Cuando acabó su comida, llevó la bandeja y las cuatro latas vacías a la entrada y las colocó entre las dos puertas. Dispuso las latas de forma que quedasen a un lado de la bandeja, y colocó una de ellas de forma que quedase a punto de caer, después se volvió y tomó asiento en la única silla que disponía. Unos pocos minutos más tarde, la puerta exterior se abrió y el pitsicano emergió, entre la neblina ambiental. Se detuvo para levantar la bandeja y el precario equilibrio estuvo a punto de hacerle caer. El pitsicano puso de nuevo la bandeja en el suelo, recuperó el envase caído y se alejó sin mirar siquiera al interior de la celda.
Tavernor se, frotó la barbilla pensativamente y se echó en la cama. No tenía idea de como serían los demás pitsicanos; pero el que le había traído la comida era — por comparación humana — no demasiado bril ante. Había caído cinco veces seguidas en la pequeña trampa tendida con las latas. Los pitsicanos, indudablemente, no deberían medir la inteligencia en la misma forma que lo hacían los humanos, pero la capacidad para aprender rápidamente de la experiencia era, en estimación de Tavernor, algo tendente a ser uno de sus vitales ingredientes. Consideró la posibilidad de que sus apresadores estuvieran determinadamente evaluando su propio intelecto en el contexto del absurdo de los recipientes, y se imaginó qué harían de él. Era el viejo problema de los primeros contactos culturales.
Por otra parte, los pitsicanos, en su promedio podían ser casi unos retrasados mentales, por todo lo que ya sabía respecto a su raza. No existía una necesidad real para su inteligencia. De ser distribuidos como entre los humanos, algunas clases de sociedad funcionarían más eficientemente si estaban compuestas por siervos sin mente, guiados por unos cuantos brillantes demagogos. Los pitsicanos podían hallarse en tal caso: una hoja finamente afilada para la destrucción de todas las demás formas de la vida. Quizás aquello fuese la clave de su conducta. Podía ser que no solamente se dedicaran a la exterminación de la humanidad, sino también a suprimir el universo entero de cualquier ser sensible, y quedarse ellos como sus únicos ocupantes. ¿Una sicosis a escala cósmica?
Tavernor — se removía sin descanso en la cama. Si la hipótesis era correcta… ¿sería el Hombre muy diferente del pitsicano en sus últimas ambiciones? Los cosmobiólogos, o aquellos que eran optimistas respecto a la posibilidad de supervivencia de la civilización terráquea, habían estimado que una cultura humana pudiera extenderse por toda la Vía Láctea en un tiempo mucho más corto que la edad de la propia galaxia, situando colonias de colonias de otras colonias, como había sucedido en el caso del Mediterráneo en los tiempos de la antigüedad clásica. Por mucho que lo intentaba, Tavernor era incapaz de ser objetivo respecto al concepto: si una vida tuviese que expandirse por la galaxia, prefería que fuese la del hombre. Un pitsicano preferiría que fuese la pitsicana. Por tanto, ¿quién era un psicópata? Todo lo que cualquier ser inteligente podía hacer era procurar que su propia especie permaneciese hasta lo último y contra cualquier otra que llegase a enfrentarse con ella, creyendo implícitamente en su propio destino…
Odiando a los pitsicanos más que nunca, Tavernor se encontró incapaz de conciliar el sueño. Sin la comodidad de las ropas para cubrirse el cuerpo, el dormir no era fácil y la soledad volvía a su mente con más fuerza que nunca también. A veces sentía algo parecido a lo experimentado en el breve tiempo que permaneció en el plano egón. Sus padres, Lissa y Shelby estaban vivos allá; pero no había intentado encontrarlos; aquello no parecía importante para la fría e impersonal mente de un egón. Se quedó poco a poco adormecido, pensando tristemente que no valía la pena haber nacido…
La enorme nave comenzó su descenso, o su equivalente orbital, al vigésimo tercer día de vuelo. Dos días antes, Tavernor había experimentado un ligero mareo conforme la nave, al abandonar el módulo taquiónico, se había situado en deceleración simulada, lo que proveía de peso real a los cuerpos, cambiando a la verdadera deceleración. Había estado observando cuidadosamente cualquier cambio en la rutina que indicase que se había completado el viaje. El primer signo llegó cuando un grupo de pitsicanos rodearon el cubo de cristal y lo sujetaron, con herramientas adecuadas, en sus esquinas contra el suelo. Lo anclaron en la cubierta y poco más de una hora después, la nave entraba en la condición de caída libre.
Ya estaba en órbita de un planeta pitsicano, y el pensamiento dio a Tavernor una cierta, aunque sombría, satisfacción. No importaba qué fuese lo que pensaban hacer con él, aquello significaba al menos el fin de una situación horrible y el terminar con la espantosa soledad del cubo de cristal. Al principio había rechazado la idea de utilizar la microbiblioteca, sintiendo que ello representaba una sutil aceptación de los planes que los pitsicanos hubieran hecho respecto a él; pero pronto descubrió que no podría soportar el permanecer con la mente vacía. Comenzó a leer al azar, sin tomar interés en su contenido, usando las palabras como medio de evitar el pensamiento propio. El limite de visión existente más allá de las paredes de cristal de su celda aparecía turbado aquí y allá por las formas negras deambulando de un sitio a otro de los pitsicanos, dando la impresión de que pudiera haber sido el fondo de un mar cálido y enlodado.
Ejercitando su cuerpo lentamente desarrollado, durante varias horas al día, entretenía parte de su vida; pero al fin tuvo que echar mano de aquella biblioteca condensada.
La larga espera ya había llegado a su fin. Se movía adelante y hacia atrás por su celda encristalada, haciendo gestos a Bethia cada vez que suponía que ella miraba en su dirección. Pero ella permanecía sentada en la mesa anclada y no daba la menor señal de respuesta. En Tavernor creció la necesidad de ocuparse de ella. La distancia y el efecto de distorsión de los cristales mojados hacía difícil estar seguro de nada, pero ella parecía haber perdido peso en el viaje. Se movía raramente y en las infrecuentes ocasiones en que cruzaba su celda se observaba una extraña indiferencia en su paso.
Tras unos minutos en caída libre, los pitsicanos volvieron, trasladándose con fácil destreza en la condición de ingravidez, sujetando un flexible cable en un sitio por debajo de la base del cubo de Tavernor. Instalaron una serie de cables conductores de energía, desde lo que parecía ser un generador portátil, y desconectaron los antiguos alambres de los anteriores dispositivos de control que rodeaban al cubo, reemplazándolos con los nuevos. Mientras lo hacían, las puertas dieron un chasquido, se estremecieron inciertas un instante, para volver a encajar rígidamente en el lugar que les correspondía.
El cable flexible se estiró súbitamente y la celda comenzó a moverse hacia una luz blanca que se mostraba a distancia, todavía atada a su sección de la cubierta. La celda de Bethia se movió en la misma dirección, rodeada por unas figuras que se movían con lentitud. La luz que tenía al frente fue creciendo de intensidad y Tavernor comprobó que se trataba de un tragaluz. Su cubo se movió por delante del de Bethia, pasó junto a un arco de poca altura de metal, y se detuvo en un espacio reducido, decidiendo que se trataba de un aparato volador secundario, procedente de la gigantesca nave-nodriza. Se inclinó tan cerca del portillo como le fue posible, ignorando la protesta de su inexperto estómago y miró hacia fuera.