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Durante un tiempo las clases de Biblia parecían haberle provisto de un agradable pasatiempo e incluso un fin determinado, especialmente cuando descubrió que bajo la exterior certidumbre de sus tutores, se escondía la duda y el temor. Hal sabia que su alma era inmortal, pero ninguna avanzada teología pudo afirmar su fe y eventualmente su calmosa indiferencia ante la muerte como un abstracto concepto, o como una dura prueba, en particular o en general — hacía que todos los demás volvieran los ojos hacia él. «Eres un lisiado emocional», le dijo una vez un ministro de rosadas mejillas y por lo general flemático, dirigiéndole una mirada de disgusto. «La tazón de que no tengas miedo a morir es que nunca has estado vivo.»

Reuniendo sus erráticos pensamientos, Hal se concentró en aquella hoja recién sacada. La principal historia que sobresalía era la de otra ciudad que había sido literalmente arrasada, la tercera en aquel año.

Con la contracción de las fronteras de la Federación, se había hecho practicable la intensificación de las pantallas de flujo de neutrones que hacían imposible el paso de cualquier dispositivo nuclear sin que se produjese una detonación espontánea. Pero los pitsicanos, aparentemente, habían ido aprendiendo a burlar toda clase de defensas; una teoría era la de que las últimas bombas robot eran, en efecto, factorías de refinamiento de minerales diseminadas por el espacio que producían los materiales fisionables, al tiempo de llegar terca de su objetivo. Entonces, la Federación tenía que volver a la interceptación física de tales ingenios. Para este fin su flota era muy buena, aunque no lo bastante para evitar que las naves soltaran todo un hormiguero de proyectiles del más alto rendimiento.

El segundo relato de la hoja de aquel día consistía en que el general Malan había sido retirado de su puesto como jefe del Proyecto Talkback, que empleaba a medio millón de hombres, con un presupuesto anual que se contaba por miles de mil ones. Malan había sido el último de una larga sucesión de hombres que había forcejeado en una de las misiones más desesperadas de la guerra; la de intercambiar un simple pensamiento con los pitsicanos. Las transmisiones taquiónicas de aquellos seres extraños eran controladas hasta donde era posible, y su lenguaje hacía tiempo que había sido descifrado y analizado. A todo lo largo de las inmensas fronteras de la Federación, existían fantásticos transmisores que no cesaban de emitir mensajes en la lengua pitsicana muy adentro del territorio enemigo; pero jamás se había conseguido la menor respuesta de ningún género.

La interrogación de los prisioneros se hacía absolutamente imposible, porque obedeciendo a la misma ética feroz que les disponía a destrozar los prisioneros humanos y destruirlos, hasta el último niño, los pitsicanos jamás habían permitido que nadie les capturase vivos. Una gran parte del presupuesto del Proyecto Talkback se destinó a desarrollar los medios precisos para hacer prisioneros vivos a los pitsicanos; pero ninguna técnica de las intentadas había tenido éxito. Se habían capturado algunos de aquellos endiablados seres extraños sin signos aparentes exteriores de daño físico, pero resultaron ser tan inútiles como los otros, creyéndose que su sistema nervioso, soberbiamente desarrollado, tenía la facultad sencillamente de que ellos mismos dejasen de vivir a voluntad. Era como si su mentalidad no pudiese acomodarse a la idea de la coexistencia del pitsicano y el hombre. Cuando los miembros de las dos culturas se encontraban, tenían que morir, unos u otros, en cuestión de segundos.

Hal estaba ensimismado con la lectura de la hoja y las noticias, cuando el incómodo vacío de su estómago le recordó que el desayuno se retrasaba demasiado. Se dirigió al refrigerador; pero allí no había nada disponible que no tuviese que ser cocinado. Deseando que la edad de los sirvientes no hubiera pasado nunca, o que Bethia estuviera en casa de vacaciones en la Universidad, anduvo errante por la cocina unos minutos. La idea de tener que prepararse cualquier cosa se le ocurrió una o dos veces, pero su profundo disgusto para cualquier trabajo le llevó a dejar la cuestión de lado inmediatamente.

Finalmente, llegó al pie de la escalera y llamó a su madre. No hubo respuesta. Frunció el ceñó mientras consultaba su reloj. Era ya media mañana. Subió corriendo las escaleras con sus largas piernas que pasaban los escalones de cuatro en cuatro. Abriendo la puerta de la habitación a oscuras, se detuvo en el umbral y olfateó el aire con sospecha, mientras una increíble idea parecía tomar forma en su mente. Cuando sus ojos se hubieron adaptado al ambiente sombrío de la alcoba, descubrió los brazos de su madre, pálidos y desmadejados contra, el color más subido de las ropas de la cama. Hal se aproximó a ella y vio el tubo de plástico de sedantes tirado por el suelo. Lo recogió y por el peso se dio cuenta de que estaba vacío.

—¿Madre? — preguntó arrodillándose y encendiendo la luz —. ¿Lissa?

—Hal. . — Su voz parecía provenir de la lejanía —. Déjame dormir, Hal.

—No puedo dejar que mueras.

Los ojos de Lissa se volvieron hacia él; pero estaban inertes, cerrados por el efecto de las drogas.

—¿Morir? Esto es algo… que tú puedes hacer por… La primera vez en tu… — Lissa pareció rendirse ante aquel esfuerzo y sus ojos se cerraron.

Hal se puso en pie.

—Voy a telefonear a papá, en la Base.

—Tu padre está… — El fantasma de una emoción se filtró a través de aquel rostro que había sido una vez tan bello, ahogado entonces en la gordura —. Tu padre no esta…

—Dime, Lissa.

Hal esperó, apretándose los nudillos contra sus piernas temblorosas; pero ella se habla escapado ya de él. La tocó en la frente. Estaba muy fría. Tomó el teléfono, lo puso aparte descolgado y abandonó la habitación. En su dormitorio había otra extensión del teléfono y marcó el número de la oficina de su padre, pero colgó antes de obtener respuesta. ¿Dejar morir a Lissa? ¿Era por su propia voluntad? Ya no habría más luchas sin fin entre ella y su padre, ni más mutua destrucción, como dos reptiles monstruosos enroscados juntos y mirándose fijamente el uno al otro con ojos de curiosidad y de incomprensión; ni más atardeceres de glotonería constante tras las ventanas en sombras, de amargas noches con su padre murmurando que a ella le hubiera complacido el que nunca se hubiera vuelto a otras mujeres…

Se sentó en su buró y comenzó a arreglar una serie de pequeñas tarjetas escritas con su fina caligrafía. Eran notas tomadas para el libro que había comenzado a escribir a principios de aquel año, tras haber abandonado el colegio. El Milagro de la Inspiración, como había titulado ostentosamente el libro, jugaba un doble papel en su vida. Escribiéndolo, parecía ser la mejor aproximación y con todo la más dolorosa evasión a la misión a que se había entregado, y el venderlo podría ser el primer paso hacia su independencia financiera sin la cual no habría existido forma de escapar de su padre.