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Se volvió hacia el vestíbulo. Farrell estaba mirándole como atontado y Bethia parecía no darse cuenta de nada. Estaba de pie, absolutamente inmóvil, con los labios entreabiertos y la vista perdida y ausente. «Está inmersa en un shock», pensó Tavernor, alegrándose por el momento, ya que así no sería un impedimento en los próximos pasos a dar. Tiró de Farrell hasta la sala de estar y le puso el rifle en las manos.

Algo se movió junto al exterior de la ventana.

Giró rápidamente sobre sus pies y vio la alargada figura negra y reluciente de un pitsicano oteando el interior. Una suave neblina envolvente, producida por una especie de pulverizador, surgía por encima de su caja craneana y empañó el cristal a los pocos instantes; pero Tavernor, por la primera vez en muchos años, captó de una ojeada las dos bocas para respirar, agitándosele en los hombros y la boca para comer verticalmente dispuesta en el abdomen central. Disparó a la altura de su cintura y la ventana saltó hecha añicos, mientras la bala se alojó en el centro de la cabeza del pitsicano. El ser extraterrestre cayó hacia atrás; pero no antes de haber arrojado un objeto metálico por el hueco de la ventana.

Tavernor dio un paso hacia aquel objeto que silbaba furiosamente, con la intención de arrojarlo a la calle y que detonase en el exterior; sin embargo no pudo alcanzarlo.

La habitación pareció girar a su alrededor una vez que hubo caído en el suelo. Tavernor cayó de bruces, incapaz de mover un solo músculo. Cerca de él, oyó cómo Bethia y Farrell se desplomaban igualmente. Intentó volver la cabeza y comprobó que le resultaba imposible realizar el más pequeño movimiento. El gas procedente de la granada le había producido una completa parálisis; como un preludio de la muerte. Conforme el amargo conocimiento del fracaso le inundaba su ser, Tavernor intentó cerrar los ojos; pero los párpados permanecieron abiertos. Y así esperó morir.

Unos segundos más tarde, unas sombras se movían por la sección del suelo que podía distinguir y oyó cómo las contraventanas eran arrancadas de cuajo y abiertas. Unos pies negros de cuatro dedos con trazas de nervaduras entre los huesos, aparecieron en su campo visual, sintiéndose a renglón seguido levantado del suelo y puesto de pie. Dos pitsicanos le mantenían erguido y otros hicieron igual con Bethia y Farrell. La neblina que expelían sus cuerpos llenó casi por completo la habitación, inundándolo todo con una, fétida humedad, condensando y lubricando sus pulmones expuestos al exterior, así como otros órganos de los extraterrestres. Mientras se movían, unos extraños maullidos y raros sonidos procedían de sus bocas en los hombros, mezclados con el entrechocar metálico de sus armas.

Tavernor observó el rostro de Bethia, mientras que él y Farrell quedaban alineados en la pared más próxima, tratando de imaginarse qué estaría sucediendo tras aquel bello rostro inmóvil. Al menos, el ya había visto a los pitsicanos de cerca, aunque nunca en condiciones que pusieran al descubierto su repugnante apariencia. Cada uno de aquellos monstruos medía unos siete pies de altura, pareciéndose groseramente a un tipo humano en la configuración general, excepto por un par de brazos que surgían de su cuerpo a media altura del pecho. Tales brazos secundarios parecían en gran manera atrofiados y estaban usualmente escondidos junto a la repugnante abertura vertical de la boca para comer. La musculatura era ligera y confinada en su mayor parte a los brazos y piernas compuestos articuladamente en tres secciones o segmentos. Los órganos vitales estaban situados en posición externa alrededor de la espina central, como unos sacos de goma negros y azul pálido que se estremecían y brillaban húmedos en la pulverizada neb1ina que arrojaban y que simulaba la atmósfera pitsicana. Y siempre emitiendo un fétido olor a ranciedad dulzona que Tavernor jamás pudo ser capaz de extinguir de su olfato…

Por las ventanas abiertas entraron tres pitsicanos más y, con una parte de su mente, Tavernor pudo advertir que no iban armados. Las voces lloronas de los extraños crecieron de intensidad, para desvanecerse poco a poco. De pie en el centro de la habitación, los tres recién llegados examinaron a los humanos con turbios ojos que giraban y se movían independientemente en la plana caja craneal desprovista de otra característica. En la parte central baja del vientre, funcionaba una ruidosa válvula, esparciendo un excrementó blanco y gris que iba siendo lavado por sus pulverizadores. Se produjo un silencio y con él el cese de todo movimiento. Durante todo un minuto, los pulmones y los hombros de los pitsicanos permanecieron rígidos, como transformados en monolitos negros lavados pacientemente por una ligera lluvia.

Finalmente, uno de ellos apuntó a Farrell con una mano y los guerreros que le sostenían de pie se movieron. Farrell fue echado al suelo boca abajo. Uno de los guerreros desenfundó un largo cuchillo de su atuendo militar y puso la punta en la base del cráneo del hombre postrado, barrenándolo y partiéndole la espina dorsal. Entonces ambos se marcharon, sin el menor gesto, dejando unos charcos en el lugar que habían ocupado.

Tavernor estalló de furia contenida interiormente, sin poder articular palabra, contra los pitsicanos, maldiciéndolos por tan prolongado ritual del acto de matar a un ser humano. Pensó que el balazo que disparó al exterior tendría que haber tenido mejor uso. «Lo siento Bethia», pensó, al ver que otro de los extraños desarmados hacía gestos dirigiéndose a ella.

Entonces ocurrió algo increíble.

Con suavidad y el más exquisito cuidado, y con toda la apariencia de una gran ternura, los dos guerreros que sostenían a Bethia levantaron su rígido cuerpo y lo sacaron por la ventana hacia el lugar en donde habían aterrizado. Tavernor intentó gritar; pero su paralizada garganta no emitió sonido alguno. Viendo a Bethia desaparecer de su vista, se quedó tan sorprendido que apenas si se dio cuenta de que a el también lo levantaban y lo sacaban fuera de la estancia.

Después de setenta años de estado de guerra, en los que habían asesinado a más de dos billones de seres humanos, los pitsicanos hacían sus dos primeros prisioneros vivos.

7

Hubo veces en que Tavernor observaba el cuerpo desnudo de Bethia con un deseo que surgía, no de la sexualidad, sino de su sentimiento de soledad y aislamiento. Despertó de un sueño sin descanso a un mundo de formas sombrías y sin significado, en una oscuridad movediza y al sonido de la lluvia. Pero, a veces, distinguía un cuadrado distante del que surgía un resplandor amarillento. Bethia se movía en su interior, con lentitud y abstraídamente, con la perfección de desnudez que se traducía en zonas de gran luminosidad alternándose con sombras por las paredes de cristal que les separaba. Disminuida por la perspectiva, ella podría haber sido el lánguido habitante de un acuarium, o incluso una figura abstracta, móvil, reflejo de la llama de un fuego que ardiese en un corazón de cristal.

En tales ocasiones, Tavernor encendía su propia luz; pero sólo conseguía aumentar su soledad, ya que Bethia no parecía nunca mirar en su. dirección…

El navío pitsicano sé hallaba inmóvil en algo cercano a su máxima configuración de masa útil.

Conforme el viaje progresaba, las secciones delanteras irían siendo desmanteladas, reducidas a trozos de chatarra con los que alimentar los convertidores de popa. La tasa de autoconsumo iría siendo grandemente incrementada si el perfil del vuelo demostraba ser irregular, implicando retardos que condujesen la nave por debajo de la zona de velocidad de 0.6C. Con una masa total de un mil ón de toneladas o más, moviéndose a velocidades superlumínicas, cualquier ligero cambio de ruta implicaba un prodigioso gasto de la preciosa masa de reacción, Por esta razón, los cosmonautas pitsicanos elegían volar en vastas curvas laxodrómicas[2]. Y allí donde el rumbo tenía que ser modificado, empleaban, hasta donde resultaba practicable, campos gravitacionales estelares, a veces pasando como sombras fantasmales por los mundos recubiertos de hielo de los límites más externos de los sistemas solares y en otras cruzando órbita tras órbita para pasar a pocos millones de millas de los infiernos de calor de las estrellas.

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2

Curva laxodrómica. Curva que en la superficie terrestre forma un mismo ángulo en su intersección con todos los meridianos y que sirve para navegar con nimbo constante. Son igualmente aplicables al espacio.