Solo un puñado de planetas de la Federación habrían tenido la probabilidad de sobrevivir a semejante ataque. Cerulea vivía porque en el, breve tiempo disponible estaba en condiciones de detonar más de ocho mil ingenios nucleares en el paso de la nave-proyectil, creando así una barrera gaseosa muchas veces más densa que el medio interestelar a través del cual viajaba. La nave así erosionada esparciría su energía en forma de fuegos desintegradores a través de dos años luz de distancia antes de que sus unidades energéticas fallaran, y al, cambiar de módulo taquiónico al vuelo relativista se desvanecerla en el distante pasado de la Galaxia.
En Cerulea mismo la población civil estaba completamente al margen de lo que había ocurrido, puesto que las trazas dejadas en los, cielos por la catástrofe de la nave pitsicana, tardarían un año en aparecer; pero entre los militares de la Base se produjo una actividad febril, a medida que se iban considerando las implicaciones del ataque. Existían dos posibilidades, ninguna de las cuales era agradable de contemplar. O bien los. pitsicanos habían señalado a Cerulea como centro de operaciones para seguir la guerra, o bien un ciego azar les había llevado a comprobar la potencia y el alcance de su nueva arma, cosa que desde el punto de vista humano, resultaba lo peor. La última posibilidad apenas si resultaba más alentadora que la primera; porque el mismísimo hecho de la supervivencia de Cerulea proclamaba que el planeta era un objetivo vital.
El ruido que hizo su padre al levantarse durante la noche y salir para la Base dio a Hal el indicio de que allí se estaban desarrollando graves acontecimientos. Apoyó el cuerpo sobre el codo, encendió la luz y se aproximó el reloj a la cara forzando sus ojos a enfocar borrosamente la esfera. Eran poco más de las tres de la mañana. Completamente despierto, escuchaba el paciente y sordo ruido rítmico del oleaje contra los arrecifes existentes bajo la villa. Sus gafas estaban en un cajón al otro lado del dormitorio; pero, no teniendo el menor deseo de leer nada, dejó vagar su imaginación. En la misma ciudad y en todas las casitas edificadas a lo largo de la costa, hombres, mujeres y. niños estarían dormidos, navegando con la nave de sus sueños en la oscura marea de la noche, sin preocuparse de que las olas eran como el reloj de sus vidas. Allí estaba siempre el gran enigma… que la brevedad de la vida del hombre no le impulsara a una continua y hormigueante actividad. La capacidad de entregarse, de rendirse al sueño, la pequeña muerte de cada día, en una de las mejores intimaciones de la inmortalidad que Hal podía, concebir. Pero, si el espíritu del hombre era, inmortal, ¿cuál era el propósito y la finalidad del pasajero resplandor quo representaba la existencia física?
Un centenar de años de vida, diez años, en año, medidos y comparados con las eternidades por venir, hacían que tal duración fuese igual, una qué otra, pero así y todo producía dolor el pensamiento de que los guerreros pitsicanos apestaran sobre la faz de Cerulea, llevando la muerte a todos sus hombres, sus mujeres y sus criaturas. ¿Podría ser que algún aspecto de la vida física trascendiese a toda otra consideración? La evolución, tal vez. La corriente contraentrópica hacia mayores y más altos grados de organización, conduciendo… conduciendo… La respiración de Hal se hizo jadeante y su corazón le latía pesadamente, conforme su mente se esforzaba por la búsqueda del concepto que, de alguna forma, hubiera de dar la justificación de la totalidad de su vida.
Hal Farrell cerró los ojos.
El bello torbellino de flores y pétalos contra el fondo del espacio, que se mueve, corre, se estremece y gira en colores, de los cuales el espectro visible percibe solo una diminuta fracción… y la masa-madre lo lleva todo por todas partes, vasta, temible, eterna…
En la entidad cegadora como un sol que es el superegón, un millar de imágenes-identidad se funden e intercambian continuamente. Los pensamientos, como cristales prismáticos, afilados como diamantes, lanzan, sus destellos a través de la superficie de la mente universal.
—El primer instrumento puede quedar perdido para nosotros.
—Tavernor puede ser trasladado al nivel de conciencia inmediatamente.
—Eso no puede permitirse.
—Es algo prematuro… seria preferible otra prórroga de cinco años en interés de la compatibilidad física.
—Hay tiempo suficiente. Actuaremos ahora. No se puede demorar.
—Convenido. Actuaremos ahora.
Y los mil colores continúan sus destellos, aumentando y disminuyendo hasta desvanecerse, y las rociadas de electrones giran a través de las mareas galácticas de la radiación electromagnética, salpicando. el espacio circundante con un mil ón, de colores diferentes y sin nombre…
Mack Tavernor abrió los ojos.
5
Tavernor echó a un lado las sábanas de la cama y se levantó.
Tomando las gafas del cajón, se las puso y fue a colocarse de pie ante el gran espejo del dormitorio. Sabía exactamente el aspecto que debería tener, puesto que los recuerdos de Hal eran también los suyos, pero así y todo sintió la necesidad de comprobar el estado del cuerpo en que se encontraba a si mismo, para reorientar su espíritu y su carne. El espejo le devolvió la imagen de una figura alta, estrecha de hombros, de cabello lacio y con una cara larga y nerviosa. Tenía el pecho ligeramente cóncavo y sus miembros con la mínima capacidad y desarrollo musculares, con los codos y rodillas como nudos hechos en una cuerda. Conforme la imagen del espejo respondía a sus movimientos, Tavernor se sintió sobrecogido de temor por su propia ineptitud. ¿Qué se suponía debería hacer entonces?
Veinte años habían transcurrido desde su «muerte». ¡Veinte años! Aquel lapso de tiempo había sido tan grande y había tanto que hacer… Comprobó desconcertado que no había comprendido la mecánica actuante en el propósito del super-egón. En su mente existía la noción de que su completa identidad se había transferido, de alguna forma, instantáneamente, si no en el cerebro de una criatura recién nacida, al menos en el de Hal como niño.
Pero quizás hubiera sido necesario esperar hasta que el cerebro hubiese madurado suficientemente con sus completas circunvoluciones y hasta que el sistema nervioso periférico se encontrase lo suficientemente complejo y acabado. De cualquier modo, ¿qué podía haber hecho un niño? ¿Qué iría a hacer un joven de diecinueve años?. ¿Corno iba él a convencer a los generales de cabeza dura del COMSAC de que su débil esperanza de derrotar a los pitsicanos consistía simplemente en el abandono de la nave-mariposa? Y que los insustanciales resultados de los estatorreactores interestelares se estaban alimentando de las almas inmortales de los hombres…
Tavernor sintió súbitamente que las piernas le temblaban. Se sentó en el borde de la cama y trató de controlar el temblor de sus miembros. Como un egón, él había aceptado los conceptos y las experiencias del plano egón con poco más que un asombroso y maravillado estado intelectual frío, pero en el interior del cuerpo de un muchacho subdesarrollado, aunque el conocimiento era casi mayor del que pudiera manejar. Todo era también… inmenso. Se puso ambas manos en la cara para detener el temblor de los dedos. El movimiento nervioso continuó incontrolado y lentamente fue dándose cuenta de que el ganar terreno para dominar su frágil y raquítico cuerpo iba a ser cosa difícil y una tarea casi imposible.