantemente con ojos turbados. Por la época en que el niño cumplió un año, Lissa ya tenía el aspecto y la mirada abstraída de una mujer en plena retirada de la vida.
2
Quizás la presencia de su profesora le hubiera salvado. Hal Farrell no estaba seguro; pero lo esperó con toda la vehemencia de que era capaz un niño de seis años de edad.
Al tener que bajar a la sala de estar, tenía que pasar por la puerta abierta de su propio dormitorio. Vaciló momentos antes de llegar, pareciéndole que la garganta se le secaba ante la presencia de la oblonga estancia. Los nuevos versos, que adquirió aquel día a Billy Seuphor por un cuarto de estelar, asaltaron su mente. A despecho de las garantías, Bil y se lo había cedido negociando el precio, y las palabras que contenía el librito de versos parecían haber perdido su cualidad mágica.
Pero eran aquellos versos todo lo que tenía y los consideraba como algo reverente.
Uno, dos, tres, No puedes tocarme,
En el nombre de Jay Cres,
¡No puedes tocarme!
Al pronunciar la última palabra, dio un salto como un gamo y pasó por la puerta de su alcoba escaleras abajo con sus pies desnudos que apenas tocaban el suelo de los escalones. Se detuvo en la entrada de la oblonga sala de estar, para tranquilizar su agitada respiración, y oyó la clara voz de la señorita Palgrave.
—Sé que Hal es un chico altamente impresionable, coronel Farrell estaba ella diciendo, pero en eso radica toda la cuestión. Estoy segura de que formar parte del grupo dramático juvenil le ayudaría a relajarse. Después de todo, el actuar en el teatro ha sido siempre una excelente terapia para…
—¡Terapia! — le interrumpió Farrell, con una carcajada indignada —. Mi hijo no es un niño con problemas.
No estoy afirmando que lo sea, coronel. Se trata de que tiene una extraordinaria aptitud para el lenguaje y eso sería una buena vía de escape para él. Usted sabe que las notas que obtiene en la comprensión verbal y en la lectura son algo que está más allá de…
—Hal puede hablar y leer todo cuanto quiera aquí en casa, señorita Palgrave.
—Pero sería bueno que el niño saliese un poco más — intervino entonces la madre de Hal, mientras le latía el corazón excitadamente.
—Apreciamos mucho su interés, señorita Palgrave — continuó su padre con firmeza —, pero creemos que entendemos los especiales problemas de nuestro hijo mejor que, con el debido respeto, alguien que le ve sólo una hora diaria.
Dándose cuenta del tono tajante de la voz de su padre, Hal comprendió que tenía que entrar inmediatamente si quería decir buenas noches, mientras que la señorita Palgrave estuviese presente. Abrió la puerta. Las tres personas adultas se hallaban sentadas alrededor de la mesa circular del café. La señorita Palgrave volvió hacia él sus ojos castaños, sonriendo, y con un aspecto extrañamente diferente a cuando se hallaba en clase.
—Yo… quiero irme ahora a la cama — dijo, permaneciendo en el umbral.
—Es todavía temprano — dijo su padre, mientras levantaba los ojos de su taza de café y su madre, con gesto helado, se estiraba para alcanzar otro trozo de pastel, con una mirada triste en su pálido rostro. ¿Estás cansado?
—¡Sí! Bien… buenas noches.
—Un momento, amiguito — le dijo su padre riendo, sobresaliendo la blancura de parte de sus ojos en el oscuro semblante —. ¿Dónde te dejas el beso de las buenas noches?
Hal se dio cuenta de que su plan había fal ado. Se dirigió primero a su madre. Ella le retuvo durante un momento contra su terso y abultado pecho, sintiendo el firme movimiento de sus mandíbulas que nunca parecían tener descanso, de día y de noche. Los labios de Lissa estaban espesos y dulzones cuando le besó. Se volvió a su padre, quien ostentosamente le sostuvo en el aire rozándole con el áspero mentón la mejilla, mientras le susurraba al oído las temidas palabras.
—Están arriba esperándote… yo les vi.
El chico miró de reojo a su madre, silenciosamente, esperando que ella lo hubiera oído; pero ella estaba eligiendo otro trozo de pastel con muda concentración. Hacia tiempo ya, recordó Hal, que ella parecía creerle cuando le dijo lo que su padre decía; y se habían producido terribles disputas; pero entonces la ente de su madre se hallaba como perdida en cualquier parte y había cesado de intentarlo.
—Buenas noches, Hal — le dijo la señorita Palgrave. El muchacho deseó de todo corazón que se lo hubiera llevado con ella —. Te veré temprano y listo como siempre en la mañana del lunes.
—Buenas noches.
Hal abandonó la estancia lentamente y subió escaleras arriba hacia su dormitorio. Estaba a oscuras, excepto por el leve resplandor reflejado de la luz del rellano de la escalera. Cantó entre dientes una vez su nueva canción, corrió hacia la cama y se envolvió entre las sábanas. El dormitorio daba la sensación de ser algo agradable en aquel resplandor de color naranja; pero agudizó el oído y a los pocos segundos oyó una voz bien conocida procedente de la planta baja, la de su padre abriendo la puerta de la sala de estar, cruzando el salón para apagar las luces. La luz del rellano se apagó con un chasquido y la habitación pareció quedar inmersa en la más completa oscuridad. Hal no hizo el menor ruido, ni intentó encender la luz de su dormitorio. Ya estaba bien familiarizado con el castigo que se le imponía a los chicos que tenían miedo de la oscuridad.