—A mí me parece — dijo lentamente — que el COMSAC se está cansando… — y está aterrado.
—¿Es eso lo que piensas, tigre? — repuso Farrell tomando el café a sorbos y apartando la taza con disgusto.
Tavernor comenzó a replicar; pero entonces sus mejillas comenzaron a sonrojarse otro legado de Hal — por alguna extraña ligazón biológica, situándose en desventaja respecto a Farrell. Cuanto más se esforzaba en suprimir el rubor, más enrojecía su rostro. Se dirigió a toda prisa a la cocina, seguido por la risa de Farrell, y después corrió hacia el teléfono de su dormitorio. El número de la Universidad de Cerulea estaba impreso en la memoria de Hal, por lo que lo marcó rápidamente mientras sus mejillas se fueron enfriando. Tras diversas conexiones, una mujer del Departamento de Sicóhistoria le informó que la doctora Bethia Grenoble no estaría en la Universidad hasta la tarde y que seguramente se hallaría leyendo en la biblioteca Eisenhower de El Centro. Tavernor buscó el número y finalmente conectó con Bethia.
—Bethia Grenoble al habla — repuso con voz fría y ligeramente molesta.
—Hola, Bethia — por un instante a Tavernor le pareció extraño que aquella voz de persona adulta correspondiese a la niñita con la que había compartido el dormitorio, pareciéndole que había ocurrido el día antes —. Hola, Bethia, soy Hal.
—¡Oh! ¡Hal! — contestó esta vez con mayor desagrado —. ¿Qué querías?
—Tengo que hablarte. Es muy importante.
Se produjo una larga pausa.
—¿Tiene que ser hoy?
—Sí.
—Bien, ¿de qué se trata?
—No puedo decirlo por teléfono — dijo Tavernor dominando su voz que crecía de excitación hasta convertirse en algo desagradable —. Me, gustaría que vinieses. Tengo que verte.
Bethia suspiró audiblemente.
—Muy bien, Hal. Volveré a la Universidad después del almuerzo. Supongamos que tú llamas a la biblioteca sobre las dos y volvemos en coche, en donde podremos hablar. ¿De acuerdo?
—Me parece estupendo.
Bethia colgó el teléfono antes de que Tavernor tuviese la oportunidad de decir alguna cosa más. Bajó la escalera y encontró, a Farrell sentado en una butaca con las piernas estiradas en la sala de estar, medio dormido y con, una botella de ginebra sobre la, mesa junto a él.
Tavernor tosió.
—¿Vas a utilizar el coche esta tarde?
—¿Por qué?
—Me gustaría que me lo dejaras prestado un rato.
—Bien — dijo Farrell indiferente —. Estréllalo si quieres.
Y en sus ojos apareció una nostálgica mirada, como si quisiera penetrar en el pasado, o en el futuro en que nadie tendría ya que existir.
Era una tarde brillante; peto ligeramente opresiva. Los objetos y los edificios parecían haber adquirido potencialidad, como si brillaran con una luz procedente de ellos mismos y el aire permanecía alborotado. Blancos jirones de nubes arrastrándose por el cielo denunciaban las rápidas corrientes de los vientos a grandes altitudes.
Tavernor conducía cuidadosamente, dejando a sus sentidos manifestarse a rienda suelta. Incluso con la reducida e inferior visión de sus nuevos ojos, estaba viendo a Mnemosyne como nunca la había visto antes. Las percepciones de su cuerpo eran básicamente las mismas que siempre había sentido; pero así y todo, era posible interpretar todas las señales en una forma ligeramente distinta. Particularmente notable era la forma en que ciertos colores, como el verde de una mancha de hierba o el azul helado reflejado del cielo en una ventana, ponían en relación parecidas respuestas emocionales y recuerdos de imágenes de sus recuerdos. La diferencia, según pudo comprobar, se hallaba entre un poeta y un mecánico.
Conforme el coche se aproximaba a El Centro, notó la forma en que la vieja ciudad apenas si se había alterado en veinte años, y como la Base Militar se había expandido en todas direcciones. Su doble valla era visible en varios sitios cerca de la carretera de la costa, bastante antes de llegar a la ciudad. Los anónimos edificios, más allá de las vallas, resplandecían con novedades electrostáticas y sin embargo parecían sobrios al propio tiempo. Tavernor supuso que se trataba de otra manifestación de sus nuevos sentidos.
Llegó a la biblioteca Eisenhower exactamente a las dos, en el preciso momento en que Bethia descendía por la escalinata de acceso, llevando el coche hasta el mismo bordillo de la acera. Ella le dedicó la sombra de una sonrisa, en la cual Tavernor vio como a una chiquilla, y la llamó. Ella le respondió con una voz melodiosa.
—¿Cómo es que llegas a tiempo, Hal, estás enfermo algo?
Tavernor sacudió la cabeza. Estaba descubriendo que el haber heredado los recuerdos de Hal no era lo mismo que saberlo todo respecto a Hal. No había seguridad en la falta de puntualidad, por ejemplo, pero la actitud de Bethia no dejaba duda en la forma en que ella le consideraba. Mientras que lo pensaba, Bethia dio la vuelta al coche hacia la portezuela, la abrió y le hizo un gesto para que dejara el volante.
—Bien, quítate de ahí — le dijo impaciente.
—Estoy conduciendo yo — afirmó Tavernor, sintiéndose aliviado de la forma en que las palabras surgían de su garganta sin ninguna traza de nervios.
Bethia se encogió de hombros.
—Está bien, si es que quieres correr el riesgo de destrozar el coche. Voy a sentarme atrás, sin embargo. Es más seguro.
Tavernor casi soltó la carcajada. Farrell también habíase burlado respecto a estropear el vehículo, pero el pensamiento imagen de Hal sobre sí mismo no sugería que fuese un mal conductor. Existían unos cuantos recuerdos de colisiones desafortunadas, la mayor parte de las cuales eran causadas por gentes faltas de cuidado. El coche era del tipo de impulsión por turbina, con volante, que Tavernor prefería a los de efecto sobre el terreno, a causa de su mejor control. Se lanzó con destreza en el tráfico, colocando las sucesivas marchas sin esfuerzo y se dirigió hacia el sur, por el bulevar principal, a lo largo de la bahía, acelerando en cuanto lo permitió el tránsito y controlando aquella poderosa máquina con la precisa certeza posible que sólo puede conseguirse cuando el conductor comprende bien el rendimiento y las funciones límite de cada componente.
La exhibición iba encaminada a modificar la opinión que Bethia tenía de él, y para darse a sí mismo el tiempo de acostumbrarse a la turbadora metamorfosis de Bethia como mujer. Además, existía el problema de lo que tenía que decirle. ¿ Cómo podría conseguir que alguien creyese la historia que tenía que contar? Mirando a su alrededor mientras conducía, Tavernor supo con media parte de su mente que el espacio entre la superficie de Mnemosyne y el cinturón lunar del planeta hervía de egones, la insustancial materia de la conciencia racial; pero la otra media parte tropezaba con que el concepto resultaba demasiado disparatado para ser aceptado. El había estado allí, a menos que no se tratase de un espejismo. Apartó su mente del problema y de aquella forma de pensar, ya que sólo podía conducirle a la locura.
—Muy bien, Hal — dijo Bethia tras él —. Estoy impresionada. ¿ Es que has estado tomando lecciones de un conductor de carreras?
—No.
—Pues así lo parece; pero como no vayas algo más despacio llegaremos a la Universidad antes de que hayamos podido, hablar algo.
—Por supuesto, Bethia.
Tavernor disminuyó ostensiblemente la marcha.
Habían ya dejado El Centro detrás y entonces se encontraron en la carretera de enlace del sur que se dirigía tierra adentro desde la línea de los acantilados. Tavernor vio un camino secundario delante de él y a la izquierda, se internó un corto trecho y aparcó el coche sobre el césped amarillento, con el morro apuntando hacia el océano.