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—Esto no es parte de lo tratado — dijo Bethia con cierta alarma en su voz —. Tengo mucho trabajo que hacer esta tarde.

Bethia vestía una simple túnica verdosa, que le recordaba algo a Tavernor, a sus tres años de edad, excepto que estaba sobre un cuerpo maduro que combinaba la femineidad con un aspecto de soberbia belleza física. Sus cabellos eran como el roble pulido con destellos de castaño y oro, y sus ojos le observaban con un amigable menosprecio que Tavernor encontró desalentador. Se hallaba seguro en su consternación y en sus temores de no ser capaz de convencerla o que tal vez hubiese una traza de orgullo herido en su condición masculina.

—Te ruego que escuches lo que tengo que decirte… pronto estarás en la Universidad, no nos levará mucho rato.

—Bien, veamos de qué se trata.

—Bethia — dijo volviéndose hacia ella, intentando inculcarle la máxima concentración —. ¿Recuerdas a un hombre que se llamaba Mack Tavernor?

Ella apartó la vista inmediatamente.

—¿Por qué me has traído aquí?

—¿Le recuerdas?

—Sí.

—Bien, de eso es de lo que quería hablarte.

Tavernor se sentía totalmente desesperado ante la convicción de que ella le soltaría la carcajada en pleno rostro.

—Veras, yo… — se interrumpió al comprobar que los ojos fascinados de Bethia miraban fijamente a algo que había tras él, algo que sobresalía del mar, allí donde no había más que el cielo vacío. Casi sin querer, Tavernor volvió la cabeza.

Llenando el horizonte hasta el cenit, como la radiante luz metálica de una luna vista a pleno día… y lejos, pero tan inconcebiblemente enorme que atravesaba las diversas capas de nubes… estaba la forma de una espantosa y terrorífica nave de guerra de los pitsicanos.

6

Hubo unos momentos en que Tavernor pensó que iba a morir.

Su corazón parecía haber dejado de latir por completo, conforme el choque producido estallaba a través del sistema nervioso heredado, y el horizonte pareció girar como si estuviera borracho; después, con un enorme esfuerzo total de todo su ser, recobró el dominio de sí mismo. Se quedó clavado en el asiento y comenzó a respirar lentamente, conforme aquella aparición se movía con lentitud y en absoluto silencio a través del cielo, borrando el sol y desapareciendo después por la altiplanicie del oeste.

—¡Santo Dios! — exclamó angustiada Bethia —. ¿Qué es eso?

—Una nave de guerra de los pitsicanos — farfulló penosamente Tavernor, aunque su mente estaba confusa con mil preguntas.

—¿Cómo podía ser? ¿Dónde estaban las defensas del planeta? Una nave enemiga procedente del espacio exterior y dentro de un año luz de distancia de Mnemosyne se hubiera volatilizado en cuestión de segundos. Mala como era la situación de la guerra, hubiera apostado la vida a: que ningún intruso pudiera haber penetrado el cinturón lunar, a menos que después de meses de intentarlo lo hubiera conseguido no sin dejarse ilotas enteras perdidas en el empeño. Y allí estaba la nave pitsicana atravesando la alta atmósfera con la calma y la tranquilidad con que lo haría en cualquiera de sus propios mundos.

—¿Y qué significa eso?

—Eso es lo que me gustaría saber.

Tavernor miró al norte, hacia El Centro y la Base Militar. Los apiñados rectángulos de los distantes edificios brillaban quietamente a la luz del atardecer, sin que existiera el menor signo de actividad fuera de lo normal. Ningún signo, en absoluto, de cualquier movimiento, incluso en las carreteras y pasajes de servicio. Dio entonces media vuelta a la llave de contacto. Oyó la rotación chirriante de la puesta en marcha del coche, pero sin respuesta del motor del vehículo. En el panel del coche todos los instrumentos aparecían inmóviles. Sintió la urgente necesidad de comprobar la batería del coche; pero una sombría intuición hizo el intento innecesario.

—¡Mira, Hal! — exclamó Bethia estupefacta, más que atemorizada —. ¡Por allí! ¡Hay más!

Mirando hacia arriba, vio la presencia de un número de plateados destellos ea el cielo, a una altura orbital. Después; sus ojos detectaron otro movimiento a niveles más bajos del aire. Estelas de vapor entrecruzadas borraban el azul del cielo visible entre las nubes. Las estelas parecían generadas por el rápido descenso de aquellos puntos plateados, lo que significaba que la gigantesca nave anterior había sembrado el cielo con aparatos de pronto aterrizaje en la superficie. Una invasión, pensó, pero… ¿por qué molestarse? Aquello no se parecía al furtivo ataque en que sus padres habían resultado muertos, y entonces… ¿por qué no bombardear sencillamente el planeta, reducirlo a polvo, irradiarlo o usar cualquier otro de los medios relativamente simples que hubiesen borrado todas las trazas de vida?

—Sal del coche — dijo Tavernor —. Tendremos que caminar.

—¿Caminar? Pero… ¿por qué?

—El coche ya no se moverá más.

Tavernor salió del vehículo y abrió la portezuela para que saliera Bethia.

—Mira en las carreteras… no hay ningún coche que se mueva.

Tavernor apuntó hacia el camino, donde se veían cuatro automóviles más. Tres de ellos tenían el capó levantado y sus ocupantes se afanaban mirando los motores. Junto a ellos, dos niños pequeños saltaban excitadamente, apuntando hacia el cielo. Tavernor sintió un doloroso nudo en el estómago. La muerte para ellos sería como el comienzo de sus vidas reales, según ya sabía; pero las criaturas chillarían de terror y de dolor antes de que se abriera aquella puerta. En su interior se destapó el odio a los pitsicanos, motor de su vida anterior.

—No comprendo — susurró Bethia, inclinándose en el asiento trasero y alargando la mano en busca de la llave de contacto.

—Vamos.

Tavernor la cogió de la muñeca y con toda la fuerza de que pudo disponer la sacó del coche.

—¡Hal! ¿Qué estás haciendo?

—Ahórrate el aliento — le dijo Tavernor cogiéndola por el brazo y comenzando a andar rápidamente —. ¿Qué es lo que piensas que los pitsicanos tengan para estar en condiciones de haber llegado de esta forma? Han tenido que desarrollar un nuevo juguete de los suyos… algo que… un campo magnético, tal vez… que inhibe la transferencia de los electrones en los metales. Esa es la causa de que no haya habido ni alarma ni defensa. No tenemos nada más importante que una ametralladora que no dependa de la electricidad.

—¿Pero es posible que…?

—Tiene que ser posible; lo han conseguido, ¿verdad? Hubo un tiempo en que nosotros pudimos haber sido los primeros.

Tavernor apenas si podía echar fuera de sí las palabras que le venían a la imaginación, lo que la humanidad se había hecho a sí misma, con la maldita invención de las naves-mariposa. Al pasar cerca del coche de los niños, llamó a los padres para que dejasen el coche abandonado y se dirigieran a los árboles de la base de la altiplanicie, para seguir marchando hacia el sur. La cara del padre apareció por encima de la cubierta del motor, con una expresión en blanco, volviendo seguidamente a su faena inútil. Tavernor apartó los ojos de las asombradas caritas de los niños y siguió caminando. No había tiempo para quedarse y perder el tiempo en discutir.

—Oye… ¿que, es lo que te hace pensar que sepas tanto de todo esto? — preguntó Bethia —. ¿Y a dónde vamos, de todas formas?.

—De vuelta a la villa. Sólo está de aquí, a poco más de dos mil as y Farrell… mi padre… tiene allí tres o cuatro rifles.

—¿Y de qué van a servir?

Bethia estaba indignada y con la cara encendida por el rubor, incapaz de apreciar la significación de lo que estaba ocurriendo. Tavernor casi llegó a irritarse con ella; después recordó que era imposible para una persona civil, como ella, tener idea de lo que era un guerrero pitsicano en acción. Ella nunca, había caminado por las ciudades y los pueblos que dejaban atrás los mortales enemigos de la raza humana.