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En los primeros días de su confinamiento en prisión, Tavernor no hacía otra cosa que recordar tales hechos, puesto que no tenía evidencia sensorial de tales movimientos. Según podía apreciar, la sección de la nave donde había sido alojado era una habitación circular de unas cien yardas de longitud por unas cincuenta de altura. Una lluvia artificial chapoteaba constantemente procedente de conductos situados sobre su cabeza, recogida después, presumiblemente para un sistema de recirculación, por canales dispuestos en la cubierta. Visibles a través de las movedizas cortinas de agua, estaban en continua alerta las figuras de huso de los pitsicanos, a veces febrilmente activas y otras increíblemente inmóviles, como unas pesadillas realizadas en obsidiana.

El5cubo de cristal en que vivía tendría como unos veinte pies de lado. Estaba calentado y disponía de una cama, una mesa y una silla, con facilidades higiénicas. Todos aquellos artículos habían sido diseñados para uso humano, pero de manufactura extraterrestre. No había ningún otro artefacto en el cubo, excepto una microbiblioteca, que daba la impresión de ser de origen humano, aunque sin nombres en los «casettes». Estos contenían la suficiente escritura como para haberle permitido estar leyendo durante la vida entera corriente de cualquier ser humano.

Bethia vivía en otro cubo idéntico, a poco menos de un centenar de yardas de distancia. La existencia de los cubos le bahía proporcionado a Tavernor todo un shock, ante la comprobación que tanto Bethia como e1 habían sido capturados vivos. Mientras se hallaron en tránsito desde la villa hasta la nave nodriza, se había convencido a sí mismo de que todo aquello no era más que una aberración temporal por parte de los pitsicanos, para dilatar cruelmente el golpe de gracia. Pero aquellas celdas de cristal obviamente habían sido preparadas con anticipación. Los pitsicanos tenían que saber, sin duda, que iban a hacer dos prisioneros mucho antes de atacar el planeta. Y, entonces, la nave les estaba transportando a un destino que sólo podía hallarse en la zona del espacio controlado por los pitsicanos. Pero… — ¿por qué?

¿Por qué?

El interrogante no cesaba de vagar por el cerebro de Tavernor, mientras yacía silencioso en el rectángulo de plástico que constituía la cama, esperando la comida que, según calculó, debía corresponder al almuerzo. Su reloj le había sido quitado junto con toda la ropa. En el cubo de cristal no existían relojes de ninguna clase; pero la comida que esperaba era la intermedia de las tres que le traían durante cada ciclo de luz/oscuridad. Un sonido en la entrada del cubo le avisó que la comida había llegado. Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta interior. La exterior ya había sido abierta y un pitsicano se hallaba en el espacio intermedio, poniendo su bandeja de alimentos en el suelo. Diversos reflejos se movían con aceitosa lentitud en el complicado cuerpo del ser extraterrestre y las bocas respiratorias se agitaban sobre los hombros.

Tavernor examinó a aquella extraña criatura a través del cristal, para estar seguro de que era la misma que le había traído las otras comidas. Permaneció de pie un momento frente a él, con sus nublados ojos fijos en los suyos y, como anteriormente, tuvo una sensación de horror. Aquel bípedo provisto de aquellos ojos sin vida era un miembro de las especies que habían demostrado ser superiores a la humanidad en la forma en que los hombres comprendían: la fuerza tecnológica de las armas. Pero por la misma razón, había demostrado su evidente inferioridad, porque el Hombre — sin importar su pasada historia — no hubiera exterminado al único vecino inteligente en el Cosmos para satisfacer simplemente su continua envidia y resentimiento. El estudio implicado en las tablas modificadas de van Hoerner era tan ampliamente envolvente que los hombres hubieran aceptado la presencia de los pitsicanos como medio de intercambio cultural. Todo el inmenso Proyecto Talkback, y su único objetivo, había sido el poder intercambiar un simple pensamiento y, entonces, Tavernor comprendió la desesperada necesidad de hacerlo. Si los pitsicanos situados al otro lado del cristal del cubo hubieran hecho un signo, un gesto de reconocimiento de Tavernor como un compañero de viaje en el espacio-tiempo, después…

El extraño se volvió y se alejó con su marcha peculiar parecida al aire de un camello por el desierto, causado por la complicada acción de sus piernas divididas en tres segmentos. Observándole de cerca, Tavernor vio la retorcida cicatriz en la parte de atrás de su brazo izquierdo en funciones, y conoció que era el mismo de antes. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Ningún hombre antes que él había tenido la oportunidad de estudiar vivo a un pitsicano, y aunque los resultados de sus modestos experimentos jamás fuesen conocidos en la Tierra, aquella actividad mental le preservaba de volverse loco.

Cuando se abrió la puerta interior, Tavernor se llevó la bandeja a la mesa, tirando de la tapa de aquellas latas de conserva que se autocalentaban. Todas las etiquetas habían sido quitadas de los recipientes; pero eran obviamente de manufactura humana, y sabia que contenían una comida bien equilibrada. Los pitsicanos daban la impresión de conocer muy bien la naturaleza de las exigencias alimenticias de los humanos y, de forma irónica, el cuerpo que había tomado de Hal se encontraba entonces en mejor estado de salud que nunca. La constante respiración abdominal le había desarrollado la caja torácica; y una, adecuada. alimentación de proteínas y un cuidadoso ejercicio le habían ido desarrollando progresivamente sus músculos, fortaleciéndolos, aunque todavía no mostraban su verdadera fuerza.

Mientras que las latas de comida estaban calentándose, se volvió para mirar a través del espacio intermedio, mojado por la lluvia, a la celda de Bethia. También llegó la comida para ella; pero el proceso seguido era diferente. Como de costumbre, tres pitsicanos habían entrado en el cubo de cristal y rodearon su cama. La primera vez que había sucedido, Tavernor se había ensangrentado los dedos intentando abrir la puerta para acudir en su ayuda. Pero entonces comenzó a descubrir la razón: los pitsicanos la forzaban a alimentarse. A semejante distancia era imposible saber si ella rehusaba positivamente el alimento o simplemente es que había perdido todo interés en tomarlo.

Tavernor observó impasible como la curiosa pantomima se desarrollaba de nuevo. Bethia no había vuelto a ser ella misma desde el momento en que los pitsicanos descendieron sobre Mnemosyne y quedó aparentemente sumida en un permanente shock síquico. Era, en fin de cuentas, la lógica y natural reacción propia de una mujer sensible; pero así y todo, le recordaba la Bethia de tres años, que conoció al principio, aquella niña extrañamente precoz que con tanta facilidad caía en una especie de trance con sus bellos ojos como perdidos en horizontes alejados del mundo en que vivía. Una cuidadosa busca en los recuerdos de la memoria de Hal, allí almacenados, indicaba que la Bethia adulta no tenía historia de tales trances, por lo que sin duda debieron haberse ido desvaneciendo a medida que transcurrieron los años. Tal teoría fue la mejor que Tavernor pudo obtener de su limitado conocimiento de la sicología; pero la encontró vagamente insatisfactoria. Bethia, por lo que de ella sabía, era dueña de un alto grado de elasticidad mental, fuera de lo común, habiendo además en ella algo más respecto a aquella mística comunión con el infinito, algo turbador y que se escapaba a toda percepción.

La tapadera de una lata se abrió; significando que su contenido estaba ya dispuesto para ser comido. Tavernor retiró la vista del cuadro que ofrecía el cubo de Bethia, borrado por el agua, y comenzó a tomar su comida. Mientras comía, estudió su propia celda por centésima vez. Era una complicada obra de ingeniería. Un cable conductor de energía estaba conectado a la parte baja de un hilo en los bordes y, desde allí, otro más fino conducía a una unidad especial en forma de caja puesta en el techo. Aquella unidad del tipo que fuese, parecía reducir la humedad e incrementar el contenido del oxígeno del aire pitsicano, alimentando la mezcla modificada dentro de su celda por medio de válvulas dispuestas en el techo. Tanto la puerta interior como la exterior eran accionadas por electricidad y controladas desde algún sitio invisible. Tavernor las había examinado durante sus primeras horas en la celda; pero le había sido imposible descubrir qué fuerza las mantenía ensambladas. Eran lo bastante fuertes y a prueba de evasión.