—Aquí tienes, hijo. ¿Quieres chocolate? No tuviste tiempo para tomar un buen desayuno.
—Gracias.
Tomó el obsequio mecánicamente.
—Tu abuelo estaba enfermo y era viejo, Hal. No quiero que te asustes por…
—No estoy asustado — repuso Hal con vehemencia —. No podría importarme menos. ¡ Bah!
—¡Hal! ¡No hables así!
—Pero es la verdad. Si estaba tan enfermo y tan viejo, es mejor…
—¡Así aprenderás!
Hal se encogió de hombros conforme le quitaron la chocolatina de sus dedos, sin oponer resistencia, y un momento después oyó cómo su madre la sacaba de su envoltorio de papel crujiente. Hal se acomodó a su gusto en la tapicería del vehículo y cerró los ojos.
El conductor les llevó sin vacilación a la parte trasera del gran edificio hexagonal y aparcó el vehículo a la entrada de la suite privada. Había muchas luces encendidas todavía y la casa parecía hervir de actividad, a despecho de lo temprano de la hora. Hal salió del coche y se quedó temblando ante la fría brisa de la madrugada, mientras que su madre hablaba en voz baja al chófer como si tuviera que hacer algún oscuro arreglo. A Hal le disgustaba inmensamente la Residencia del Administrador, y normalmente utilizaba cualquier excusa para evitar ir allí.
—Señora Farrell — dijo uno de los hombres que trabajaron para su abuelo, al aparecer en la puerta —. Antes que nada permítame darle mi más sentido pésame y ofrecerle mi condolencia y la de todo el personal.
—Gracias. Mi esposo dijo que fue…
—Sí, señora, de repente. Le ocurrió durante el sueño y no tuvo dolor alguno. He enviado un taquigrama al Presidente Gough y estamos esperando…
Hal se apartó mentalmente de la conversación. Siguió a las personas mayores al interior de la casa, tomó asiento en un gran sillón, e inspeccionó, con diversos grados de curiosidad, a aquella serie de hombres desconocidos, mientras que su madre se alejó acompañada de otros. Nadie le preguntó por el abrigo y dedujo que su visita a la gran casa sería de corta duración. Su madre volvió a poco, se arrodilló junto al sillón y le miró con ojos cansados.
—Tu padre ha encontrado a alguien que estará contigo y con Bethia en casa, por lo que ahora van a llevaros de vuelta.
Hal hizo un gesto afirmativo y se levantó del sillón. Se dirigió hacia la puerta por donde había entrado; pero su madre le llevó en la dirección opuesta, hacia la entrada principal. Por lo que Hal se esforzó en recordar, nunca había pasado por el vestíbulo de la entrada principal y se quedó asombrado de cuán familiar le resultaba. Familiar y temible. Una premonición le hizo un nudo en el estómago al mirar alrededor de la columnata de mármol.
Se abrió una puerta trasera en el vestíbulo y su tía Bethia apareció llevando una pequeña maleta en la mano. A Hal le pareció demasiado alta y compuesta para sus diez años de edad. Sus cabellos estaban fuertemente recogidos hacia atrás, brillantes y lisos como una superficie helada. Se acercó a él y los ojos le brillaron con una devoradora luminosidad. Hal decidió que no le gustaba que ella se quedara con él.
—¡Hola, Bethia!
Hal escuchó su propia voz saliendo de su boca con verdadero asombro. Era Mack quien estaba hablando. Se retiró de la presencia de Bethia soltándose de la mano de su madre. A su lado, se abrió una puerta y en ella apareció la alta figura de su padre que parecía rellenar todo el marco. No había nada visible en la pequeña habitación, detrás de su padre, excepto una pequeña mesa con quemaduras de cigarrillos por los bordes. Hal sintió de nuevo como se abría su vejiga. Se dio prisa para salir a la calle y vio el coche amarillo de su padre, en forma de pétalo, al final de la escalera. Corrió hacia él, abrió la portezuela, se metió dentro, cerró con fuerza y se hundió en el asiento trasero. Unas imágenes fragmentadas giraron en su mente al escuchar la voz de su padre pidiendo disculpas a aquel grupo de hombres desconocidos. Un minuto más tarde, su padre abrió la portezuela, dejó que entrara Bethia y ocupó el asiento delantero.
—¡Vaya, te has lucido! — exclamó su padre malhumorado, mientras arrancaba el motor. Los ojos le brillaban por el espejo retrovisor —. ¡Vaya pantomima! ¿ Qué es lo que tienes ahora, gusanito?
Hal permaneció silencioso, mientras que su vejiga vaciada se contraía dolorosamente. Miró de reojo a Bethia, esperando de ella la completa humillación; pero su rostro tenía un aspecto compasivo.
—¿No quieres hablar, eh? — Los labios de su padre apenas si se movían al pronunciar las palabras —. Veremos como te sientes tras todo un día en la cama.
Hal hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como una burla desafiante a su padre; pero su corazón tembló ante la idea de todo un día y una noche más encerrado en el dormitorio a oscuras, rodeado de aquellas figuras pacientes vestidas con ropas ensangrentadas. Se cubrió la cara con las manos. Un sollozo entrecortado le surgió de la garganta, al tiempo que sentía la mano de su tía deslizarse entre los botones de su abrigo. Se volvió a estremecer conforme los delicados dedos de Bethia se abrieron paso bajo la camisa hasta alcanzar la piel del estómago y descendían sin vacilación hasta el paño empapado de orina de sus calzoncillos. Hubo un momento de suave presión y los dedos se retiraron, dejando tras de sí una impresión de fuerza y de cálida seguridad. Hal se revolvió en el asiento, mirando fijamente sin palabras a aquel perfil perfecto y soñador.
Para cuando el coche llegó a la casa, se había dormido.
3
Mientras esperaba el desayuno, Hal sacó la hoja de noticias del día de la máquina fax. La hoja estaba tan húmeda que se le enroscó entre los dedos. Había presionado el botón de LLAMADA PARA REPARACIONES de la máquina antes de acordarse de que su enlace por radio, que hubiera hecho venir a un técnico para repararla, no funcionaba y que se había llegado a una situación de casi volverse imposible cualquier servicio. Llevándose la hoja con cuidado, volvió a la cocina, la extendió sobre la mesa y se sentó a leerla.
La página estaba casi repleta de noticias del servicio de Inteligencia del Departamento de Guerra y de otros tópicos corrientes. A Hal le parecía qué las noticias iban poniéndose cada vez de peor cariz a lo largo de los dieciocho años de su vida; pero últimamente se había extendido un nuevo y fuerte pesimismo procedente del exterior. Cuando fue a El Centro a su clase de Biblia, pudo apreciar la angustiosa sensación de desesperanza que barría las calles, al igual que un viento huracanado y amenazante.
No era posible ocultar el hecho de que el conflicto que ya duraba sesenta y cinco años sé aproximaba a su final y que el género humano ya tenía señalado su punto de completa extinción. La máquina de propaganda de la Federación todavía funcionaba, pero de una forma negativa, por lo que nadie sabía cuantas colonias se habían perdido o. abandonado del número de cien originalmente en poder de la Federación, si bien el número exacto tenía poca importancia. La gente corriente podía leer su destino en realidades que ya eran viejas en los tiempos de Homero; los alimentos eran menos variados y mucho más caros, los repuestos de la maquinaria escasos o imposibles de obtener y los agiotistas y especuladores adquirían por doquier grandes cantidades de géneros útiles para enriquecerse de la noche a la mañana. Y mientras decrecía la duración media de la vida, el índice de crecimiento demográfico había alcanzado un nivel impresionante.
A Hal le disgustaba leer noticias de la guerra. Le producía el sentimiento de una ciega urgencia, de enormes trabajos dejados sin hacer, el llegar a estados insoportables de la existencia. Así y todo, no cesaba continuamente de ojear las hojas de la fax y de escuchar y ver las emisiones de la radio y Ja televisión. Los nombres de extraños planetas producían en su mente una misteriosa nostalgia o un súbito recuerdo, agitándose confusos sentimientos como un torbellino. A veces, aquellas fragmentadas imágenes se conformaban para componer un aspecto completo de alejados paisajes y siempre aquellas sensaciones aumentaban y aumentaban hasta parecer que su cabeza estaba próxima a estallar. Sin embargo, lo que parecía exigirse de él permanecía en la sombra. Hal estaba siendo inducido y educado para ingresar en el ejército; pero fue rechazado por muchas razones, incluyendo su pobre visión ocular y su escasez de peso en relación con su cuerpo de un metro ochenta de estatura.